– No me dijo nada de los cincuenta mil cuando fui a verle.
– No me preguntó. Si me hubiera preguntado, se lo habría dicho y me habría ahorrado tener que venir aquí.
No se lo pregunté porque entonces no lo sabía. Pero aún no quiero sacar el tema del atletismo; es un as en la manga hasta que aclare otras cuestiones adicionales. Digo a Varulkos que se puede ir.
– Muy bien, pero ahora me llevan de vuelta a casa con el coche patrulla, como me han traído. No pienso ir en autobús. Ya que me han sometido a una comparecencia forzosa, como dijo el cabrón que conducía, ahora me deben una vuelta honrosa.
– Eftijía Sguridu dijo que sabía quién era el cliente y Varulkos dice que no. La cuestión es quién dice la verdad -observa Mavromatis.
– ¿La supuesta compañía que ordenó las transferencias es la misma en los tres casos?
– Exacto. Las de los dos griegos y las de Okamba.
– Entonces Varulkos no miente.
– ¿Por qué está tan seguro?
– Si el ordenante de las transferencias es un cliente de Eftijía Sguridu, como afirma ella, ¿por qué iba a enviar dinero a los otros dos? Varulkos y Okamba no trabajaban para él. Estoy casi convencido de que tampoco Eftijía Sguridu sabe quién es. Sencillamente, tuvo miedo. Miedo de tener problemas con nosotros por haber aceptado una suma importante de una fuente desconocida, miedo de tener que devolver el dinero; por eso se inventó un cuento.
– ¿Y por qué Varulkos no tiene miedo?
– Quien ya lo ha perdido todo, ¿qué teme perder? Es primordial que averigüemos quién ordenó las transferencias.
– Estamos investigándolo, pero es complicado.
– Veamos si Kula ha podido averiguar algo.
– Lo que cualquiera puede encontrar en Internet -dice cuando la llamo-. El único dato nuevo es una tal Aristea Tsolakis, que es quien dirige la empresa.
– Es la hermana de Jaris Tsolakis.
– De acuerdo, la investigaremos también a ella. ¿Cree que Tsolakis pudo ordenar las transferencias?
– Ojalá no sea así, porque me resulta simpático. Sin embargo, todo apunta en esa dirección.
Entretanto, Dimitriu tiene ya listas las fotos de la sala de interrogatorios. Le doy dos a Dermitzakis.
– Ve enseguida a buscar a los chicos que colocaron las pegatinas en Keratsini. Quiero saber si Varulkos fue quien se las proporcionó.
Yo cojo otras dos fotografías, que muestran a Varulkos sentado y de pie, y me encamino a la calle Atanasia. Lo bueno del barrio de Pangrati es su tranquilidad y su monotonía. Si alguien quiere demostrar que la rutina equivale a seguridad, no tiene más que visitar Pangrati.
Me detengo delante de la mercería. El bar Meetings está cerrado a cal y canto. La mercera me reconoce enseguida y me saluda. Cuando se va una dienta que está comprando carretes de hilo, saco las fotografías.
– ¿Le suena de algo este hombre?
Toma la foto con ambas manos y la mira.
– ¿Debería sonarme de algo?
– Puede que sí, puede que no. Obsérvelo con atención. Lo contempla un buen rato y luego pregunta, indecisa:
– ¿Es el mendigo?
– No lo sé. Yo nunca lo he visto. Usted me dirá.
– Es él -afirma ahora categóricamente-. Me he confundido al verle con ropa distinta.
– ¿Qué ropa llevaba cuando le vio?, ¿lo recuerda?
– Unos tejanos desteñidos y una camiseta sucia. Pero no es eso lo que me ha confundido, es la gorra.
– ¿Qué gorra?
– Llevaba una de esas gorras de béisbol que tanto se llevan últimamente. Le ocultaba un poco la cara, al menos, desde lejos. Si no le hubiera visto de cerca cuando le dije que tendría que pagar el IVA por las limosnas, ahora seguramente no lo habría reconocido.
Perfecto, pienso satisfecho. Ya hemos identificado a la mendiga y al mendigo. Si los chavales reconocen también a Varulkos, lo que doy casi por sentado, no nos quedará más que encontrar al negro que encargó la pegada de carteles.
– ¿El bar está cerrado? -pregunto a la mujer.
– Pues sí. El pobre Nasos se vio muy perjudicado. Ya nadie quería entrar. Pensó en cerrar hasta octubre y entonces volver a abrir con otro nombre.
Como estoy cerca de casa, decido no volver al despacho. Además, estoy de buen humor y no quiero que pase nada que me lo estropee.
Adrianí está en la cocina preparando berenjenas rellenas para cenar. Esto me pone aún de mejor humor.
– Los chicos están fuera, no necesitas llevarles provisiones -bromeo.
Ella se aparta de los fogones y me fulmina con la mirada.
– Dime una cosa: ¡¿se han vuelto locos?! -pregunta fuera de sí.
Me pilla desprevenido.
– ¿De quién hablas?
– De esos que os han cargado con cinco años laborables más. No entiendo cómo os resignáis sin hacer nada.
– ¿Qué quieres que hagamos? Somos policías. No podemos salir la mitad de nosotros a la calle a romper escaparates mientras la otra mitad se dedica a perseguirnos y detenernos.
– Lo que podéis hacer, yo no lo sé, pero recuerda el viejo dicho: los primeros ochenta años son los difíciles, después te mueres y te quedas muy tranquilo. Pues bien, ahora los primeros ochenta años no sólo son difíciles, sino que, a este paso, pronto serán todos laborables.
– ¿Tienes tú una solución mejor?
– Sí. Que reduzcan la población del país a la mitad. Quedaremos cinco millones y medio de habitantes, y los gastos se reducirán también a la mitad. Los franceses echan a los gitanos rumanos, ¿no?
– Si echamos a la mitad de la población, no sólo se reducirán los gastos, sino también los ingresos, ¿no te das cuenta?
– Claro que sí. Que expulsen a los que deben los veinticuatro mil millones en impuestos. De todas formas, el Estado no cobrará esos impuestos ni en los próximos ochenta años laborables. Que se queden sólo los idiotas que pagan impuestos. Los gastos y la corrupción se reducirán con la marcha de los evasores de impuestos, pero los ingresos no mermarán, porque los idiotas que pagan seguirán aquí.
La miro asombrado.
– ¿Cuándo te licenciaste en ciencias económicas?
Me mira de reojo y responde con voz calma:
– Nosotros no hacemos vacaciones, Kostas.
Intento disculparme:
– Tienes razón, pero todos los casos complicados surgen en verano.
– No te justifiques, no me refiero a eso. Los que se han ido de vacaciones, como mi hija y mi yerno, están ahora tumbados en la playa bronceándose. Yo, que no he ido de vacaciones, me paso el día viendo la tele y me deprimo.
Me echo en la cama y cojo el Dimitrakos para relajarme:
«aguante: m. 1. Sufrimiento, tolerancia, paciencia; disposición para aguantar. / 2. Fortaleza para resistir pesos, impulsos, trabajos, etc.»
El Dimitrakos me deja chafado. Decididamente, «aguante» es sinónimo de idiotez. Además, no sé para qué lo miro, si lo sé por experiencia.
He llegado a un acuerdo para tomar declaración a Okamba; así evito cualquier protesta de su abogado, Leonidis. He hecho venir a una intérprete jurada del inglés al griego. Kula está sentada a mi lado con un ordenador portátil, para transcribir la declaración. Así Leonidis podrá leerla antes de que Bill Okamba la firme. Leonidis y su cliente están sentados frente a nosotros.
– Señor Okamba, procedemos a tomarle declaración, y quisiera dejar claro desde un principio que las preguntas no guardan relación con el terrorismo ni con la acusación formulada en su contra hace unos días. Simplemente, necesitamos que me proporcione cierta información que resultará muy útil para resolver los cuatro asesinatos.
Espero hasta que la intérprete concluye la traducción de mis palabras al inglés. Bill Okamba se mantiene tan erguido como siempre y me mira con su habitual expresión fría y altiva.
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