– ¿Por qué es urgente comprar leche en polvo y pañales? -Cillian se hizo la pregunta en voz alta, sin preocuparse de las miradas de extrañeza de los peatones-. Porque el bebé llora… y en casa no hay nada.
El semáforo cambió al verde. Pero el hombre seguía parado, distraído, con la mente en otro sitio.
– ¿Cómo es posible que en casa no haya algo tan importante como la leche para tu bebe?
Por fin el hombre salió de su ensimismamiento y reemprendió su camino, esta vez con paso decidido. Cillian le seguía a unos diez metros de distancia, atento al menor movimiento.
– Porque quien lo hace habitualmente, tu mujer, no lo ha hecho.
La respuesta estaba en ese anillo.
– No lo ha hecho porque no puede. ¿Acaso está enferma?
Una niña que caminaba al lado de Cillian a una velocidad de crucero parecida a la suya lo miró perpleja y divertida.
– Es posible… y su estado te preocupa. Te preocupa quedarte padre soltero a los treinta años… sin tu querida mujer… sin saber siquiera cómo se prepara un biberón. -La niña, cada vez más intrigada, llamó la atención de otra cría que iba con ella-. No paras de acariciar tu anillo de boda… de girarlo una y otra vez en tu dedo… pero eso no conseguirá que ella se quede contigo.
Se fijó en que el hombre iba despeinado, lo que confirmaba que la salida de casa había sido improvisada.
– Tu mujer se muere, tu niño llora, y tú no estás preparado para todo esto.
Era una hipótesis muy fantasiosa, pero a Cillian le gustaba porque enlazaba bien los pocos datos que tenía a la vista. Pensó que el hombre debía de vivir cerca de allí; si quería ver su dolor antes de que se ocultara en su casa, tendría que establecer un contacto directo. Pararle y preguntarle algo con algún pretexto para, acto seguido, tocarle la fibra y provocar que su dolor, fuera cual fuese la razón, saliera a la luz.
Cillian era consciente de que las niñas que caminaban a su lado se estaban mofando de él. No le importaba. Aceleró el paso para alcanzar al treintañero y futuro viudo. Pensó que, para provocar empatía, podía representar el papel de padre inexperto. Decirle algo como «Disculpe la molestia… pero he visto esas bolsas que lleva y… tal vez pueda ayudarme. Mi mujer no se encuentra bien, tengo que ocuparme del bebé y voy un poco perdido… ¿Cuál es la mejor leche para un niño de un mes?». Pensó que si conseguía decir eso mismo pero con menos palabras funcionaría mejor. El hombre trajeado estaba a un par de metros.
A un metro.
El hombre se paró en medio de la acera y miró perdido alrededor. Cillian pasó por delante de él y se detuvo a medio metro de distancia. El hombre estaba tan absorto en sus cosas que ni se percató de la presencia de Cillian. Aprovechó el momento.
– Disculpe.
El hombre se giró hacia él. Pero otra persona atrajo su atención. Una mujer llegaba por detrás de Cillian. Tenía aproximadamente la misma edad que el ejecutivo. Y llevaba un anillo idéntico. Toda la teoría de Cillian se vino abajo.
Lo curioso e interesante era que la mujer tenía la misma expresión que el hombre. Un dolor profundo se escondía en sus ojos. La pareja no habló. Ella examinó las compras que había hecho el marido. Sacudió la cabeza al comprobar que una marca de leche no respondía a las necesidades. Él abrió los brazos para disculparse. Entonces ella le ofreció una sonrisa llena de comprensión y le acarició dulcemente la mejilla. Se fundieron en un abrazo. Y esta vez los ojos del hombre se humedecieron.
Cillian lo vivió todo a pocos centímetros. Oyó que la mujer le decía que no se preocupara, que ella se encargaría del bebé. La pareja intercambió las bolsas. Él se hizo con una que contenía su ropa.
– Te he metido un pijama, las zapatillas y un neceser -dijo la mujer.
Él se lo agradeció, emocionado.
– Te llamo cuando sepa algo.
– Ya verás como se pone bien, cariño. Estoy segura.
– Te quiero.
– Te quiero.
Cillian reformuló entonces otra hipótesis, pero esta vez no la verbalizó en alto debido a la cercanía con la pareja: «Me he equivocado. Quien se va es alguien de tu entorno, tal vez tu padre… o tu hermano. Vas al hospital para estar con él durante la operación».
Pensó en otra estrategia de aproximación. Pero entonces la vio. Con el rabillo del ojo. Clara estaba al otro lado de un escaparate, dentro de una tienda. Caminó hacia ella como hipnotizado, perpendicularmente al flujo de peatones. Chocó con distintos transeúntes.
– ¡Perdón! -se disculpó en general, sin mirar a la cara a nadie.
Tenía la vista fija en el otro lado del escaparate. Y de pronto la mujer que le había parecido Clara resultó ser una joven que sólo tenía en común con su vecina preferida el color del pelo. Nada más.
Se percató de que le miraban. Las dos niñas, paradas a unos pocos metros de él, estaban expectantes por ver qué sería lo siguiente que haría ese tipo raro que hablaba solo y perseguía a otro peatón. Descubiertas, se marcharon muertas de risa.
Volvió a mirar a la acera. Su presa se hallaba lejos pero alcanzable. El hombre se alejaba con su bolsa. Aún estaba a tiempo de pararle, hablar con él y provocarlo para que le mostrara su dolor. Pero, volvió a sentir que debía esperar. Le embargó una sensación que podía definirse como pereza. Su juego de los fines de semana le causaba puro y simple hastío.
Permaneció allí parado y observó de nuevo a la falsa Clara. Ésa era su presa. Todo lo demás era relleno. Se sintió como un pescador que deja escapar un pez, un buen pez, porque está seguro de que encontrará otro más grande. Esa seguridad no le venía por la experiencia, sino por su sexto sentido. En ese mar, en la calle Broadway, no había una presa lo suficientemente hermosa para satisfacerle. Necesitaba surcar otro mar. Necesitaba cazar a su ballena blanca. Todo lo demás era adorno. Vivía y moría por su Moby Dick.
El capitán Achab se dirigió entonces a la estación de metro más cercana y regresó a casa.
Pasó la noche en el apartamento 8A, en el dormitorio de Clara, en su cama, en su colchón. De momento, no podía hacer más. Por costumbre, no por necesidad, cubrió su cuerpo de desodorante neutro. Pero, después de la fumigación y la limpieza, el apartamento había perdido cualquier recuerdo olfativo de su dueña, y su olor corporal pasaba desapercibido.
Fue una noche tranquila, de espera.
Por la mañana se concedió un pequeño placer, algo que siempre había deseado pero que las circunstancias de sus agónicos despertares no le habían permitido.
El chorro de agua caliente le acarició la cara. Se duchaba en el piso de Clara, y a pesar de que la presión del agua era menos intensa que en su estudio, y que la bañera era más incómoda que su ducha, la sensación fue más placentera que nunca. Sentía que, con ese ritual, completaba de alguna manera la violación de ese espacio, que penetraba en el apartamento de Clara en su profundidad.
Y la guinda fue rasurarse desnudo delante del espejo en el que Clara se veía reflejada cada mañana. Con agua excesivamente caliente, al límite de la quemadura, afeitó la piel de su cara, con atención, sin cortarse. Sacudió después la maquinilla y liberó su vello en el desagüe del lavabo de diseño.
Pensó que había tomado del 8A todo lo que ese piso podía ofrecerle. No había forma de ordeñarlo más. Ahora sólo debía conseguir lo mismo de su dueña.
A través del ordenador de los Lorenzo, buscó en la red ideas e inspiración.
Ese domingo los padres de Alessandro iban a visitar a su primogénito y a su nuera en New Jersey. Se marchaban a media mañana, para estar allí a la hora de la comida, y volvían al final de la tarde, para cenar en casa, con Alessandro. Cillian se había ofrecido para hacer compañía al chico.
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