– ¿Cómo pueden considerarse objetivos cuando afirman lo contrario de lo que expone el informe?
– No afirman lo contrario, porque no sólo disponen de este informe. Supongamos que un inversor se dirige a una agencia de calificación para saber cuáles serían los riesgos de invertir en bonos del Estado griego. La agencia de calificación le presenta en primer lugar los informes de los grandes bancos de prestigio internacional. Según Morgan Stanley, Grecia no se librará de tener que renegociar su deuda externa. Lo mismo opina JP Morgan, dicho sea de paso. El Deutsche Bank se muestra ambiguo, no habla claro. En último lugar, la agencia de calificación presenta el informe del Coordination and Investment Bank, una entidad pequeña e insignificante de Vaduz, que se muestra favorable a Grecia. Entonces presenta esta imagen global a su cliente. Y el cliente, evidentemente, da más crédito a los grandes bancos que al pequeño de Vaduz y decide no comprar bonos del Estado griego. Es como si yo le dijera que puede elegir entre un Mercedes y un Suzuki. ¿Optaría usted por el Suzuki?
Por supuesto que elegiría el Mercedes, aunque eso no me consuela. Me consuela pensar que, si mañana nombran a Stazakos nuevo director de Seguridad del Ática y yo los mando a todos a freír espárragos, con todo lo que he aprendido sobre bancos y agencias de calificación podré dedicarme a las inversiones.
– ¿Puede decirme qué hacía De Moor en Grecia? Quizás así llegue a descubrir por qué le asesinaron.
Tsolakis no contesta de inmediato.
– Podemos suponer dos cosas. La primera, que contrastaba sus datos con los del Ministerio de Economía para así completar su informe.
– ¿Y la segunda?
– Que estaba recopilando datos para jugar a las carreras de caballos.
– ¿Carreras de caballos? -repito, como si no le hubiera oído bien.
– Apuestas, señor comisario. En este momento hay en el mercado inversores que están apostando fortunas ante la posibilidad de que Grecia se declare en quiebra. Si no es así, perderán sumas considerables. Toda esa gente basa sus apuestas en los informes de las agencias de calificación. Si las agencias no ofrecen una imagen objetiva y provocan en otros pérdidas multimillonarias, acabarán por cerrar, porque ya nadie confiará en sus valoraciones. Por eso he dicho «a las carreras de caballos». Las condiciones son parecidas. Si los periódicos que se ocupan de las apuestas sobre carreras se equivocan en sus previsiones y los que apuestan pierden su dinero, las publicaciones tendrán que cerrar por no merecer ya confianza. ¿Se da cuenta ahora de la importancia de una valoración objetiva?
– ¿Aunque sea ficticia?
– Es tan ficticia como el dinero mismo -explica Tsolakis-. Porque también el dinero es ficticio. No es depositado en ninguna cuenta, no pasa de un banco a otro, es invisible. La objetividad ficticia sirve a los intereses del dinero ficticio. Lo único real es el asesinato de De Moor. Todo lo demás es imaginario.
– Si alguna vez tengo dinero para invertir, vendré a verle -le digo.
– No esté tan seguro de que sabré invertirlo bien. Una cosa es analizar y otra tener instinto de inversor. No sé si lo tengo.
Cuando me levanto para irme, Tsolakis se despide cálidamente.
– En todo caso, como asesor soy de fiar -dice riéndose. Regreso en un visto y no visto, porque todo el mundo ha corrido a encerrarse en su casa para ver la final del Mundial.
Adrianí ha cubierto la mesita de la sala de estar con un mantel de hilo. Casi espero ver copas de cristal y la cubertería de plata. En su lugar, hay una bandeja con suvlakis y un plato con dos suvlakis aparte. Estos últimos son de Adrianí, que los prefiere «huérfanos», es decir, sin salsa de ajo ni cebolla, mientras que los demás los comemos complet.
Los primeros bocados coinciden con los himnos nacionales de los dos equipos. Empieza el partido y nuestro cuarteto se divide en dos parejas. Los expertos apasionados, que son Fanis y Katerina, y los ignorantes redomados, que somos Adrianí y yo.
– ¡Que no, Iniesta, que no puedes adelantarles a todos! -grita Katerina-. ¡Qué manía con driblar!
– Está buscando a quién pasar la pelota -explica Fanis.
– Xabi Alonso está al lado, ¿es que no le ve? -protesta Katerina.
– ¿Quién es ese del bigote que está sentado entre los jugadores y parece estar durmiendo? -pregunta Adrianí.
– Es Del Bosque, el entrenador de los españoles, y te aseguro que no está durmiendo, mamá. Es uno de los mejores entrenadores del mundo.
– Pues parece estar echándose una buena siestecita.
No sé qué les interesa tanto a mi hija y a mi yerno como para llegar a apasionarse tanto. Yo veo que los españoles se pasan la pelota unos a otros, como una gran familia, y que los holandeses los persiguen, porque también quieren jugar pero no acaban de conseguirlo. Para los ignorantes como yo, el fútbol sólo tiene interés cuando juegan los porteros; son los únicos momentos en que alguien intenta marcar un gol y el portero hace una intervención espectacular. Entonces sí que lo disfrutas. Pero ver pasar la pelota de un par de piernas a otro me mata de aburrimiento. Aunque parece que no soy el único que piensa eso del partido, porque Fanis confirma mis impresiones.
– No es que estén jugando tan bien -comenta.
– No esperes buen juego en este tipo de partidos -responde Katerina-. Cada equipo intenta primero no encajar un gol y después atacar.
– ¿No se gana un partido marcando goles? -pregunto.
– Se pierde sin remedio si los encajas -es la respuesta de Katerina-. Si bajas la guardia por intentar meter un gol, pueden encajarte tres.
– Ya veo que habrá prórroga -dice Fanis decepcionado.
– Esperemos no tener que llegar a los penaltis, porque entonces te lo juegas todo a cara o cruz -replica Katerina.
No sé qué es la prórroga ni los penaltis ni jugársela a cara o cruz, pero tampoco pregunto; a nadie le gusta demostrar su ignorancia a cada momento.
– Ese de allí, ¿qué pinta? -pregunta Adrianí-. Cada vez que se hace con la pelota la manda fuera o la pierde. ¿Por qué no le sustituye el dormilón?
– ¿A quién quieres que ponga en su lugar, mamá? ¡Es David Villa, el pichichi de la selección española!
– ¿Qué significa pichichi? -pregunto yo, como negado que soy.
– Es el que mete más goles -me explica Fanis.
En el transcurso del partido hago una constatación que no me hace ninguna gracia. La Katerina tranquila y conciliadora, que siempre interviene como un bombero cuando Adrianí y yo estamos a punto de la deflagración, se ha convertido en una fanática fundamentalista. Chilla como si la estuvieran violando, salta de su asiento, cierra los ojos cada vez que los españoles corren peligro. A Fanis, en cambio, el fútbol no lo altera en absoluto. Mantiene la calma, como siempre. En todo caso, ambos están tan absortos en el partido que se han olvidado de comer suvlakis y yo, aprovechando la oportunidad, ya me he comido tres sin que se den cuenta mi hija ni mi médico. Aunque no me he zafado del control de Adrianí, experta en seguimientos, que me susurra:
– Éste es el último, no te pases.
– ¡Joder, no! Robben los ha esquivado a todos. ¡Meterá un gol! -chilla Katerina y se pone de pie de un salto.
Pero en el último instante el portero español consigue despejar el balón con los pies.
– ¡Estamos salvados! -grita mi hija y se deja caer en el sofá-. San Iker nos ha salvado.
– ¿San qué? -se extraña Adrianí.
– Iker Casillas, el portero de la Roja, mamá. Así le llaman los españoles: San Iker.
– No sabía que los porteros pudieran llegar a santos. Hasta ahora, sólo los mártires podían optar a la santidad -murmura Adrianí y se santigua.
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