Juan Millas - Dos Mujeres En Praga

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Esta obra obtuvo por unanimidad el Premio Primavera 2002, convocado por Espasa Calpe y Ámbito Cultural, y concedido por el siguiente Jurado: Ana María Matute, Ángel Basanta, Antonio Soler, Ramón Pernas v Rafael González Cortés.
Luz Acaso es una solitaria y misteriosa mujer de mediana edad que decide acudir a un taller literario para que un profesional escriba la historia de su vida. Una novela de intriga apasionada que nos invita a contener la respiración y a vislumbrar los territorios ocultos, y casi siempre negados de la existencia.
Lo mejor del libro es la habilidad retorica de Millas para justificar la equidistancia entre ficcion y realidad, las coincidencias inverosimiles, los solapamientos de los personajes […] Hay una constante duda en los personajes que es la metafora de una duda mas profunda: que punto de ficcion tiene lo real. La duda se resuelve con la novela misma: todo es, en definitiva, literatura.
Joaquin Fortanet, `Lateral`. Mayo 2002.

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Y en ese mismo instante se detuvo un taxi frente a su portal y vio descender de él a una mujer de negro que sin duda era el fantasma que él mismo había reclamado por teléfono unos minutos antes: era su madre muerta, porque Alvaro tenía dos madres como más adelante se verá.

La madre muerta llegó al piso en cuestión de segundos. Era una viuda madura, efectivamente, de unos cuarenta y dos o cuarenta y tres años, que se quitó el abrigo negro en el salón, colocándolo con mucho cuidado sobre el respaldo de una silla.

– Estás bien instalado -dijo echando un vistazo a su alrededor.

– Gracias -respondió él.

La viuda madura llevaba debajo del abrigo negro un jersey negro y una falda negra y unas medias negras, y todo el conjunto estaba un poco desgastado, como el uniforme de un funcionario subalterno.

– ¿Y bien -preguntó ella-, qué clase de número te gusta?

– Me gustaría que te ducharas -dijo él.

– ¿Quieres que nos duchemos juntos?

– No, quiero que te duches tú sola, mientras yo te miro. -¿No serás un psicópata, muchacho? -No -dijo él enrojeciendo. -¿Entonces por qué quieres que me duche yo

sola mientras tú me miras?

– Porque de pequeño me escondía en un cesto de mimbre para la ropa sucia que había en el cuarto de baño de casa y veía a mi madre ducharse.

– ¿La veías ducharse mientras olías sus bragas sucias?

– A veces, sí.

– Pobre niño huérfano -dijo la viuda madura atrayendo a Alvaro hacia sí. -Vamos al cuarto de baño -dijo él. -De acuerdo, cariño, pero antes deja el dinero

en esta mesa, pisado por este jarrón. No me lo voy a guardar hasta que no acabemos, pero me gusta verlo.

Alvaro no discutió el precio. Siempre tenía dinero en metálico en un armario de su dormitorio y a veces lo contaba. No era un avaro ni nada parecido, pero le gustaba tocar los billetes, y contarlos, por razones que ni él mismo alcanzaba a comprender. Cogió, pues, los billetes del armario y los colocó sobre la mesa, pisados por el jarrón.

– Me llamo Marisol, por cierto -dijo ella.

– Como mi madre -señaló él con sorpresa.

– Me alegro.

Se dirigieron al cuarto de baño y la viuda madura comenzó a desnudarse con movimientos provocadores que molestaron a Alvaro. -No te desnudes así -dijo-. Haz como si yo no estuviera, como te desnudas cuando estás sola. -Qué caprichoso es el huérfano este -protestó ella de manera retórica.

La ropa interior de la viuda madura era, sorpresivamente, roja, lo que desagradó a Alvaro, aunque esta vez no dijo nada.

– Ahora métete en la ducha y deja las cortinas abiertas.

– ¿La bañera de tu casa no tenía cortinas?

– No.

La mujer abrió el grifo antes de meterse en la bañera, para calcular con la mano la temperatura del agua, y sin darse cuenta llevó a cabo el primer gesto no retórico, lo que satisfizo plenamente a Alvaro. Después, como si con ese gesto ella misma hubiera recuperado el gusto por la cotidianeidad, comenzó a ducharse igual que si estuviera sola, canturreando incluso una canción. De vez en cuando miraba hacia el rincón en el que permanecía Alvaro, pero parecía no verle.

– Mójate también el pelo -dijo él.

– ¿Tienes secador, cariño?

– Sí, no te preocupes.

Mientras Alvaro la observaba se excitó con la fantasía de que la viuda madura fuera el verdadero fantasma de su madre muerta, pero la excitación cedió cuando la mujer cerró la ducha y recogió la ropa interior de color rojo. El fantasma de su madre jamás se habría vestido así. Entonces volvió la realidad en el modo en que se muestra habitualmente. Los ruidos no procedían de ninguna dimensión paralela y la voz de Alvaro comenzó a salir del interior de su propio cuerpo, como era habitual. Eso, en cierto modo, facilitó las cosas, pues comprendió que resultaba más fácil entenderse con una puta que con un fantasma.

– Sécate la cabeza si quieres -dijo-, estaré en el salón.

Mientras escuchaba el zumbido del secador y reflexionaba sobre el cuidado con el que la mujer había depositado su abrigo negro -su uniforme- sobre el respaldo de la silla, se arrepintió de haberla llamado y supo que no habría penitencia capaz de perdonarle aquel pecado, así me lo diría, en esos términos tan curiosamente cristianos en un joven escritor descreído.

La viuda madura comprendió que su trabajo había terminado, pero se sentó a su lado, en ropa interior, y encendió un cigarrillo, como con miedo a no haberse ganado el sueldo.

– No eres viuda, ¿verdad? -dijo él.

– Como si lo fuera.

– No te preocupes, tampoco yo soy huérfano.

– Pues es un alivio. ¿A qué te dedicas?

– Soy escritor -dijo Alvaro, e inexplicablemente se le saltaron las lágrimas como a Luz Acaso cuando le había dicho que era viuda. -Conozco a otro escritor que se echa a llorar por nada también. Sois unos flojos.

– No es que seamos flojos -respondió él reprimiendo el llanto-, es que la vida nos debe algo que no nos da.

– Para problemas, los míos, cariño. Tengo una hija mayor en Francia que no sabe a lo que me dedico. -¿Y qué hace en Francia?

– Estudia Farmacia. Si estuviera en España, tarde

o temprano averiguaría a qué se dedica su madre. La he tenido desde pequeña en internados, gastándome una fortuna. Así que no llores porque la vida te debe no sé qué.

– ¿Y a qué cree tu hija que te dedicas?

– Cree que vendo joyas, ya ves tú. Si yo fuera escritora, escribiría de cosas reales, como la de tener en Francia una hija convencida de que su madre vende joyas. He tenido que aprenderme las diferencias entre los rubíes y los diamantes. ¿Las conoces?

– No -dijo Alvaro.

Entonces la viuda madura le dio una verdadera lección de minerales cristalizados y piedras preciosas mientras dejaba escapar volutas de humo en dirección al techo. En algún momento, para referirse al rubí, utilizó la palabra carbunclo, o carbúnculo, con cuya pronunciación parecía disfrutar como si moviera un dulce dentro de la boca.

– Se dice de las dos formas -añadió-, carbunclo y carbúnculo, pero a mí me gusta más carbunclo.

– Parece una enfermedad -dijo él.

– Pues no es una enfermedad, ya ves tú. No me amargues la noche.

La viuda madura apagó el cigarro, recogió el dinero, pidió ella misma un taxi por teléfono, y mientras se ponía la falda negra y el jersey negro continuó dándole lecciones básicas de joyería. Alvaro me diría luego que había envidiado la honradez con la que se había documentado aquella mujer para engañar a su

hija. Él jamás se habría documentado de ese modo para hacer más verosímil una novela, por lo que se preguntó quién era más puta de los dos, si la viuda madura o él.

Cuando se quedó solo, regresó el miedo al fantasma, por lo que se quedó a dormir en el sofá y cogió un poco de frío.

l día siguiente, Luz Acaso llegó a Talleres Literarios a las doce menos diez y se quedó dentro del coche, escuchando la radio, para hacer tiempo hasta las doce. El programa de la radio trataba sobre la adopción y me habían invitado para que contara algún caso. Hablé de madres que entregaron a sus hijos en adopción al nacer y que después de muchos años decidieron buscarlos para verles el rostro. También conté historias de hombres y mujeres que averiguaron casualmente que eran adoptados y que ahora buscaban a su verdadera madre para conocer su rostro. Insistí en esa curiosa necesidad de conocer el rostro de la madre o del hijo perdidos, como si el rostro contuviera una escritura portadora de un mensaje esencial.

Pasaron unos minutos durante los que no sucedió nada dentro de la cabeza de Luz Acaso. Al volver en sí, se dio cuenta de que había empañado los cristales del coche con su respiración, que se había convertido en una suerte de jadeo. Entonces miró el reloj, bajó del coche, cogió el abrigo del asiento de atrás y se dirigió a la puerta de Talleres Literarios.

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