Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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Capítulo 50

No soy supersticioso, pero aquí pasa algo. Cada vez que invitamos a Fanis a casa formalmente, yo sufro un ataque de ansiedad. En la primera ocasión, acababan de suspenderme de empleo y sueldo, y la cena casi pareció un velatorio. Hoy que vienen a cenar sus padres, no soy capaz de apartar la mente de los suicidios. Me preocupa mostrarme distraído durante la visita y que los demás crean que me aburro y tengo ganas de que se vayan. Es lo que estuvo a punto de ocurrir con la primera visita de Fanis, y el malentendido habría durado toda la vida si yo no hubiese confesado el problema que me mantenía en tensión. Pero nadie duda que la suspensión de empleo y sueldo constituye un tema de importancia vital. ¿Cómo explicar que los suicidios de tres peces gordos que no conocía de nada también revistan para mí una importancia vital? Sólo cabría esperar cierta comprensión por parte de Fanis y de mi hija. Adrianí sería la primera en crucificarme.

La arriba mencionada Adrianí se ha pasado la mañana entre el supermercado, la carnicería, la verdulería y las papelerías. Lleva toda la tarde encerrada en la cocina. En este preciso momento está delante de una fila de diez tomates destripados como huchas desvalijadas y de cinco o seis pimientos decapitados, disponiéndose a rellenarlos. Es el primer plato, tomates rellenos en versión original. Es decir, nada de «huérfanos» sin cebolla, como los que cocinaba para mí cuando estaba de baja, para facilitarme la digestión. El segundo es un plato que no prepara a menudo y le causa un gran desasosiego: ternera a la jardinera. Un solomillo de ternera con verduras al horno, envuelto en papel parafinado. Pasó la tarde de ayer buscando el papel parafinado, que ahora ya nadie quiere, porque nos recuerda la época de la miseria nacional. Todos le aconsejaban que comprara papel de aluminio, que sirve para lo mismo. Finalmente, encontró lo que buscaba en una papelería mayorista.

Katerina no está de acuerdo con todo esto. Ella opina que no había por qué invitarlos a cenar, que bastaría con ofrecerles café y pastas por la tarde. La discusión quedó zanjada en menos de cinco minutos con el veto de Adrianí.

– A mí me enseñaron las cosas de otra manera, hija mía -le explicó-. En mi familia, los padres de la novia tenían que invitar a comer a los padres del novio.

– ¡Mamá, Fanis y yo no estamos prometidos! ¡Compréndelo de una vez!

– Pregúntale a tu padre -insistió Adrianí, imperturbable-. Pregúntale si sus padres aceptarían que la novia no los invitara a comer.

Katerina no me lo preguntó. Quiso salir a dar un paseo para tener la fiesta en paz, pero Adrianí no se lo permitió.

– ¿Por qué no me echas una mano? Así no tendré que hacerlo todo sola.

Y ahora estos dos focos potenciales de incendio se apretujan en una cocina que sólo mide dos metros por tres. Adrianí se afana en terminarlo todo a tiempo y descarga su inseguridad contra Katerina, que no es, hay que reconocerlo, un genio de la cocina. Katerina, a su vez, está a punto de mandarlo todo al cuerno para invitar a los padres de Fanis a un helado en Lentzos, pero aprieta los dientes y se aguanta para no mostrarse desagradecida.

Yo opto por hacer honor al proverbio que dice que tres son multitud y salgo a dar el paseo que le ha sido negado a Katerina, para evitar encontrarme atrapado entre fuego cruzado y verme obligado a ejercer de mediador. Si, en cambio, la conflagración se produjera durante mi ausencia, ninguna de las dos me lo comentaría, para no disgustarme.

Mi primera intención es ir a la plaza de San Lázaro pero desecho la idea enseguida, porque, siendo una tarde de sábado, la cafetería estará atestada de gente, y la plaza llena de niños. Con esta prevención, cambio de rumbo y me dirijo al consabido parque y el banco de siempre. A esta hora, la gente está en la playa, o durmiendo la siesta, o tomando un helado o un café.

Se demuestra que no iba yo errado, porque el único ser animado con el que me topo es el gato. Ha bajado de su puesto habitual y descansa encima del banco, allí donde da el sol. Oye mis pasos, entreabre los ojos, comprueba que se trata del comisario Costas Jaritos y los cierra de nuevo, impávido.

El parque está tranquilo. No hay ni un alma excepto el gato y yo, y es el lugar ideal para sentarse a reflexionar, suponiendo que consiga pensar en algo. No lo consigo. He entrado en la fase de reciclaje, pero el producto reciclado aún no ha salido. Con la ayuda de Logarás -por no decir «orientación», término humillante para mí-, he llegado hasta el suicidio de Yannelis. Comprendo las protestas de su hija y admito la existencia de diferencias fundamentales entre su muerte y las otras, diferencias que no se limitan al carácter público de ésta y el privado de aquéllas sino que van más allá: Yannelis no poseía una fortuna ni empresas en Grecia y los Balcanes. Subsistía con la parca pensión de luchador antifascista. Es posible que sus hijos le ayudaran económicamente pero, a juzgar por la imagen de revolucionario orgulloso que me ha pintado Yanneli, dudo que fuera así.

Soy consciente de todos los argumentos en contra, pero mi intuición me dice que, a pesar de todo, hay un hilo conductor que parte del suicidio de Yannelis y llega hasta la muerte de Vakirtzís. No sé dónde está ese hilo conductor y sólo hay dos maneras de encontrarlo: o Logarás me lleva de la mano, como ha hecho hasta el momento, o localizo a otro miembro del comando que me lo indique. No creo que el departamento esté dispuesto a sufragarme un viaje a Canadá para entrevistarme con Telópulos, y, entre nosotros, tampoco me apetece la idea.

El sol se oculta y el gato despierta. Se despereza, se sienta y abre mucho Ja boca en un bostezo. Después vuelve la mirada hacia mí y emite un breve maullido. Es la primera vez que me habla después de tantos meses de relación; me planteo cómo debo reaccionar pero mi cavilación se revela innecesaria. El gato descubre de nuevo el sol, que se ha deslizado al extremo del banco, se enrosca sobre la mancha luminosa y vuelve a cerrar los párpados.

Me levanto yo también para ir a casa, con la esperanza de que los preparativos de la cena hayan concluido y la tensión haya remitido. Y así es: la casa está tranquila y Katerina está poniendo la mesa.

– ¿Está lista la cena? -pregunto.

– Ya lo ves. Ahora estamos preparando la mesa. -Termina de colocar los vasos y se lleva la bandeja vacía a la cocina, para cargarla con los cubiertos-. ¿Sabes en qué nos equivocamos Fanis y yo? -pregunta desde la puerta.

– ¿En qué?

– Debimos llevaros a todos a una taberna.

– Ya es un poco tarde.

– Lo sé. La culpa la tiene Salónica, que me ha hecho olvidar las manías de mamá.

Los candidatos a consuegros y el candidato a yerno, como diría el diputado Andreadis, llegan a las ocho y media en punto. Un matrimonio, Pródromos y Sevastí Uzunidi, de más o menos la misma estatura -mediana- y más o menos la misma corpulencia -apreciable- esperan entre un médico nervioso y una aspirante a juez no menos nerviosa a oír nuestro «bienvenidos» para responder con su «bienhallados», antes de corear el tetrafónico «por fin nos conocemos».

Ya en la sala de estar, pasamos de las presentaciones onomásticas a las profesionales. Si bien Pródromos Uzunidis ya sabe que soy policía, yo vengo a enterarme ahora de que él es el típico griego apañado: con un poco de campesino y otro tanto de pequeño comerciante. Es propietario de una parcela en la que siembra tabaco y de un pequeño ultramarinos en Veria. Cuando él trabaja en la parcela, Sevastí Uzunidi atiende a los clientes en la tienda; cuando Pródromos lleva la tienda, Sevastí se encarga de las labores domésticas.

Casi toda esta información procede de Sevastí Uzunidi. Pródromos habla poco. Su piel reluce de sudor, y usa repetidamente el pañuelo para enjugárselo, porque su sentido de la decencia le ha dictado que se engalanase con su traje de los domingos, que es de invierno. Estoy a punto de encender el aire acondicionado para procurarle cierto alivio cuando su mujer se me adelanta:

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