– ¿Por qué no?
– Porque se trata de programas sencillos, que se encuentran en cualquier ordenador. Lo mismo vale para la impresora. El guerrillero antibancos utilizó una simple Hewlett Packard, de las que hay a patadas en el mercado, en las empresas y en los domicilios. Cualquier jovencito que tenga un ordenador para navegar por Internet, tiene también una Hewlett Packard. Es prácticamente imposible identificar una impresora entre los millones que hay. La única solución sería encontrar el archivo, aunque estoy convencida de que no existe.
– ¿Por qué?
– Porque el tipo debió de diseñar los carteles con su ordenador, imprimirlos con su impresora y después destruir el archivo. Sería de tontos no borrarlo.
Después de Varulkos, Miñatis es el segundo muro contra el que nos hemos dado de narices. Volvemos a Jefatura por donde hemos venido. Nada más entrar en mi despacho, asoma la cabeza Dermitzakis.
– ¿Algún progreso? -le pregunto.
Sin decir palabra, despliega una serie de fotografías encima de mi escritorio. Luego saca del bolsillo una pegatina y me la tiende. Pone exactamente lo que me había dicho Kliopas. «Los bancos han recibido veinticinco mil millones de euros más. Ese dinero sale de nuestros impuestos. No volváis a pagarles de vuestros bolsillos.» Las fotos también confirman que hay pegatinas por todas partes.
– Llama a Kula -digo a Dermitzakis.
Hace amago de replicar algo pero cambia de opinión y se va, para reaparecer enseguida acompañado de Kula.
– A ver, Kula, ¿qué puedes decirme de esta pegatina?
Ella echa un vistazo y se encoge de hombros.
– A primera vista, salió de la misma impresora. Aunque en esta ocasión utilizaron letra negrita tamaño 14. Pero ¿de qué nos sirve saberlo? Ya le he dicho que hay millones de impresoras como ésa. Y si hubieran usado otra impresora de la misma marca, no me daría cuenta.
– ¿Habéis pillado a los que las pegaron?
– Están aquí. ¿Los hago pasar?
– ¿Y lo preguntas?
– ¡Sorpresa! -dice la voz de Vlasópulos a la vez que se abre la puerta y aparecen tres niñatos de entre trece y quince años.
– ¿Éstos las han pegado? -pregunto sorprendido.
– Éstos y otros tres, que no pudimos pillar.
– ¿Habéis avisado a sus familias?
– Por supuesto. Sus madres querían venir con nosotros, pero les hemos dicho que no se preocuparan. Sólo queremos información, y después les llevaremos a casa con el coche patrulla.
Los tres chavales están asustados.
– No tengáis miedo -los tranquilizo-. Os haré un par de preguntas y podréis marcharos. ¿Quién os dio las pegatinas?
Parece que quieren rifarse quién contesta. Al final, habla el mayor de los tres:
– Un señor.
– ¿Cómo era? ¿Joven, viejo, alto, bajo?
– Viejo -responde el segundo del trío.
– Más viejo que mi padre -añade el tercero.
– ¿Era alto o bajito?
– Normal -dice el primero-. Como mi tío Yannis, el hermano de mi padre. Creo que mide uno setenta.
– ¿Os acordáis de lo que llevaba puesto?
Los tres intercambian miradas.
– ¿Qué iba a llevar? Una camisa y un pantalón -responde uno de ellos como si fuera obvio.
– ¿De qué color?
Se miran desconcertados.
– No lo sé, no nos fijamos.
– Vale, no importa. ¿A qué hora se acercó a vosotros?
Esta vez se alegran de recordar el dato.
– Poco después de las seis. Porque a las seis habíamos quedado para ir a jugar al fútbol.
– ¿Y a qué hora las pegasteis?
– Nos dio cinco euros a cada uno y nos dijo que las pegáramos después del anochecer. «Que se haga de noche primero y luego las pegáis», nos dijo. «Y ojo que no os pillen.»
– También nos recomendó que las pegáramos en los vidrios, porque era más fácil.
– Fue muy divertido -interviene el tercero-. Dos montábamos guardia en las esquinas y los demás pegaban. Llenamos todo el Pireo de pegatinas -concluye orgulloso.
– Muy bien, chicos. Ya no os necesito. Un coche patrulla os llevará a casa.
– ¡Qué guay! -exclama el mayor, que ya se siente confiado.
A juzgar por sus movimientos hasta ahora, el guerrillero antibancos no es tonto. En la primera ocasión buscó a unos negros, y en la segunda a unos niños. Aquéllos no podían leer los carteles y éstos, aun leyéndolos, no habrían entendido nada. La única diferencia es que la primera vez fue un negro el que hizo de mediador y la segunda, un griego. Me planteo la posibilidad de que el segundo fuera el guerrillero en persona, pero la descarto rápidamente: si hubiera querido actuar, ya lo habría hecho con los carteles. Cada vez busca un intermediario distinto, y no debe de resultarle difícil. Seguro que hay muchos dispuestos a ponerles la zancadilla a los bancos.
Una llamada de Guikas me saca de mis cavilaciones.
– ¿Qué es eso de las pegatinas? -pregunta-. Stavridis me ha llamado fuera de sí.
Le pongo rápidamente en antecedentes.
– Tenemos que acabar de una vez con este asunto; si no, se convertirá en una pesadilla -dice Guikas.
– Ya lo sé, pero ¿cree que es fácil, entre los cinco millones y medio de habitantes del Ática, encontrar a alguien que recluta a inmigrantes o a niños para que peguen carteles y adhesivos? Todos los caminos que hemos seguido hasta ahora nos han conducido a un callejón sin salida.
– ¿Fueron niños los que pegaron las pegatinas?
– Unos chavales.
Guikas tarda un rato en digerir la noticia.
– Tampoco hemos hecho progresos con los asesinatos -constata.
– Presiento que los haremos cuando encontremos al guerrillero antibancos.
– Prepárate para recibir visitas mañana.
– ¿Le han dicho que vendrán?
– Lo presiento -contesta Guikas y cuelga el teléfono.
– Papá, ¿veremos juntos mañana la final del Mundial? -me preguntó anoche Katerina.
Su único defecto es que la vuelve loca el fútbol, igual que a Fanis. Los domingos nunca salen de casa porque se plantan delante del televisor para ver partidos de todos los países del mundo. Descubrí esa debilidad en 2004, cuando su primer viaje juntos fue a Lisboa, para ver la final de la Eurocopa 2004, entre Grecia y Portugal. A mí no me interesa en absoluto la final del Mundial, pero no quiero decepcionar a mi hija.
– Venid a cenar a casa, ya me encargo yo de cocinar -salta Adrianí.
– Ni hablar, Adrianí. Pediremos suvlakis -dice Fanis.
– Pero ¿qué dices, hijo mío?
– En Grecia todos los grandes acontecimientos se acompañan de suvlakis -explica Fanis-. Acuérdate de la noche en que cayó la Junta Militar. Lo celebraron con velas y suvlakis.
– También los Juegos Olímpicos de 2004 -añade Katerina-. ¡Toneladas de suvlakis consumidos delante de las pantallas de televisión!
– Aunque en Navidad comamos pavo y en Pascua cordero, el suvlaki es el plato de las grandes celebraciones nacionales.
Al final acordamos que los chicos vendrán a cenar a casa y traerán los suvlakis, porque Fanis asegura conocer la mejor suvlakería de Atenas. Yo de fútbol no entiendo ni jota, pero en suvlakis soy un crack, como dice hoy cualquier jovencito descamisado con los pantalones bajados y colgado del iPhone. Por lo tanto, primero los probaré y después me pronunciaré.
– Ah, y por supuesto, vamos con los españoles -declara Fanis sin dejar margen para objeciones.
– ¿Por qué con los españoles? -me extraño.
– Para empezar, porque conduces un coche español.
– No lo elegí yo, tú me lo impusiste.
– De acuerdo, digamos que fue una especie de compra concertada. Si tu hija hubiera contraído un matrimonio concertado, ¿no apoyarías al novio?
Читать дальше