Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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– ¿Es muy urgente? -inquiere Dermitzakis, demostrando de nuevo su debilidad por las preguntas inútiles.

– Mueve el culo -farfullo.

Me dispongo a marchar cuando me detiene Vlasópulos.

– Un momento, señor comisario. ¿Quiere acompañarnos?

Advierto que intercambian miradas y me mosqueo. Vlasópulos abre la puerta y sale primero. Yo lo sigo, y Dermitzakis viene detrás. Me conducen a la puerta de mi despacho. Vlasópulos la abre y se aparta para dejarme pasar.

Me paro en el umbral. El despacho está vacío.

– ¿Y Yanutsos? -pregunto.

– Se fue el día siguiente a su última visita -me informa Vlasópulos riéndose-. Lo llamó el director, y ya nunca volvimos a verlo. Debió de venir a recoger sus cosas cuando nosotros no estábamos.

Me sorprende ver mi escritorio limpio y ordenado, como suelo dejarlo al final de cada jornada.

– Incluso colocó cada cosa en su sitio -pienso en voz alta.

– Qué va, eso lo hicimos nosotros. Para que usted lo encuentre tal como lo había dejado.

Por eso las miradas de complicidad.

– Gracias. Me habéis alegrado el día.

Avanzo unos pasos y me siento tras el escritorio. Ellos dos salen del despacho y cierran la puerta discretamente a sus espaldas.

Capítulo 43

A la mañana siguiente Sotirópulos me encuentra en la misma posición. No es que pasara la noche en el despacho, sino que he resuelto volver al trabajo. Me santigüé mentalmente y comuniqué mi decisión a Adrianí. Ella me fulminó con una de aquellas miradas ponzoñosas que había guardado en naftalina durante el verano.

– Tu baja es lo primero que cancelas. Lo siguiente serán nuestras vacaciones -fue su gélido comentario.

Estuve a punto de mandarla a veranear a Spetses con la mujer de Guikas pero me callé, porque el enfado le duraría como mínimo una semana, y yo me quedaría esperando con ansia el famoso plato de tomates rellenos que sellaría nuestra reconciliación. A fin de cuentas, no pensaba retractarme de mi promesa de viajar a la isla.

– Menos mal que no nos fuimos -respondí-. Guikas tuvo que interrumpir sus vacaciones para volver al despacho. El ministro en persona está pendiente del asunto, y esto lo complica todo. Nos iremos en cuanto resuelva el caso, tienes mi palabra.

Adrianí no rechistó para darme a entender que, por un lado, tomaba nota y, por el otro, mantenía sus reservas. No obstante, suavizó su actitud.

El otro problema estribaba en cómo convencer a Guikas de que me prestara a Kula hasta la conclusión de las investigaciones. Cuando se lo comenté, torció el gesto.

– No quiero que se le suba a la cabeza, luego no habrá quién la pare.

– Kula ha trabajado en la investigación desde el principio. Toma notas y conoce todos los detalles. A usted también le molestará si subo a consultarla constantemente o solicito su presencia en mi despacho.

Al comprender que no había remedio, masculló «de acuerdo», muy a su pesar. Mis dos ayudantes se quedaron boquiabiertos cuando les comuniqué que Kula compartiría su despacho por un tiempo y participaría en la investigación. Dermitzakis estuvo a punto de hacer una pregunta pero le recordé que no son admisibles.

No sé cómo se enteraron de mi vuelta pero, de pronto, todos invadieron mi despacho, encabezados por Sotirópulos, su jefe por derecho propio. Guikas y yo habíamos acordado declarar que los médicos me habían dado de alta y que me reincorporaba al trabajo con normalidad. Primero pasamos por el trámite de las felicitaciones y los agradecimientos.

– Usted es toda una leyenda -afirma una morena bajita, que en invierno lleva medias rojas, y en verano, falda del mismo color.

Le respondo con una broma:

– Cuidado, porque acabaré por creérmelo y empezaré a recibiros de uno en uno y con cita previa.

– No se ha perdido nada interesante mientras estaba de baja -asegura un joven convencional, es decir, de pelo engominado y cocodrilo en la camiseta.

– Excepto, claro está, el asunto de Filipo el Macedonio -apostilla una rubia recién salida de la peluquería.

– Por cierto: ¿que ha sido de esos tres? -Se oye otra voz femenina-. He estado de vacaciones y me he perdido algunos capítulos.

– Que yo sepa, se está redactando su expediente y serán procesados por el asesinato de los dos kurdos -respondo. No tengo idea de si es así, pero es la versión que convinimos en presentar con el ministro.

– ¿Y los suicidios? -inquiere el joven del pelo engominado.

– Los suicidios son suicidios, no podemos hacer nada.

– No es lo que decía el señor Yanutsos.

– No sé qué decía el señor Yanutsos. Sólo sé que, cuando alguien se quita la vida, no podemos detenerlo ni interrogarle. De modo que el caso queda automáticamente cerrado -respondo en tono provocador.

Por suerte, Sotirópulos se apresura a sacarme del apuro.

– Vamos, no importunemos al señor comisario con tonterías en su primer día de trabajo -los reconviene con la autoridad del jefe-. El que quiera saber qué opina Yanutsos, que lo busque.

Por lo visto su comentario surte efecto porque ya todos saben que Yanutsos ha desaparecido del mapa. Suenan risotadas sueltas e irónicas. Luego me someten de nuevo al ritual de las felicitaciones y los agradecimientos y se marchan todos, menos Sotirópulos, que cierra la puerta y se planta delante de mí.

– ¿Alguna novedad? -pregunta.

No quiero hablarle de la biografía que encontramos en el ordenador de Vakirtzís. Es un periodista y más vale no tentarlo demasiado a menudo. En algún momento sucumbirá a la tentación y yo me daré de cabezazos contra la pared.

– Lo único que sabemos con certeza es que sus trayectorias coinciden en varios puntos.

– ¿Y eso qué significa?

– Los tres pertenecían a los mismos círculos, lucharon juntos en la resistencia antifascista y fueron detenidos por la policía militar. Ese Logarás debe de conocer algún secreto de su pasado común y los chantajeaba con ello.

Sotirópulos reflexiona por unos instantes.

– Tiene sentido. Y explica las biografías.

– ¿Cómo? ¿A qué te refieres? -pregunto extrañado.

– Escribe las biografías para despistar.

Yo quizás habría pensado lo mismo, si no supiera que Logarás enviaba las biografías a sus víctimas. Por otra parte, conviene que Sotirópulos comente su idea por televisión, porque así contribuirá él también a la desorientación general.

– Es muy posible. -Noto un brillo travieso y satisfecho en sus ojos-. ¿Podrías investigarlo un poco?

– Investigar ¿qué?

– Su pasado, a ver si encontramos algún indicio.

– Será difícil si se remonta a mucho tiempo atrás. Los archivos de la junta militar podrían ayudarnos.

– Los quemaron en Keratsini, ¿no te acuerdas?

Sotirópulos se echa a reír.

– Vamos, comisario. ¡En Keratsini quemaron inventarios de almacenes y pilas de periódicos!

– Quemaron los archivos, por increíble que te parezca -insisto.

No logra reprimir la risa.

– De acuerdo, rebuscad en las cenizas, entonces. Seguro que no ardieron todos -concluye, burlón-. De todas formas, ya preguntaré.

Se marcha y llamo a Kula. Se presenta como el primer día que vino a mi casa, con téjanos, camiseta, el cabello recogido en una cola y sin maquillar. El maniquí uniformado de Guikas todavía no ha vuelto al servicio.

– ¿Qué hay del ordenador del despacho de Favieros? -le pregunto.

– Lo que usted pensaba. Nada de nada.

– ¿Ni siquiera una copia de la biografía?

– Ni eso.

– ¿Y las cintas que encontramos en el despacho de Vakirtzís? -Ella deposita sobre el escritorio el sobre que llevaba bajo el brazo-. ¿Las mandaste transcribir?

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