Petros Márkaris - Con el agua al cuello

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Un caluroso domingo del verano de 2010, el comisario Jaritos asiste a la boda de su hija Katerina, esta vez por la Iglesia y con fanfarria musical. Al día siguiente, poco después de llegar a Jefatura, le informan del asesinato de Nikitas Zisimópulos, antiguo director de banco, degollado con un arma cortante.
El macabro homicidio coincide con una campaña que alguien, amparándose en el anonimato, ha emprendido contra los bancos, animando a los ciudadanos a que boicoteen a las entidades financieras y no paguen sus deudas e hipotecas. Lo cierto es que Grecia, al borde de la bancarrota, pasa por un momento muy crítico, y la población no duda en salir a la calle para quejarse de los recortes en sueldos y pensiones.
Para colmo, Stazakos, el jefe de la Brigada Antiterrorista, sostiene que el asesinato de Zisimópulos podría ser obra de terroristas. Jaritos, en desacuerdo con esa hipótesis, tendrá que apañárselas con sus dos ayudantes para enfrentarse a un asesino cuyos crímenes apenas acaban de empezar.

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Por la autopista del Ática alcanzamos la salida de Koropí en diez minutos, cosa que me hace recordar la gloria de los Juegos Olímpicos y olvidar las deudas que éstos nos han cargado a las espaldas.

A la salida de la autopista nos espera un coche patrulla de la policía local.

La finca de Zisimópulos se encuentra en un lugar llamado Prari, en las afueras de Koropí, y se llega siguiendo un desvío de la calle Spiru Dávari. Hay pocas casas en los alrededores, pero todas tienen dos plantas y un vasto jardín.

La construcción, que se alza en el centro de la parcela, está rodeada de un jardín extenso. Al acercarnos, delante de la verja, veo reporteros equipados con micrófonos, unidades de televisión y fotógrafos que bloquean la entrada.

– De modo que no se enterarían, ¿eh? -dice Vlasópulos y se echa a reír.

– Diles que paren -ordeno a Dermitzakis refiriéndome al coche patrulla que nos precede.

Me acerco cabreado al conductor.

– ¿Quién ha avisado a los medios de comunicación? -pregunto-. El jefe de Seguridad, el señor Guikas, me aseguró que vuestro comisario sólo le había informado a él.

El copiloto contempla el paisaje por la ventanilla, como si la cosa no fuera con él. El conductor, que no puede hacer lo mismo, se encoge de hombros, azorado.

– Yo… no sé qué decirle, señor comisario.

– A mí no tienes que decirme nada. Ya hablará tu jefe con el mío. -Y le hago una señal para que siga adelante.

– Y se supone que averiguaremos quién se ha ido de la lengua -comenta Dermitzakis con ironía.

– Lo sabrás en un par de meses, cuando veas quién aparece con un coche nuevo -contesto.

– No exageremos, señor comisario. Ningún canal de televisión pagaría tanto dinero por esta información.

– No lo pillas. Se lo reparten: un canal paga la entrada para el coche y otro se hace cargo de las letras.

Colocamos los coches patrulla de manera estratégica para impedir el paso a la horda de periodistas, pero ellos nos atacan en cuanto ponemos el pie en el suelo.

– ¿Alguna declaración, señor comisario?

– ¿Es verdad que le han cortado la cabeza?

– ¿Algún indicio sobre la identidad del asesino?

– Tened paciencia, todavía no he visto ni el cadáver -respondo y entro en el jardín.

Veo a lo lejos la furgoneta de la Científica y el coche de Stavrópulos, el forense.

4

Junto a Stavrópulos, me dirijo a la parte trasera del jardín, que queda al pie de una colina. Nos sigue el equipo de la Científica liderado por Fakidis, su nuevo jefe, que ha considerado imprescindible acudir en persona. A su lado camina Dimitriu, el técnico más experto del departamento. Nos muestran el camino los dos Zetas, [4]que fueron los primeros en llegar a la casa tras la llamada a la policía.

La mansión, de dos plantas, está construida en la pendiente. El jardín de la parte delantera es vastísimo. Desde la verja de entrada hasta la mitad, más o menos, está cubierto de arriates de flores, sobre todo rosales. A continuación, el jardín se convierte en un huerto de tomates y otras hortalizas. Un impresionante sistema de riego se ramifica y proporciona agua al jardín entero. Pequeños senderos serpentean entre los parterres. Nosotros elegimos uno de los dos que recorren los límites del jardín.

Dejamos atrás la casa y llegamos al jardín trasero, donde crece todo tipo de árboles: desde cipreses y plátanos hasta manzanos, cerezos y perales. El suelo está cubierto de hierba.

– Lo encontramos aquí -dice uno de los Zetas, el que encabeza la marcha.

A la izquierda, en un claro, hay una especie de glorieta cubierta de un emparrado. A diferencia del resto del jardín, la glorieta está levantada sobre una base de cemento. Bajo el emparrado hay una mesita que parece de camping y dos sillas plegables muy sencillas. Delante de la glorieta distingo un bulto cubierto con una sábana.

Todos sabemos qué se oculta debajo de la sábana, pero Stavrópulos, por pura deformación profesional, va corriendo y la levanta. Me vienen arcadas y tengo ganas de vomitar, pero trago saliva y me aguanto.

Zisimópulos era un hombre corpulento. Cuando lo mataron, llevaba camisa y pantalón de color caqui y sandalias con calcetines.

Stavrópulos le echa un vistazo.

– A primera vista, no hay otras heridas. Por lo tanto, no le decapitaron post mórtem. Le mataron cortándole la cabeza.

Alguien ha prendido de la camisa de la víctima, con un alfiler, una hoja de papel tamaño Din-A4 con una gran D.

– Usaron impresora. Y no me gusta nada.

– A mí tampoco.

Ambos sabemos qué puede significar esta D. Un mensaje, una firma, una marca personal, cualquier cosa. La D combinada con la decapitación nos dice que habrá más asesinatos y no sabemos quién será la siguiente víctima.

– ¿Habéis encontrado la cabeza? -pregunta Stavrópulos.

El otro Zeta señala, a una decena de pasos de nosotros, al pie de un manzano, un bulto más pequeño y cubierto con una toalla de baño. En esta ocasión, es Dimitriu quien se apresura a destaparlo. Ahora que puedo ver la cabeza, calculo que Zisimópulos tenía entre sesenta y cinco y setenta años, poco pelo en las sienes y perilla. Sus ojos, abiertos, miran con pavor hacia lo alto del manzano. La espeluznante visión del cadáver cortado en dos provoca un silencio general.

– A juzgar por la ropa que lleva, lo mataron mientras cuidaba de su jardín -concluye Fakidis al poco rato.

– Ve a buscar al jardinero que encontró el cadáver -ordeno a Dermitzakis. Luego miro a mi alrededor-. Si hubiera estado trabajando en el jardín, habría herramientas por aquí -comento-. Así, a simple vista, no veo ninguna.

Vlasópulos intenta abrir un cobertizo cercano, pero la puerta está cerrada con llave, lo cual confirma mis sospechas.

– Voy a buscar la llave.

– No te preocupes, la traerá el jardinero -le contesto, porque ya lo veo acercarse con Dermitzakis. Ronda los treinta años y lleva un mono de trabajo y zapatillas deportivas que le dan un aspecto, más que de jardinero, de mensajero-. ¿Zisimópulos estaba así cuando lo encontraste?

Él clava la mirada al cobertizo y responde:

– Sí, tal cual.

– Ojo, no sea que te equivoques -insiste Vlasópulos.

– ¿Cómo quieres que me equivoque, tío? Soñaré con él el resto de mi vida y siempre estará en la misma posición -replica el jardinero.

No insisto, porque la pregunta es de procedimiento. ¿Quién más pudo entrar en el jardín y mover el cadáver?

– ¿Recuerdas a qué hora lo encontraste? -pregunto.

– Vengo a regar todas las mañanas a las siete, cuarto de hora más o menos.

– ¿Guardáis las herramientas en ese cobertizo?

– Sí.

– ¿Tienes la llave?

– Sí, os lo abro. -Sale corriendo, aliviado de librarse del espectáculo, y se acerca al cobertizo.

– Echa un vistazo -digo a Vlasópulos.

– Si el jardinero lo encontró sobre las siete, debieron de matarlo anoche -concluye Stavrópulos.

– No necesariamente. Puede que acostumbrara a levantarse temprano y saliera a pasear por el jardín.

– Si es así, quizá tengamos suerte y encontremos a algún testigo que viera acercarse a la casa un coche o una moto -sugiere Dermitzakis.

– Ojalá -digo-, aunque es más probable que viniera de noche y le esperara en el jardín. No parece haber en el jardín ningún tipo de alarmas.

– Según el jardinero, todas las herramientas están en su sitio -nos grita Vlasópulos desde el cobertizo.

– ¿Me necesitáis para algo más? -me pregunta el jardinero, ansioso por poner pus en polvorosa para no ver más el cadáver.

– Espera un momento. ¿Zisimópulos se ocupaba del jardín?

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