Le separó las piernas con la rodilla.
Empezó. Un coito físico, impetuoso, rudo, salvaje.
Se movía sobre ella espasmódicamente, con virulencia, el vientre y la cara de la chica contra la cama. La pelirroja yacía debajo de él sin poder moverse, como un cuerpo inerte.
Sólo se oía su propia respiración, cada vez más entrecortada y frenética. Animal.
Después del furor inicial, Cillian, sin dejar de penetrarla, ralentizó la cadencia de las embestidas. Disminuyó la presión de sus manos sobre el cuerpo de ella. Pero no hubo reacción. La chica de cabello color cobre no se movía. Permanecía totalmente sosegada a pesar de la libertad.
La libró de cualquier presión, apoyó las dos manos en el colchón, a ambos costados de la chica. Entonces hubo un leve amago de movimiento. Giró la cabeza de lado, como si buscara una posición más cómoda para respirar.
Los labios de la chica se separaron; abrió la boca. Empezó a gemir, sutil, sensual. Y no por dolor.
Cillian se detuvo. Sorprendido. Confuso. Con sus gemidos, la pelirroja le estaba invitando a continuar, a seguir entrando en ella.
– ¡No te muevas! ¡No hables!
La chica obedeció de inmediato. Cerró los ojos y la boca y se quedó completamente inmóvil.
Cillian volvió a embestirla con violencia y rabia. Le hacía daño para ponerla a prueba. Pero la chica, obediente, cumplía su cometido. Callada y cadavérica, como a él le gustaba.
Aceleró el ritmo de los asaltos. Su rostro, tenso por el esfuerzo. Su cuerpo, cubierto de sudor.
– ¡No pienso irme de este mundo sin arrastrarte conmigo! -gritó.
Entonces se paró. Apoyó despacio el vientre sobre su espalda. Descansó la cabeza sobre su melena roja. Jadeaba.
– ¿Ya?
Lo que le molestó no fue lo que implicaba la pregunta sino el sonido de la voz. Esa voz había roto definitivamente la magia. Esa voz, ronca y vulgar, más joven y aguda, no era la de Clara. Ni de broma. Ese sonido monosilábico había echado a perder en un instante un minucioso trabajo y las normas del juego.
Se quitó de encima de ella y se tumbó boca arriba sobre el colchón, mirando el techo. Molesto.
A su lado, la chica le miró con una sonrisa.
– ¿Ya me la puedo quitar? -preguntó señalándose la cabeza.
No hubo respuesta. La joven se levantó, se quitó la peluca pelirroja, la dejó en el colchón y se fue hacia el pasillo.
Era una mujer más delgada que Clara. Los pechos, firmes y perfectamente simétricos, estaban sin duda operados, pero su tamaño discreto los hacía apetecibles. Probablemente también las nalgas habían pasado por el quirófano. Los glúteos, como dibujados con compás, se acercaban mucho a la perfección soñada por el imaginario colectivo masculino. Si allí no había habido cirugía, desde luego la naturaleza había sido muy generosa con esa mujer y, considerando su profesión, oportuna. Cillian pensó que tenía mejor cuerpo que Clara. Pero en la cara no le ganaba.
La chica, de veinticinco años como mucho, tenía el pelo negro y largo, pero se lo había recogido en un moño para poder ajustarse la peluca. Los ojos eran azul claro. Bonitos. Un contorno de lápiz negro acentuaba más su claridad. La boca, pequeña, con labios poco carnosos y cubiertos por un pintalabios violeta, no tenía ningún defecto pero no era atractiva. Al menos a los ojos de Cillian. Pero era la nariz, larga y sutil, el elemento que profería a ese rostro un aire vulgar que daba muchas pistas sobre su trabajo.
La chica desapareció en el baño, con su bolso.
Cillian era un cliente habitual, pero no asiduo. Se conocían desde hacía unos tres años. El portero solía llamarla cuando necesitaba descargar. De todas formas, desde que trabajaba en el edificio del Upper East se veían más a menudo. Su relación se limitaba a lo estrictamente profesional. Ella acudía al estudio de Cillian con la vestimenta apropiada para que los vecinos no se quejaran, Cillian le pagaba por adelantado, ella ofrecía sus servicios y se marchaba tal como había llegado. Desde que Cillian trabajaba de portero allí, la veía por lo menos una vez a la semana.
Era la primera vez que Cillian le pedía algo especial. Él mismo había fijado las extravagantes reglas de aquel juego de roles. La chica no se había sorprendido en absoluto ante esa petición. Le había escuchado con atención y después había aclarado simplemente que el condón era imprescindible y que, en caso de que las cosas fueran por un camino que no le gustaba, gritaría «Stop» y Cillian debería detenerse de inmediato. «¿Estamos?», había preguntado ella. «Estamos», había contestado el portero. Pero la curiosidad pudo con él. «¿Mucha gente te pide que hagas estas cosas?» «¿Que me ponga ropa que no es mía, una peluca roja, y me quede quieta mientras se me cepillan?», dijo la joven. «Sí, mucha.» Y estalló en una carcajada vulgar.
Aquel peculiar juego sexual le había costado el doble de la tarifa normal. Un gasto asequible.
La chica solía ser muy habladora. Posiblemente para estrechar el vínculo con el cliente, siempre le contaba anécdotas de su vida antes de dedicarse a la prostitución. Cillian estaba casi seguro de que se las inventaba como parte de su trabajo de seducción. Pero no le molestaba. Así el coito resultaba menos frío.
Por eso le extrañó que no le hubiera hecho ninguna pregunta sobre las razones de ese juego de rol, sobre la peluca, sobre el apartamento 8A. Por primera vez tomó conciencia de que esa joven de nariz vulgar era una verdadera profesional no sólo en la cama sino en el trato con el cliente. Cillian valoró mucho su discreción y su capacidad para adaptarse a lo que el cliente le pedía. Pensó que debía tratarla bien y no perderla.
Por otro lado, la naturalidad con que había aceptado su petición le reveló que, evidentemente, él no era el único que tenía fantasías peculiares y extravagantes. Y su mente fue más allá. Siempre se había considerado un caso aparte, pero en ese momento, pensó que en el mundo tal vez había más gente como él. Consideró la hipótesis de que cada mañana, en distintos lugares del mundo, de su ciudad, de su barrio, se desarrollaban distintas ruletas rusas. Y le pareció que tenía sentido. Le habría gustado, por mera curiosidad, conocer a alguien cuyo futuro tuviera fecha de caducidad a corto plazo, como el suyo.
– ¡La falda no se ha roto! -gritó la chica desde el baño-. ¿Me la puedo llevar?
– Si no te la llevas, la tiro… así que tú misma.
La chica salió del baño vestida con su propia ropa. El pelo suelto sobre los hombros. El maquillaje retocado.
– Pues muchas gracias… intentaré hacerte un descuento la próxima vez.
– Te necesito mañana, lo de siempre. Después de comer.
– ¿Qué te parece a las dos?
Cillian asintió. La chica examinó su BlackBerry.
– A las dos, ningún problema… ¿Media hora?
Cillian asintió de nuevo. La chica señaló la peluca pelirroja.
– Supongo que mañana no habrá servicios extra.
Esta vez Cillian negó con la cabeza.
La prostituta recogió su bolso, su abrigo y echó un vistazo alrededor por si se dejaba algo.
– Tengo un servicio en el Upper West dentro de quince minutos. ¿Mejor taxi o metro?
Cillian miró su reloj.
– Taxi, por el parque.
La mirada de la chica se posó en las bolsas de la lavandería llenas de ropa limpia y planchada, el mueble aún cubierto por el plástico, el colchón sin funda.
– Si no quieres, no contestes pero… ¿qué ha ocurrido aquí?
Cillian no contestó. La chica lo aceptó y no pareció molesta.
– Nos vemos mañana.
Un sonido metálico, proveniente del salón, la hizo dar un respingo. Cillian se levantó de inmediato y abandonó desnudo el dormitorio bajo la mirada intrigada de la prostituta.
Читать дальше