Petros Márkaris - Con el agua al cuello

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Un caluroso domingo del verano de 2010, el comisario Jaritos asiste a la boda de su hija Katerina, esta vez por la Iglesia y con fanfarria musical. Al día siguiente, poco después de llegar a Jefatura, le informan del asesinato de Nikitas Zisimópulos, antiguo director de banco, degollado con un arma cortante.
El macabro homicidio coincide con una campaña que alguien, amparándose en el anonimato, ha emprendido contra los bancos, animando a los ciudadanos a que boicoteen a las entidades financieras y no paguen sus deudas e hipotecas. Lo cierto es que Grecia, al borde de la bancarrota, pasa por un momento muy crítico, y la población no duda en salir a la calle para quejarse de los recortes en sueldos y pensiones.
Para colmo, Stazakos, el jefe de la Brigada Antiterrorista, sostiene que el asesinato de Zisimópulos podría ser obra de terroristas. Jaritos, en desacuerdo con esa hipótesis, tendrá que apañárselas con sus dos ayudantes para enfrentarse a un asesino cuyos crímenes apenas acaban de empezar.

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Lo hará, no lo dudo. Ha pensado en todo. Lo ha planeado todo hasta el último detalle. A mi pesar, admiro la ética de un asesino que protege a sus cómplices y carga con todas las culpas.

– ¿Fue Rashid quien buscó a los inmigrantes que pegaron los carteles?

– Sí, con apenas tres llamadas a unos conocidos suyos. Y encargué lo de las pegatinas a Varulkos, porque podría ser peligroso para Rashid dar la cara dos veces.

– No dejaste nada al azar, ¿eh?

– No, pensé en todo. Cuando vives clavado a una silla y con un ordenador por toda compañía, lo único que te queda es pensar y hacer planes.

– ¿Querrás decirme qué más has planeado?

– ¿Qué tal las vacaciones de Fanis y Katerina? -pregunta en lugar de contestarme.

– ¿A qué viene eso? -replico airado.

Tsolakis se echa a reír.

– Tranquilo. No voy a pedirte ningún favor ni un trato privilegiado por haberles regalado unas vacaciones a tu hija y a tu yerno. Para empezar, a Fanis le debo mucho. Sigo vivo gracias a él, y unas vacaciones pagadas no saldan esa deuda. En segundo lugar, procuré alejar a Fanis porque quería dejar de tomar mi medicación y necesitaba alejarlo, para que no pudiera controlarme. Interrumpí el tratamiento el mismo día en que se marcharon de vacaciones. Eso significa que no me quedan más de tres meses de vida.

– ¿Por qué lo has hecho?

– Porque ya he terminado lo que tenía que hacer. Ya no hace falta padecer el suplicio, ni en mi casa ni en la cárcel. -Calla y me mira. Es la primera vez que parece sentirse incómodo-. Debo decirte algo más y quiero que trates de entenderlo.

Imagino que va a explicarme por qué lo ha hecho, pero me equivoco.

– Siempre que has venido a pedirme información te he dicho la verdad. Te he dado datos correctos. Nunca te he engañado.

– Lo sé. Pero no sé por qué hiciste lo que hiciste, por qué mataste a cuatro personas que, hasta donde se me alcanza, nunca te perjudicaron. Por qué arremetiste contra los bancos.

– Es verdad que ninguno de los cuatro me había perjudicado personalmente. -Hace una pausa, como si quisiera poner en orden todo lo que quiere decirme-. Te lo explicaré, aunque no sé si lo entenderás.

– A estas alturas, no pierdes nada por intentarlo.

– Verás, Kostas. Todos los que nos dopamos para ganar medallas y distinciones pagamos muy cara nuestra ambición. Yo la pagué con mi salud; Sguridu, Varulkos y Okamba, de los modos que tú ya sabes. Todos pagamos y era justo, lo merecíamos. Pero ¿qué hacen los bancos, sino aplicarnos una especie de dopaje? Desde esas tarjetas de crédito que nos envían por correo sin que las solicitemos, hasta los hedge funds y las apuestas sobre la bancarrota de un país soberano, que no les ha hecho ningún mal, pasando por los préstamos hipotecarios o al consumo, los créditos para irse de vacaciones y para casarse, que antes concedían a mansalva, ¿qué era todo eso, sino dopaje?

– ¿De ahí la D sobre las víctimas?

Tsolakis tarda unos segundos en contestar.

– Tienes una rara virtud, Kostas -dice al final.

– ¿Cuál?

– Das la impresión de ser estúpido y no enterarte de nada, pero bajo esa apariencia, tu mente funciona como un reloj.

– No es cuestión de cerebro, sino de paciencia, de ir reuniendo datos uno tras otro e ir poniéndolos en su lugar.

– Sea como sea, eres inteligente. -Cierra el paréntesis y vuelve a su planteamiento-: La D aludía a la causa de sus muertes. Si nosotros pagamos en las pistas, las víctimas de los bancos pagaron con la ruina. Han perdido sus casas, no pueden devolver sus préstamos. Y los que provocaron el dopaje, los bancos, no sólo no han pagado sino que se les premia. Han cobrado miles de millones de los estados para poder seguir funcionando. ¿Es justo que yo pague por haberme dopado y que aquellos que promovieron este otro tipo de dopaje sean recompensados con tu dinero y con el mío? Muchas víctimas ingenuas aceptaron lo que dijeron los gobiernos: que los bancos son unos lobos reconvertidos en corderitos. Cuando me di cuenta de que yo, castigado por consumir sustancias dopantes, premiaba con mis impuestos a los que crearon el dopaje financiero, monté en cólera. Y decidí castigarles, ya que no los castigaban quienes tenían que hacerlo. Todos pagamos, ellos también tenían que pagar. Podía castigarles y lo hice, ¿comprendes? Eres el suegro de Fanis y, además, te aprecio. Me gustaría que lo entendieras.

– Lo entiendo -le digo con total sinceridad-. Y también por qué estás dispuesto a sufrir las consecuencias. Pero no debiste despachar a Rashid. También él debería pagar por los cuatro asesinatos.

– ¿Nos queda algo de tiempo para que te cuente la historia de Rashid?

– No hay prisa.

– Rashid era un atleta famoso. Corría los diez mil metros y todos le admirábamos. Jamás se dopó. Sus dones naturales eran tales que no le hacía falta. La federación de su país lo mimaba y le prometía el oro y el moro. Y él, un campesino sencillo y confiado, se lo creía. A la hora de la verdad, sólo recibió unas migajas. No se quejó, abandonó el atletismo, volvió a su pueblo y se dedicó a cultivar la tierra. Un día aparecieron unos expertos extranjeros y le recomendaron que dejara de cultivar maíz y se pasara al cultivo del etanol biológico, el biodiésel, como lo llaman, que le aportaría mayores beneficios. El etanol biológico resultó ser catastrófico y Rashid perdió su tierra. Tenía cuatro bocas que alimentar: su mujer y tres niños pequeños. ¿No es dopaje engañar a alguien para que cultive un sustituto de la gasolina y se arruine? Un día me envió una carta preguntándome si tenía algún trabajo para él, porque su familia pasaba hambre. Entonces lo traje a Atenas para que cuidara de mí. Cuando le conté mi plan, me dijo sencillamente: «Yo seré tu mano». Y así fue. Ahora te pregunto: ¿no ha pagado él ya lo suficiente? Nosotros nos vendimos, a él le vendieron. ¿Aún ha de pagar más? Aunque logren su extradición, su familia tiene el futuro asegurado, señor comisario.

Poco tengo que añadir al respecto. Y tampoco importa si estoy de acuerdo o no. Lo que importa es que él cree haber actuado bien y está dispuesto a morir por ello, bien en la cárcel o por haber dejado su medicación. Tampoco eso importa.

– ¿Dónde está la espada? -pregunto.

– No lo sé.

– ¿Cómo que no lo sabes? ¿Ahora me harás quedar mal?

– Rashid me dijo que se desharía de ella antes de marcharse. No sé qué hizo con ella. Puedes registrar la casa o donde quieras.

Lo dejo para más adelante. En cualquier caso, las probabilidades de encontrarla son mínimas. Para recapitular, hemos pillado al cerebro de la trama y a sus dos cómplices. Y hemos perdido al asesino y el arma homicida.

– Si no queda ningún tema pendiente, podemos irnos -dice Tsolakis. Se saca del bolsillo un manojo de llaves y me lo entrega.

– ¿Qué es esto?

– Las llaves de mi casa. Querrás registrarla, ¿no? Cuando termines, dáselas a mi hermana.

Me coloco detrás de la silla de ruedas y empiezo a empujarla. Bajamos por una rampa de madera y llegamos a la puerta de entrada. Vlasópulos y Dermitzakis ayudan a Tsolakis a subir al primer coche patrulla. Después pliegan la silla de ruedas y la meten en el maletero.

– No lo esposéis -les digo-, no es necesario.

Dermitzakis se sienta en el asiento trasero, junto al detenido, y yo ocupo el asiento del copiloto. Iniciamos el descenso desde Kifisiás hasta nuestro destino final, la avenida Alexandras. Por el retrovisor veo que Tsolakis contempla las calles y las casas que vamos dejando atrás con la sirena a todo volumen. A partir de cierto punto del trayecto, aumentan la actividad y los transeúntes.

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