Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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Mira por dónde, los archivos de Zisis están mejor documentados que los expedientes de la antiterrorista, pienso. Lástima que a nadie se le pasara por la cabeza integrar en los cuerpos de seguridad la maquinaria clandestina del partido comunista. Ahora seríamos infalibles.

No nos queda nada por decir. Me pongo de pie. Stellas se despide de nosotros y es el primero en salir del despacho. Yo me detengo en el umbral y me vuelvo hacia Guikas.

– He de pedirle un favor. Que el ordenamiento de su oficina espere hasta que terminemos con este caso. Después Kula será toda suya.

Clava en mí sus ojos de ciervo herido.

– Tu período de baja te ha cambiado -se lamenta-. Eres distinto, no tienes compasión.

No sé por qué, me gusta que me lo diga.

Capítulo 48

Me complace sobremanera ver a un periodista asestarse palmadas en la frente. Sotirópulos lo está haciendo para castigarse por su estupidez.

– ¡Cómo no se me ocurrió! -aúlla-. ¡Cómo no se me ocurrió! ¡Con las gilipolleces que cuento cada noche por la tele, me he vuelto gilipollas yo también!

– ¿Conocías ese grupo?

– ¡Por favor! Nosotros conocíamos los grupos, los grupitos y los grupúsculos. Podíamos recitar sus nombres de carrerilla, como el himno nacional.

– ¿Y sabías que Favieros, Stefanakos y Vakirtzís eran miembros del comando Che Guevara?

– Bueno, nadie sabía nada a ciencia cierta. Pero proliferaban los rumores. Ya sabes, fulano pertenece a tal grupo, mengana a tal otro, fulanito y menganito se desmarcaron de esta organización y pasaron a esa otra… Los propios implicados nunca abrían la boca, y nadie les hacía preguntas. Las cosas siempre se sabían por el entorno. Unas eran ciertas, y otras, cuentos chinos.

Le doy el resto de los nombres y él medita por un instante.

– El nombre de Dimu me suena -responde-. Los otros dos no me dicen nada. Claro que todo depende de las compañías de cada uno. Como había que guardar los secretos, no era raro que uno conociese a los miembros de un grupo más cercanos a su círculo y no hubiese oído hablar de otros, más lejanos.

– ¿Sabes cuándo murió Yannelis?

– No sabría decirte la fecha exacta, pero hará unos diez años.

– ¿Cómo murió?

Adopta una expresión grave antes de contestar:

– No te inquietes -me previene-. Se suicidó.

Se confirman los temores que me asaltaron cuando me enteré de que Yannelis había muerto. Ya sospechaba que el pasado encerraba un secreto común que lo explicaba todo. La pregunta es: ¿tiene algo que ver este secreto con el suicidio de Zanos Yannelis?

Sotirópulos, como si me hubiese leído el pensamiento, añade:

– En todo caso, Yannelis no se quitó la vida en público. Se ahorcó, colgándose del gancho de la araña de su casa. Estuvo tres días colgado, hasta que el hedor obligó a los vecinos a avisar a la policía. Entonces forzaron la puerta y lo encontraron ahorcado.

De acuerdo, pero esto no invalida mi suposición inicial. Puede que todo empezara con el suicidio privado de Yannelis, y que después cambiaran las reglas del juego y los demás se viesen obligados a matarse en público. La explicación no carece de fundamento, si pensamos que los tres eran personalidades de la vida pública, mientras que a Yannelis apenas lo conocía un puñado de militantes antifascistas.

– ¿Sabes si Yannelis tenía hijos?

– Ni idea. -Calla por momento antes de levantar la vista hacia mí-: ¿Qué me autorizas a airear por la tele de todo esto?

No le prohíbo tocar el tema; al contrario, me lo planteo en serio. ¿Qué ventajas supondría para mí que él hiciera públicas algunas de estas informaciones? ¿Obtendría con ello alguna pista que relacione los suicidios recientes con la muerte de Yannelis? Si Logarás comprende que considero que el suicidio de Yannelis es el punto de partida de las otras muertes, quizá se vea impulsado a reaccionar: tal vez me revele nuevos datos o empiece a rivalizar conmigo, hasta que cometa algún error.

– Puedes hablar del comando Che Guevara y especular sobre una posible relación entre el suicidio de Yannelis y las muertes más recientes.

Su rostro se ilumina.

– ¡Por fin, un principio! ¡Me voy! -exclama y sale entusiasmado de mi despacho.

No comparto su entusiasmo aunque tampoco descarto que la artimaña surta efecto. Mando llamar a mis tres ayudantes para preguntarles cómo van sus investigaciones. Constato que la bronca indirecta de ayer ha surtido efecto, pues los dos hombres empiezan a mostrar un comportamiento caballeresco. Abren la puerta para dejar que Kula entre primero. Luego se sientan frente a mí y esperan mis órdenes.

– ¿Alguna novedad?

– Nada sobre la camiseta con el Che -empieza a informar Vlasópulos-. Es del montón, pero no importa. Dentro de un par de días sabremos quién la fabricó.

Decido dejar a Kula para el final, porque soy masoquista y quiero prolongar mi agonía.

– ¿Qué has averiguado acerca de los nombres que te di? -le pregunto a Dermitzakis.

– Sobre Stelios Dimu, nada todavía. Anestis Telópulos fue a estudiar al extranjero después de la dictadura y acabó afincándose en Canadá, donde actualmente trabaja como profesor en la universidad. Me lo contó su madre, que vive en Esparta. Vasos Zikas murió hace dos años.

– ¿Cómo murió?

Se percatan de mi agonía y me miran extrañados. Kula es la única que no se sorprende, porque sabe a qué se debe mi inquietud.

– Tuvo un infarto mientras conducía -responde Dermitzakis.

– Bien. Intenta indagar qué ha sido de Dimu. -Ahora me vuelvo hacia Kula.

Sostiene una agenda en las manos, y la abre.

– El padre de Koralía Yanneli se llamaba Azanasios. Su madre, Vasilikí.

¿Otra coincidencia? No me parece muy probable.

– ¿Los demás datos?

– Nació en 1955 en Bogotá, Colombia. Azanasios Yannelis vivió en Colombia entre 1953 y 1965, año en que se trasladó a la ciudad de La Paz, en Bolivia. Regresó a Grecia en 1967.

Ya está, pienso. No cabe duda de que Koralía Yanneli es hija de Zanos Yannelis.

– También hay un hijo -prosigue Kula-. Kimonas Yannelis, nacido en 1958, también en Bogotá. Se marchó de Grecia en 1978 y ya nunca volvió. No se conoce su paradero actual.

– ¿Y la madre?

– Vasilikí Yanneli, de apellido de soltera Papayannidi, nacida en Nigrita de Serres en 1935. Murió en 1970.

– Entérate de si existe alguna biografía de Yannelis o cualquier otro libro sobre su vida. -Me dirijo a Vlasópulos-: Quiero que localices sin falta al fabricante de la camiseta. Y quiero saber qué ha sido de Stelios Dimu -añado con la vista puesta en Dermitzakis.

En cuanto me quedo a solas, telefoneo a Guikas para informarle de que ya está confirmado, más allá de toda duda, que Koralía Yanneli es hija de Zanos Yannelis y que existe un hermano en paradero desconocido.

Él me formula la pregunta de rigor:

– ¿Qué piensas hacer? -El tono de su voz delata su satisfacción.

– Primero hablaré con Koralía Yanneli. Después ya veremos.

Guikas se muestra de acuerdo. Menos de diez minutos después estoy en el garaje de jefatura. En vez de subir por la avenida de Alexandra, avanzo por la calle de Alfiós hasta Panormu y doblo por la avenida de Kifisiás al llegar a los semáforos de la Cruz Roja, para evitar el tramo de tráfico más denso. Por suerte, estamos casi en julio, han terminado los exámenes y la selectividad, y los vehículos circulan a un ritmo tolerable. Un cuarto de hora más tarde estoy aparcando frente al número 54 de la calle Eguialías.

Capítulo 49

Yanneli me hace esperar, pretextando una importante reunión de trabajo, y se queja de mi aparición sin aviso previo. Llevo más de media hora en la antesala, como paciente que necesita ver al médico o como votante que desea hablar con el diputado de su circunscripción. Me siento incómodo y me solidarizo con la secretaria de Yanneli, que también se siente incómoda delante de un poli que vigila todos sus movimientos. Podría marcharme y citar a Yanneli en jefatura, pero mi táctica poco agresiva ha rendido fruto hasta el momento, y no quisiera cambiarla ahora, cuando se abre un resquicio de esperanza.

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