Conducía al ritmo del llanto. Con tirones y frenazos a los que la tuerta permanecía indiferente.
– ¿Y por qué llevabas dos meses sin hablar con nadie?
– Estoy de baja médica por depresión. Soy funcionaría y he decidido no volver a la oficina nunca, nunca, pero para no volver tengo que deprimirme más. El médico nota cuando te pones bien, así que he estado dos meses haciendo ejercicios de depresión para continuar de baja. Pero dos meses sin hablar con nadie es demasiado. Enloquecedor. Entonces vi el anuncio de las biografías, llamé a Talleres Literarios y pedí hora.
Mientras hablaba, había conducido de forma circular, por lo que se encontraban casi en el punto de partida. Daba vueltas con la conversación y con el coche. Se había nublado y sobre el parabrisas caían gotas de un agua espesa que la varilla limpiadora apartaba con un gemido hacia los lados. Esa noche había nevado sin generosidad, como nieva en Madrid. Todavía quedaban restos de una materia blancuzca en algunas esquinas.
– ¿Así que Alvaro Abril es famoso? -preguntó volviéndose a la tuerta.
– Conocido, sobre todo en los ambientes literarios. Tiene cierta fama de maldito y todo el mundo espera su segunda novela. Pero ya no podrá ser mi profesor. Peor para él.
– ¿Y tú qué cosas escribes? -Reportajes, o novelas, depende. Ahora estoy preparando una cosa sobre el lumbago. -Yo tengo lumbago -dijo Luz Acaso.
– Pues me vendría bien hablar contigo. ¿Tienes prisa? -¿Prisa para qué? Ya te digo que llevo dos meses sin hablar con nadie.
De repente el limpiaparabrisas dejó de chirriar sobre el cristal instalándose dentro del automóvil, entre las dos mujeres, una paz palpable, casi una oleada de dicha.
Luz Acaso vivía en María Moliner, una calle estrecha, de casas antiguas, sin ascensor, que habían sobrevivido a la especulación inmobiliaria, situada detrás del Auditorio de Príncipe de Vergara. Subió por las escaleras con la tuerta detrás, para hablar del lumbago, e introdujo la llave en la cerradura con torpeza, por culpa de la excitación. Cuando logró acertar, abrió y pasó delante, guiando a su invitada.
Aun siendo oscura, la casa resplandecía con un fulgor misterioso, semejante al que producen las luciérnagas en las médulas de la noche. Tenía un breve pasillo con la puerta de la cocina a un lado y la del cuarto de baño al otro, y un pequeño salón por el que se accedía a dos habitaciones cuyas puertas, una al lado de la otra, permanecían cerradas. Desde la ventana de ese salón, a través de los visillos, se veían las casas de enfrente, casi al alcance de la mano, con balcones diminutos a los que no se asomaba nadie. Cuando las dos mujeres entraron, se puso a nevar con alguna intensidad y la realidad adquirió un cierto aire de maqueta. Entonces Luz preguntó a la tuerta cómo se llamaba y ella dijo que María José.
– María José -repitió Luz, como si tuviera problemas de memoria-. Yo me llamo Luz.
¿Luz?
– Sí, Luz Acaso.
María José sonrió con el lado izquierdo de la boca y cuando Luz le propuso comer algo, pues eran las dos y media, dijo que sí con el mismo lado. A veces, no siempre, hablaba y reía con medio lado nada más. Y apenas utilizaba el brazo derecho. Debajo de la chaqueta de cuero negra llevaba una camiseta muy ceñida y unos vaqueros. Prepararon una ensalada abundante y un plato de embutidos y se sentaron a la mesa de la cocina para hablar del lumbago. La cocina daba a un patio interior cuya opacidad penetraba en la pieza a través de una puerta de cristal por la que se accedía al tendedero. Pero se trataba también de una opacidad resplandeciente, protectora.
– No saldría nunca de esta cocina -dijo María José-, es como si estuviéramos en Praga.
– ¿En Praga?
– Sí. No conozco Praga, pero me la imagino con calles estrechas y patios interiores. Me gustan las calles que parecen pasillos. -¿Por qué quieres escribir sobre el lumbago?
– Porque escuché la palabra en el autobús y se me quedó dentro de la cabeza, dando vueltas como una mosca dentro de una botella. Hay palabras que entran y luego no encuentran la salida. No sabía qué podía ser el lumbago, pero me gustó tanto su sonido, lumbago, lumbago, que en ese mismo instante decidí escribir un reportaje, o quizá un libro, sobre él. Desde que acabé el instituto me he dedicado a hacer cursillos de esto o de lo otro, para dar la sensación de que me encontraba ocupada, pero necesitaba ya entregarme a algo, aunque fuera al lumbago. Una mañana te levantas y te das cuenta de que ya es tarde para todo.
– Es verdad, te levantas y es tarde para todo -repitió Luz sirviendo un poco de agua.
– Mis padres no hacían más que presionarme para que decidiera de una vez qué quería hacer y entonces les dije que quería ser escritora. Curiosamente, el mismo día que escuché la palabra lumbago en el autobús, encontré en el buzón publicidad de una clínica de quiromasaje especializada en este mal. Y esa noche, en la televisión, dijeron que la Audiencia había suspendido un juicio porque el inculpado principal padecía un ataque de lumbago. A veces pienso una cosa y empiezan a sucederse manifestaciones de esa cosa. Me ocurre a menudo, pero no puedo demostrarlo.
– Te entiendo -dijo Luz. -El lumbago comenzó a rodearme en cierto modo. Averigüé en qué consistía y resultó tratarse de un
dolor difuso situado aquí, entre el final de las costillas y el principio de la cresta ilíaca, fíjate, como si fuera posible tener dentro del cuerpo una cosa llamada cresta ilíaca. Me di cuenta entonces de que había dado sin querer con un asunto fantástico, porque lo específico del lumbago, además, es que no ataca a ningún órgano en concreto, sino a una zona imprecisa llamada «región lumbar». Región lumbar: suena, si te fijas, como el nombre de una geografía mítica. Pero es que además sólo se manifestaba al doler. Una región desconocida, en fin, en la que sopla el dolor en lugar de soplar el viento… Por la noche, en la cama, pensé que ese empeño mío en escribir sobre cosas que ignoraba podría significar también que quería escribir con la parte de mí que no sabía hacerlo. Con la que sabía escribir ya había visto hasta dónde podía llegar, pues en los últimos tiempos, entre un cursillo de contabilidad y otro de ciencias sociales, había escrito una novela corta que envié a todos los concursos literarios existentes y en todos quedé bien situada, aunque no gané ninguno. Ideé el siguiente plan: me taparía el ojo derecho con un parche e inmovilizaría la pierna y el brazo de ese lado forzándome a hacerlo todo con la mano izquierda.
– ¿Entonces no eres tuerta?
– Por supuesto que no, pero pensé que había vivido apoyándome demasiado en el lado derecho, reproduciendo lugares comunes, tópicos, estereotipos, cosas sin interés. Se trataba, por decirlo así, de escribir un texto zurdo, pensado de arriba abajo con el lado de mi cuerpo que permanece sin colonizar. Un texto cuya originalidad, si no otras cosas, estaría garantizada. Algunos pintores hacen esto para no amanerarse. Empiezan a pintar con la izquierda cuando resultan demasiado previsibles con la derecha.
– Yo soy zurda -dijo Luz.
– ¿Y por qué comes con la derecha?
– Soy una zurda contrariada. Sólo utilizo la izquierda cuando estoy sola.
– Me fascináis los zurdos, de verdad, porque tenéis que aprender a vivir en un mundo hecho por diestros, en un mundo al revés en cierto modo. Vuestra vida es una obra de arte, sobre todo si pensamos que desde que os levantáis hasta que os acostáis no hacéis otra cosa que enfrentaros a la norma, al patrón, al canon.
– No había pensado en eso.
– Los interruptores de la luz, las manillas de las puertas, los cajones de las mesas, los grifos de los lavabos…, todo está colocado allá donde la mano derecha llega con facilidad. La izquierda tiene que hacer recorridos agotadores para obtener los mismos resultados. Cada uno de los movimientos de un zurdo constituye una pincelada de una obra de arte. Los zurdos dibujáis las palabras, por ejemplo, en lugar de escribirlas.
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