– Yo a ese Robben es que no lo trago -comenta Katerina-. Esa mirada fría y arrogante me pone a parir.
– Tienes razón -dice Fanis-. Schneider me cae un poco más simpático.
– A mí me gusta ese que la toca siempre con la cabeza -interviene Adrianí.
– ¿Quién? ¿Carles Puyol? -pregunta Fanis.
– No sé cómo se llama, pero juega como aquel chico nuestro, cuando ganamos la Eurocopa de 2004, que siempre la tocaba con la cabeza.
– ¿A quién te refieres, mamá? ¿A Jaristeas? ¿Qué tiene que ver Carles Puyol con Jaristeas?
– Los dos juegan con la cabeza.
– Tanto las Vespas como los aviones tienen motor. ¿Los ves parecidos? -bromea Fanis.
– Callaos, que me huelo un gol -aúlla Katerina-. ¡Al centro, Andrés, al centro! -Pero parece que Andrés no está atento a sus instrucciones y tira a portería. En una fracción de segundo el balón está dentro y el portero holandés lo mira como a un intruso.
– ¡Gooooool! -gritan Fanis y Katerina levantándose de un salto.
– ¡Andrés, eres un dios! -vocifera mi hija.
– Uno es un santo y el otro es dios. Que la Virgen nos ampare -dice Adrianí-. Oye, ¿por qué no juega al fútbol el sínodo de los obispos? Ganaría todos los partidos.
En los últimos minutos del partido, a Fanis y a Katerina poco les falta para meterse en el televisor en su afán por animar a los españoles. Termina el encuentro.
Fanis salta de alegría.
– ¡Sí, sí, hemos ganado!
– ¡Campeones, campeones, oé, oé, oé! -corea Katerina en español.
– ¿Qué significa eso? -pregunta Adrianí.
– ¡Que hemos ganado, mamá! ¡Campeones del mundo! -le explica Katerina y se va a la cocina.
– Dime una cosa -me dirijo a Fanis-, ¿siempre se pone así cuando hay fútbol?
– Verás. Ver jugar al fútbol es como emborracharse. A unos les da por llorar y a otros por armar jarana. Katerina es de los segundos, pero recobra la compostura en cuanto termina el partido.
Katerina reaparece con un vaso de agua, que bebe de un trago porque tiene la boca reseca de tanto gritar. En el campo, los españoles bailan apelotonados mientras que los holandeses tienen pinta de tulipanes marchitos, como aquellos que solían cultivar.
Se me ocurre que en estos momentos también el agregado holandés tendrá cara de tulipán marchito y agradezco los consejos de aquellos que me dijeron que apoyara a España. Y entonces suena mi móvil.
– ¿Qué tal, señor comisario? -pregunta Vlasópulos.
– Estamos celebrando la victoria.
– Lo siento, pero tendrá que interrumpir las celebraciones.
– ¿Por qué, qué pasa?
– Ha aparecido otro cadáver decapitado.
Se me hiela la mano con la que sostengo el móvil.
– ¿Dónde?
– Dentro de un coche, en Polídroso. En el cruce de la calle Samos con General Rogakos.
No sé por qué me sorprendo. El asesino no podía haber encontrado una noche mejor para el crimen, con todo el mundo metido en su casa para ver el partido.
– De acuerdo, voy para allá. Avisa a los de la Científica y al forense. Pide también a la comisaría de Jalandri que envíen dos coches patrulla. Y una lona para cubrir el coche, porque me temo que habrá espectáculo.
Cuando anuncio que tengo que irme porque ha aparecido otro cadáver se quedan todos mirándome atónitos. Al menos he podido comerme tres suvlakis.
Esta noche de la final, el trayecto desde la calle Aristocleus recuerda al Sábado Santo, dos horas antes del Domingo de Resurrección. Los coches se cuentan con los dedos de una mano y la avenida Kifisiás se parece a esas carreteras desiertas en medio de la nada que salen en las películas yanquis. Como no sé dónde está exactamente la calle Samos, pongo el GPS. En esta ocasión, sin equivocarse en sus indicaciones, me lleva a Samos por la arteria Jalandri-Marusi. El trayecto apenas me ha robado diez minutos de mi vida.
Si el recorrido en sí ha sido tranquilo, en la esquina de la calle Samos con General Rogakos reina en cambio el alboroto. Un gentío ocupa las aceras, los vecinos se hacinan en los balcones, suenan las sirenas de los coches patrulla. Y, en medio del jaleo, un Volkswagen Golf cubierto con una lona. Mira por dónde, les hemos robado la función a los españoles. Busco a Vlasópulos y a Dermitzakis, que charlan en el cruce con la dotación de un coche patrulla.
– ¿Quiere echar un vistazo? -me pregunta Vlasópulos.
– ¿Habéis identificado a la víctima?
– Sí, llevaba el carnet de identidad encima y el permiso de conducir en la guantera. Se llamaba Kyriakos Fanariotis y, según mis primeras averiguaciones, trabajaba en una empresa de ese edificio de ahí de la calle Samos, justo enfrente.
– ¿Cómo se llama la empresa?
Vlasópulos me acompaña a la entrada del edificio y señala un rótulo que reza: «CASH FLOW – SERVICIOS DE COBRO». La expresión «servicios de cobro» no me dice nada porque, en última instancia, todas las empresas aspiran a cobrar. ¿A santo de qué crearía nadie una empresa si no hay perspectivas de cobro?
Les pido que levanten un poco la lona para que pueda echar un vistazo a la víctima. Fanariotis ocupa el asiento del conductor pero no tiene las manos en el volante. Las tiene caídas sobre el asiento y el cuerpo recostado hacia atrás. La cabeza se encuentra en el asiento trasero, mirando hacia el cuerpo del que acaba de ser separada violentamente. En esta ocasión, la D no está prendida a la víctima. El asesino la ha dejado en el asiento del copiloto, probablemente porque tenía prisa.
Vuelvo a bajar la lona; no necesito ver nada más y tampoco es una vista muy agradable.
– ¿Has avisado al forense?
– Sí. Me mandó a paseo pero ya está en camino. También los de la Científica.
– ¿Quién encontró el cadáver?
– Una mujer que pasaba en coche. ¿Quiere hablar con ella?
La policía de Jalandri ha cortado el tráfico desde Karkavitsa hasta Samos y desde la esquina de General Rogakos hasta la calle Kriesí. Junto al precinto rojo hay un Smart abandonado en medio de la calle. Una joven de unos treinta años está sentada en la acera con una botella de agua en la mano.
– Cuéntame cómo le encontraste -le digo-. Tómate tu tiempo, no hay prisa.
Ella respira profundamente.
– ¿No podríamos hablar mañana? Ahora mismo no sé ni dónde estoy.
– Lo entiendo, no te entretendré mucho. Necesito que me digas tres cosas, el resto lo dejaremos para más adelante.
Aspira profundamente por segunda vez.
– Pasaba por la calle Samos en mi coche. El Volkswagen estaba parado cerca del cruce con Rogakos. Cuando lo rebasé, tuve la sensación de que pasaba algo raro. Me he bajado del coche y me he acercado corriendo, pensando que al pobre le pasaba algo y necesitaba ayuda. Entonces me he dado cuenta de que le faltaba… la cabeza.
– ¿Qué has hecho entonces?, ¿te acuerdas?
– He empezado a gritar, pero no me oía nadie. En algún momento he debido de sacar el móvil para llamar a la policía.
Claro que no la oía nadie. Todo el mundo estaba embobado delante del televisor. Aun oyendo los gritos, pensarían que gritaba por el fútbol. Igual que Katerina hace una hora.
– De acuerdo, ya hemos terminado. El resto nos lo contarás cuando prestes declaración. Sólo necesito tu nombre y tu dirección.
– Me llamo Jrisa Levendi y vivo en la calle Frangoklisiá 52.
Anoto el nombre y la dirección.
– Será mejor que no conduzcas en este estado. Nosotros te llevaremos a casa.
Entretanto, ha llegado la furgoneta de la Científica.
– Echa un vistazo -digo a Dimitriu-. Luego podéis llevaros el Volkswagen al taller para examinarlo más detenidamente.
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