Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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Kula reaparece, acompañada por la señora Vakirtzís. Al parecer le ha entrado un arrebato de pudor, porque ahora lleva pantalones largos.

– Estoy buscando la llave de este cajón . ¿No la tendrá usted?

– No. Apóstolos la llevaba siempre encima.

Entonces, se fundió cuando Vakirtzís se prendió fuego, y no la encontraremos nunca.

– Necesito abrir el cajón.

Se encoge de hombros con indiferencia.

– Ábralo.

– Llama a Guikas y pídele que mande a un cerrajero del laboratorio -le indico a Kula.

Mientras llega el cerrajero, bajo a la terraza. Me siento bajo una sombrilla y trato de ordenar mis pensamientos. Si Logarás envió una copia de la biografía a Vakirtzís, también debió de enviársela a los otros dos. Quizá se hayan borrado, pero esto no cambia las cosas. La cuestión es: ¿por qué las envió? Salvo por alguna indirecta aquí y allá, las tres biografías se expresaban en términos extremadamente halagadores acerca de los suicidas. La única explicación razonable es que Logarás quisiera asegurarles que su reputación no sufriría menoscabo tras la muerte. Pero ¿qué les importaría la reputación a Favieros, Stefanakos y Vakirtzís, que ya gozaban de gran renombre en la sociedad griega? ¿Acaso estaban dispuestos a suicidarse con tal de pasar a la posteridad gracias a la biografía de un tal Minás Logarás, un total desconocido? Salvo que su fama póstuma tuviera que ver con otra cosa: el secreto que encerraban los documentos que, según Spiros, Logarás les enviaba junto con la biografía y que, o se eliminaban automáticamente, o eran devueltos al remitente. ¿Qué tipo de documentos? Nunca lo sabremos aunque, sin duda, guardaban relación con la biografía. Por eso cuando leí la de Stefanakos me produjo la clara impresión de que era falsa, una fabricación.

De repente, se me ocurre otra idea, de las que caen del cielo. ¿Y si la clave de los suicidios reside en las biografías? ¿Y si el suicidio público era la condición para la gloria póstuma de Favieros, Stefanakos y Vakirtzís? No es una explicación del todo descabellada, aunque seguimos sin saber por qué habrían de aceptar dicha condición. ¿Qué pudo inducirlos a ello?

Por muchas vueltas que le dé, no encuentro la respuesta. Me levanto y bajo al jardín. En menos de dos minutos, mi cabeza se calienta como un ladrillo refractario. Me alejo de la piscina y me dirijo al escenario de la inmolación de Vakirtzís. No queda rastro de ella. En el lugar donde yacía el cadáver sobre el césped quemado hay ahora tierra removida y sembrada. No sé si plantaron flores o pepinos, porque aún no ha despuntado nada.

Oigo a lo lejos el ruido de una motocicleta que se acerca. Es el cerrajero. Se detiene a poca distancia, abre el maletero de la moto y extrae una caja de herramientas. Lo espero junto a los escalones de la terraza.

– Buenos días, señor comisario. ¿Qué tengo que abrir? -pregunta al acercarse.

– El cajón de un escritorio, provisto de una cerradura de seguridad.

Subimos juntos al tercer piso. Spiros sigue sentado delante del televisor. Kula ha trasladado las cintas al tablero del escritorio para ordenarlas.

– Es éste. -Le señalo el cajón al cerrajero. Él le echa una ojeada fugaz.

– Pan comido -dice.

La segunda llave con que lo intenta abre la cerradura. Kula y yo nos acercamos, curiosos. El cajón sólo contiene cinco cintas de audio. Una de ellas es la que buscábamos, la correspondiente al 21 de mayo. Las otras cuatro presentan fechas de octubre, diciembre, enero y febrero, aunque no sé de qué año. No hace falta ser un genio para comprender que Vakirtzís guardaba en este cajón las grabaciones de los entrevistados a los que chantajeaba.

– Llévatelas y las escucharemos -digo a Kula.

– Me llevaré también el resto.

– De acuerdo, aunque primero hemos de escuchar éstas. En ellas está el meollo de la cuestión.

Debajo de las cintas había dos sobres. Abro el primero y encuentro una copia de la carta-protesta dirigida al ministro, que Komi había mostrado a Favieros minutos antes de su suicidio. Debajo, la fotocopia de un cheque por valor de cuarenta millones de dracmas, que equivalen a unos ciento diecisiete mil euros actuales. Está extendido al portador y no tiene sello, de modo que debió de salir del talonario personal de Favieros. No resultará difícil descubrir quién cobró el cheque, aunque sí averiguar quién se esconde detrás de quien lo cobró. El chantajista Vakirtzís no guardaría una fotocopia, si el cheque no correspondiera a una compra o soborno. Más abajo, encuentro las fotocopias de tres contratos de compraventa. Kariofilis figura como notario en los tres. De manera que Vakirtzís conocía la red de agencias inmobiliarias de Favieros y su funcionamiento. Por eso Favieros lo temía.

El segundo sobre lleva el nombre de Stefanakos. El único documento que le concierne, sin embargo, es el proyecto de ley para la protección de la identidad cultural de los albaneses que viven en Grecia. El resto atañe a su mujer. Mirando por encima, encuentro tres fotocopias de escritos en los que consta la concesión de fondos por parte de la Unión Europea, unas sumas cuantiosas. Sin duda son pruebas de algunos de los chanchullos cometidos por Stazatu con la ayuda de su marido, el diputado, pues de lo contrario Vakirtzís no las habría guardado. Hay otra más, redactada en inglés, que habré de llevar a traducir; mi inglés no llega a tanto. En el fondo del cajón descubro otro cheque por valor de trescientos mil euros. Éste, sin embargo, no está emitido por un banco griego sino por una entidad de Bucarest.

Si Vakirtzís hubiese muerto asesinado, ahora detendríamos a Favieros y a Stefanakos, como mínimo, por incitación. Él los extorsionaba y ellos lo mataron. Pero también el chantajista se suicidó. Así las cosas se complican y es para tirarse de los pelos.

El cerrajero es el primero en marcharse. Probablemente nos esté maldiciendo por haberlo obligado a venir hasta aquí por una tontería, pero son gajes del oficio.

Es la primera vez que obran en nuestro poder algunas pruebas, aunque no sepamos adonde nos pueden conducir.

– Os felicito, chicos. Habéis hecho un buen trabajo -comento a Kula y a Spiros mientras caminamos junto a la piscina.

– Gracias a Spiros -responde Kula, llena de entusiasmo-. Ya se lo dije, es un as de la informática. Lo lleva en la sangre.

– Vale, no te pases -interviene él con voz de hastío. Entre los jóvenes de hoy, la humildad suele expresarse como hastío.

– ¿Sabía que a Spiros le gustaría trabajar en el laboratorio? -prosigue Kula, impertérrita.

– ¡Oye, te enrollas muy mal! Te dije que eso debía quedar entre nosotros, todavía me lo estoy pensando. ¡Y tú vas y lo sueltas, como la poli chivata que eres!

– Espera, esto no saldrá de aquí. No es oficial -intervengo yo-. Lo único que te preguntaré, y me contestas si quieres, es por qué te interesa ingresar en la policía.

– Vale. Porque, estudiar informática, que es lo que me interesa, y además tener un puesto asegurado, sería genial.

Mi generación decía «estupendo», la actual dice «genial», pero tanto a ellos como a nosotros nos preocupa ganarnos las habichuelas.

– Piénsalo con tranquilidad. Si te decides, habla con Kula. Ya nos ocuparemos del resto.

A fin de cuentas, Guikas le debe a Kula este pequeño favor y no le costará mucho echarle un cable a su primo. Ya hemos llegado a la salida de la finca. Spiros monta en la moto de Kula y ella, detrás. Antes de ponerse en marcha, ella me guiña el ojo. Me doy cuenta que viaja de paquete para dejar que el chico se luzca.

Como había aparcado el Mirafiori debajo de los árboles, no está hecho un horno. Aunque no sé si logrará llevarme hasta Atenas antes de quedarse sin agua.

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