Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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– ¿Qué te ha pasado? -pregunta Katerina, extrañada.

– ¡Así recibí la biografía de Vakirtzís, por un mensajero y dentro de un sobre idéntico!

Toma conciencia de lo que esto significa y se coloca a mi lado para ver qué contiene el sobre. Sin duda esta biografía no es tan voluminosa como las anteriores, pues abulta bastante menos. Rasgo la solapa con impaciencia pero, en lugar de papeles impresos, encuentro un trozo de tela roja doblada en cuatro. Al desplegarla, advierto que se trata de una camiseta con la cara del Che Guevara.

De entre los pliegues de la tela cae algo al suelo. Katerina se agacha para recogerlo. Es un CD dentro de su caja. Miro la camiseta roja con la imagen del Che Guevara, miro el CD y no entiendo nada.

– ¿Qué significa esto? ¿Te regala una camiseta del Che Guevara? -pregunta Katerina que, a todas luces, tampoco entiende nada.

– Intenta decirme algo. Es un mensaje, aunque no lo pillo.

Antes de seguir reflexionando, decido cumplir con las formalidades. Busco el teléfono de la empresa de mensajería en la factura pegada en el sobre y marco el número.

– Comisario Jaritos, del Departamento de Homicidios. Hace un momento, me han entregado un sobre y quisiera cierta información.

– ¿Puede darme el número del pedido?

Se lo doy y espero unos segundos.

– Sí, señor comisario -dice al cabo-. ¿Qué desea, exactamente?

– Quiero saber cómo les avisaron que fueran a buscar el sobre.

– Por teléfono, al parecer.

– ¿Han anotado el número?

– No, señor comisario. Sólo la dirección: Niseas 12, detrás de la estación de Ática.

– Muy bien. Muchas gracias.

Katerina me observa con expresión inquisitiva.

– Nada. No les proporcionó un teléfono, sólo la dirección. La de la casa abandonada.

– ¿Qué vas a hacer?

– No lo sé. Tengo que pensar un poco.

– Has conseguido contagiar tu enfermedad a tu hija -me recrimina Adrianí, que tiene la manía de expresar su opinión en los momentos más inoportunos-. Ven, cariño, dime qué comida les gustaría a los padres de Fanis.

Katerina me guiña el ojo y sigue a su madre sin rechistar. Está claro que pretende dejarme en paz para reflexionar pero, entretanto, yo he decidido que lo más conveniente será ir al despacho. Quizá Vlasópulos y Dermitzakis hayan descubierto algo. Echo otra ojeada a la camiseta y el CD que tengo en las manos, pero continúo con la mente en blanco. ¿Qué sentido tienen? Una camiseta con la cara del Che, de esas que abundan en los puestos de los mercadillos y en todas las tiendas que venden botas y uniformes militares de segunda mano. En cuanto al CD, no puedo escucharlo porque no dispongo de reproductor. La televisión satisface todas nuestras necesidades audiovisuales. Para las raras ocasiones en que esto no es así, enchufamos un radiocasete para oír la radio. Jamás hemos tocado el casete.

Meto la camiseta y el CD en una bolsa de supermercado y salgo de casa. A medio camino de la esquina, donde está aparcado el Mirafiori, me detengo bruscamente. ¿Por qué voy al despacho? Si estos dos objetos encierran realmente un mensaje, la persona más indicada para descifrarlo es Zisis. Es a su casa adonde debo encaminarme, no al despacho.

Capítulo 46

Cuando en Jalandri hace calor, Ambelókipi está ardiendo. Cuando Ambelókipi está ardiendo, Ajarnón se abrasa. Y, cuando Ajarnón se abrasa, la avenida Dekelías es un infierno. Yo salgo de las brasas de Ajarnón y me adentro en el horno de Dekelías. Recorriéndola, me invade la sensación de que el asfalto, el cemento y el vidrio arrojan una lava encendida que me chamusca la cara. En la cafetería de Kanakis, algunas señoras y unos cuantos jubilados están sentados bajo las sombrillas y contemplan con ojos anonadados los zumos de naranja y los helados que tienen delante, incapaces de extender la mano para alcanzarlos.

Me paro delante del primer quiosco y compro una botella de agua, que vacío de un trago para aliviar la sequedad de mi garganta. Ojalá Zisis no haya terminado de regar las plantas, así pasaré por debajo para refrescarme con las gotas que caigan.

Por lo visto llego con un minuto de retraso, porque el cemento del patio está aún mojado y despide vapor. Zisis está tomando su café sentado en el balcón, mitad dentro y mitad fuera de casa. Repara en mi presencia pero sigue sorbiendo su café como si yo no existiera, no sé si porque no se ha fijado en mí o porque no me considera digno de su atención, pero lo averiguaré al ver con qué expresión me recibe. Remonto lentamente la escalera que conduce al balcón, con la bolsa de plástico en la mano.

– Necesito tus luces.

Hace tiempo que prescindimos de los saludos. Aunque no nos hayamos visto en meses, parece que pasemos el día uno en casa del otro. Zisis se levanta en silencio y entra en casa. Se acerca a la cocina mientras me siento en una de las dos viejas sillas de madera que, junto con la mesa de café, componen el mobiliario de su saloncito. Él reaparece a los cinco minutos con mi café, que deposita encima de la mesa sin abrir la boca.

De repente, me imagino cómo sería mi vida sin Adrianí ni Katerina. Zisis y yo pasaríamos las horas muertas juntos, dos viejos solitarios que toman café sin cruzar palabra. La primera convivencia entre un poli y un comunista en la historia. Le sigo el juego y, en silencio, saco de la bolsa la camiseta y se la tiendo. La mira, le da la vuelta y pregunta lentamente:

– ¿Me has traído un regalo para el verano?

– El regalo es para mí. Me lo ha enviado Minás Logarás, el que escribió las biografías de Favieros y Stefanakos.

Le refiero la historia de los puntos en común no sólo de los tres suicidios sino del pasado de las víctimas. Después le cuento que Logarás me envió la tercera biografía a casa, poco antes del suicidio de Vakirtzís.

– ¿Entiendes lo que te digo? Primero la biografía, luego esto. Quiere comunicarse conmigo, me envía mensajes. Por eso he venido a verte, para que me ayudes a dilucidar lo que quiere transmitirme.

Zisis vuelve a examinar la camiseta, la vuelve del derecho y del revés pero no parece aclararse.

– Es una de esas camisetas que venden en todas partes, ridiculizando al Che -comenta encogiéndose de hombros-. ¿Qué puede significar?

– Hay otro regalito -extraigo el CD de la bolsa-. Quizá juntos sean más elocuentes.

Agarra el CD y se dirige al equipo estereofónico que hay en un extremo de su nutrida biblioteca. A pesar del calor asfixiante, noto que me domina el nerviosismo. ¿Qué espero oír? Quizás un mensaje hablado de Logarás, explicando por qué hace todo esto, por qué indujo a los tres desgraciados al suicidio. O, como mínimo, algún desafío en forma de ironía o de acertijo. En cambio, lo que suena es una canción latinoamericana con acompañamiento de guitarras, como todas las canciones latinoamericanas. La escucho con agrado pero no resuelve el misterio, sino que, por el contrario, lo hace más incomprensible. Una camiseta del Che Guevara y una canción latinoamericana. ¿Qué representan? ¿Qué relación guardaban con América Latina Favieros, Stefanakos y Vakirtzís? Hasta el momento, no he hallado un solo dato que apunte, ni aun remotamente, en esa dirección. No es esto lo que quiere decirme Logarás; pretende llamarme la atención sobre otra cosa. Pero ¿sobre qué?

Seguiría reflexionando si no me interrumpiera la voz de Zisis, que está cantando. El viejo, calvo y de barba rala, al que le falta la mitad de sus dientes, sostiene entre los dedos amarillentos un pitillo a medio fumar y corea la canción con voz estentórea, mientras las lágrimas le resbalan por las mejillas. Tengo la impresión de que no pronuncia bien pero no me atrevería a jurarlo, porque no distingo una palabra. No entiendo la letra de la canción, ni por qué Zisis está llorando, ni nada de nada. Lo único que pillo es una especie de estribillo que repite: «comandante Che Guevara». Esta frase es el único nexo que he encontrado entre la canción con la camiseta.

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