Pero no todos opinan igual:
– Te felicito, Kostas. La banda es el toque de distinción que hacía falta -comenta Adrianí en tono melifluo.
Pródromos, el padre de Fanis, se acerca entusiasmado:
– Bien hecho, consuegro. Has puesto tu sello personal a la boda.
Acepto los elogios inmerecidos en silencio, algo que ellos interpretan como modestia cuando, en realidad, es un silencio lleno de sentimiento de culpabilidad.
Por suerte, la boda que estaba celebrándose ya ha terminado, Fanis y Katerina suben la escalinata, la banda ataca la marcha nupcial y entramos todos juntos en la iglesia.
Por lo general, cuando hay una boda detrás de otra, las ceremonias no duran más de veinte minutos. El sacerdote masculla a toda prisa la mitad de las plegarias y de los salmos para que la siguiente boda empiece puntual. No es nuestro caso. Los sacerdotes han visto los uniformes y la fanfarria y leen el texto entero, lenta y melodiosamente. Cuando llegamos al «Isaías» han pasado ya tres cuartos de hora. Al final nos ponemos en fila para recibir las felicitaciones de los invitados, que duran media hora más. Como mínimo.
De repente, Zisis aparece ante mí. Lleva un traje pasado de moda y una camisa blanca sin corbata. Ya que conozco la estrecha relación que lo une a Katerina, deduzco que ha sido ella quien lo ha invitado a la boda. Zisis le da un apretón de mano a Fanis y después se acerca a Katerina, que le abraza y le da un beso. Luego viene hacia mí.
– Enhorabuena -dice-. Tu hija es una joya y tu yerno un buen hombre. Te felicito.
Ya ha oscurecido cuando salimos de la iglesia. En cuanto la pareja de recién casados aparece por la escalinata, la banda empieza a tocar otra vez.
Guikas está bailando un zeibekiko. La Dirección General de Seguridad del Ática al completo tiene la rodilla hincada en el suelo y bate palmas rítmicamente para acompañar los saltos del jefe. Yo también participo aunque de lejos, desde la mesa de los recién casados.
El banquete nupcial tiene lugar en el restaurante campestre La Casa de Epicuro, que de campestre no tiene nada, porque se encuentra nada más entrar en el municipio de Jalandri, y dispone de un salón especial para «REUNIONES, BAUTIZOS Y CELEBRACIONES DE BODAS – MÚSICA EN VIVO». Nosotros entramos en la tercera categoría, la de las bodas, y, con respecto a si debía haber o no música en vivo, como de costumbre prevaleció la opinión de Adrianí: «A los policías les gusta bailar. Se ofenderán si no hay orquesta».
Entre la cincuentena de invitados se aprecian profundas diferencias. Por parte de Fanis han venido diez médicos con sus esposas. Katerina ha invitado a varios compañeros del bufete de abogados donde hace las prácticas. Los quince restantes son colegas míos con sus respectivas mujeres: además de Guikas y su esposa, está Sejtaridis, jefe de la Brigada Antinarcóticos; Lazaridis, de Delitos Fiscales, y mis dos subordinados, Vlasópulos y Dermitzakis. El primero ha venido solo, porque se ha separado hace poco de su mujer; a Dermitzakis sí lo acompaña su mujer, que trabaja en el Ministerio de Justicia. También han acudido Fakidis, el nuevo jefe de la Científica; Apostolopulu, la especialista en ADN, y Stavrópulos, el forense. Stazakos, de la Brigada Antiterrorista, no ha venido, porque yo le caigo mal y él a mí, aunque ha enviado un telegrama deseando «una vida llena de alegrías» a los recién casados.
A un lado de la sala están sentados los miembros del cuerpo médico, al otro, los del cuerpo de policía, y entre ambos, los novios con sus familias, una especie de frontera artificial o de eslabón de enlace, según se mire. En la mesa que hay frente a la nuestra, pero al fondo de la sala, está sentado un hombre que va en silla de ruedas. Tiene delante un plato de comida, pero no parece que le interese demasiado. Centra su atención en los invitados. Los observa sonriendo a todos y a nadie en especial. Imagino que será algún conocido de Fanis y no le doy más importancia.
Busco a Zisis con la mirada, pero no lo veo por ninguna parte.
– ¿No ha venido Zisis? -susurro a Katerina, que está sentada a mi lado.
– Ya me dijo que no vendría al banquete. Pero nos ha enviado un regalo.
– ¿Qué regalo?
– Un hervidor eléctrico.
Soy el único policía que invita a la boda de su hija a un viejo comunista al que conoció en los calabozos de Jefatura, me digo para mis adentros.
Guikas termina el baile en medio de aplausos prolongados y se acerca a mí, al tiempo que hace señas a su mujer.
– Con vuestro permiso, nosotros deberíamos irnos -dice con gran formalidad.
El Guikas de siempre, pienso. En las reuniones de trabajo invariablemente intenta tener la última palabra y aquí ha conseguido guardarse el último baile antes de marcharse. Guikas abraza a Katerina y le da un beso; luego le da la mano a Fanis y al resto de la familia. A mí me deja para el final, a modo de postre.
Para mi gran sorpresa, me abraza y me aprieta contra sí.
– Enhorabuena -murmura, y no acaba ahí-: Te quiero, Kostas -añade-. Aunque a veces nos tiremos de los pelos, te quiero y te respeto, porque eres un tipo legal.
Es lo bueno que tienen las bodas. Hasta Guikas me dice que me quiere y consigue emocionarme.
– ¿Qué te ha dicho? -quiere saber Adrianí.
– Me ha confesado su amor.
Mi mujer me mira con desprecio, porque piensa que me burlo de ella. No la culpo.
– Todo ha salido perfecto, consuegro. -Sevastí, la madre de Fanis, se siente obligada a expresar su satisfacción-. La banda, el banquete…, todo perfecto.
– Por no hablar de los uniformes -interviene Pródromos Usunidis-. Prácticamente ha desfilado por aquí todo el cuerpo policial de Ática.
Adrianí se vuelve hacia mí y me dedica una de esas significativas miradas que quieren decir: «De no haber sido por mis ideas, no sé ahora quién te felicitaría». Me limito a sonreír a mis consuegros y no hago caso de la mirada de mi mujer. Se me ocurre buscar refugio conversando con mi hija y su ya legítimo esposo, pero veo que van de mesa en mesa saludando a los invitados. Me parece una buena idea y me levanto para ir a saludar a mis colegas. En lugar de empezar por los jefes, sin embargo, me acerco primero a mis ayudantes.
– Enhorabuena, señor comisario -me felicitan al unísono Dermitzakis y su mujer, quien añade-: Hacen muy buena pareja.
– Estoy muy orgulloso de Katerina -dice Vlasópulos a punto de llorar-. La conozco desde el día en que entré en el cuerpo. Y sobre todo les deseo una cosa: que se lleven bien. Si no es así, empiezan las dificultades.
– Déjalo correr -le suelta Dermitzakis-. Ahora no toca hablar de nuestros problemas.
– ¿Nuestros problemas? -se indigna Vlasópulos-. ¿No sabes que uno de cada tres matrimonios termina en divorcio? Los colegios están llenos de niños de padres divorciados.
– De acuerdo, pero eso no quiere decir que a Katerina y a Fanis vaya a pasarles lo mismo.
Dermitzakis intenta calmarlo, pero tengo la sensación de que nos están gafando la celebración.
– Si es lo que yo digo… Si ya de un buen principio se llevan bien, ninguno de los dos acabará viendo a sus hijos cada sábado, como otros van al supermercado -dice mientras se levanta bruscamente. Al pasar por mi lado se detiene y murmura-: Perdone, señor comisario, es que no puedo evitar pensar en mis hijos. Les echo mucho de menos, mucho. -Y prosigue su camino hacia los servicios.
– A ver qué puedes hacer por él. Yo, francamente, lo veo muy mal -digo a Dermitzakis al tiempo que doy gracias al cielo porque estos días no tenemos entre manos un caso complicado que resolver.
– Lo intento, pero no es fácil. Nuestro despacho parece un velatorio. Le cuesta mucho hacerse a la idea del divorcio.
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