Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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Vuelvo a la sala de estar al tiempo que rasgo el sobre, con el mismo gesto con que mi madre rajaba las liebres para hacer estofado en el pueblo. Del interior asoma un grueso paquete de hojas escritas en ordenador. Enseguida me fijo en el título:

APÓSTOLOS VAKIRTZÍS

EL PERIODISTA – EL LUCHADOR – EL HOMBRE

por MINÁS LOGARÁS

Mis ojos se detienen en el nombre de Vakirtzís y no consigo despegarlos. Apóstolos Vakirtzís es uno de los periodistas más destacados de la radio y la prensa escrita. Sus artículos representan una especie de barómetro de la escena política, y toda Grecia escucha su programa radiofónico matinal, desde los conductores y los barberos hasta los mecánicos de coches.

Intento imaginar por qué Minás Logarás me envía el manuscrito de su última biografía. Fanis se acerca y echa un vistazo por encima de mi hombro.

– ¿Apóstolos Vakirtzís? -murmura extrañado-. ¿El periodista? ¿Por qué habría de suicidarse Vakirtzís? El gobierno y la oposición lo temen por igual. Él es capaz de poner y deponer ministros a su antojo. Ha ganado más dinero del que puede contar. Posee torres, casas de campo, yates, lo que quieras.

Después expresa en voz alta la misma pregunta que me había asaltado a mí:

– ¿Y por qué ese Logarás te envía la biografía a ti?

– Es un aviso -respondo-. Me avisa de que Apóstolos Vakirtzís va a suicidarse.

– No lo entiendo -dice Fanis, perplejo-. ¿Por qué habría de avisarte? ¿Para que trates de impedirlo?

Su pregunta me abre los ojos. Claro, me avisa a mí porque sabe muy bien que moveré cielo y tierra para prevenir el suicidio. Intento adivinar cómo piensa Logarás, pero estoy nervioso y mi mente no responde.

Adrianí entra en la sala de estar vestida y emperifollada.

– Ya estoy lista -anuncia satisfecha.

Agarro a Fanis del brazo y empiezo a zarandearlo.

– ¡Está jugando conmigo! -grito, fuera de mí-. ¡Está jugando conmigo! No pretende advertirme que Vakirtzís va a suicidarse. ¡Quiere notificarme que Vakirtzís se está suicidando, en este preciso instante en que yo recibo su biografía, y no puedo hacer nada al respecto!

Adrianí nos mira alternativamente con asombro.

– Pero ¿qué os pasa? -inquiere.

– ¡No nos vamos, queda aplazado! -rujo.

– ¿No salimos a cenar fuera?

– ¡No lo entiendes! ¡Nuestro viaje queda aplazado! ¡Tenemos un tercer suicidio entre manos!

Adrianí permanece muda por un momento, luego alza la vista a la luz del techo y se santigua.

– Virgen Santa, ya basta de tantos sobresaltos. Concédele a mi marido un trabajo normal, que le permita ir a la oficina a las nueve y regresar a las cinco de la tarde, y yo te encenderé un cirio tan alto como él.

No sabe lo cerca que está de ver su deseo cumplido. Corro al teléfono y marco el número de la casa de Guikas. No hay nadie. Busco el número de su móvil. Sólo nos permite utilizarlo en casos de urgencia, pero ¿acaso cabe algo más urgente que esto? Me sale la voz de una tipa que me informa de que mi llamada está siendo desviada. Llamo a la centralita de jefatura, con la esperanza de que se encuentre todavía en su despacho o que ellos sepan dónde está.

– ¡Pon la tele, en el canal en el que se suicidaron Favieros y Stefanakos! -ordeno a Adrianí mientras espero que respondan de jefatura. Si Vakirtzís se ha suicidado, lo anunciarán enseguida. Si no, quizá todavía queden esperanzas, aunque cada minuto que pasa juega en favor de Logarás.

»¡Comisario Jaritos! ¡Necesito hablar con el director general de seguridad, el señor Guikas! ¡Es extremadamente urgente!

– Un momento, señor comisario. -Aguardo, esforzándome por controlar mi impaciencia y mi nerviosismo-. El señor director estará ausente durante unos días, señor comisario. ¿Desea hablar con otra persona?

La otra persona sería Yanutsos.

– No -espeto y cuelgo el teléfono.

Evidentemente, Guikas ha dado pasos en la misma dirección que yo, aunque con más celeridad. Lo ha dejado todo plantado y se ha ido de vacaciones. Echo miradas fugaces al televisor pero no veo nada que se parezca a un avance de telediario. Agarro el mando a distancia y hago un repaso de los canales. Todos continúan con su programación habitual. Esto me tranquiliza un poco, aunque no me acerca un ápice a la prevención del suicidio de Vakirtzís.

– ¿No se tratará de una broma pesada? -pregunta Adrianí. Ni ella se lo cree, pero lo dice para tranquilizarme un poco.

– ¿Y si no lo es? -replica Fanis.

– No lo es -contesto categóricamente-. Nadie escribe trescientas páginas para gastar una broma.

De pronto, en un arrebato de inspiración, me acuerdo de Sotirópulos. Lo llamo al móvil, rezando por que está encendido. Dios deja a un lado el deseo de Adrianí y atiende el mío. A la segunda llamada, Sotirópulos contesta.

– Escúchame y no me interrumpas. -Le cuento la historia de la biografía-. ¿Sabes dónde podría estar ahora Vakirtzís y cómo podríamos poner a los suyos sobre aviso?

– Déjame pensar. -Sigue un silencio, y después, la voz de Sotirópulos, angustiada-: Es el día de su santo y celebra una fiesta en la torre. Me invitó a mí también, pero he de preparar el programa y no puedo ir.

Eso es, me digo de inmediato. Se suicidará durante la fiesta, públicamente, delante de sus invitados. Seguro que habrá algún cámara grabando imágenes para el telediario. Al menos, la falta de noticias indica que, por el momento, no se ha matado.

– ¿Puedes avisar a algún familiar? -pregunto a Sotirópulos.

– Tengo su número del móvil, aunque dudo que responda.

– ¡No lo llames! Si ha decidido suicidarse hoy, lo hará antes para que no podamos impedirlo.

– No sé quiénes habrán asistido a la fiesta.

– ¿Dónde está la torre de Vakirtzís?

– En Vranás.

– ¿Tienes la dirección?

– No, pero puedo averiguarla. -De repente, cambia de actitud y grita, indignado-: ¿Cómo voy a decírtela si tú no tienes móvil?

– Apunta este número. -Y le doy el del móvil de Fanis.

– Sal para allá, yo no tardaré.

Esto significa que se pondrá en marcha en cuanto consiga una unidad móvil.

– Hazme un favor, conduce tú -le pido a Fanis-. No quiero ponerme al volante, estoy muy alterado.

– De acuerdo. -Dirige la vista hacia Adrianí, que nos contempla embobada en medio de la sala-. Perdónanos por echar a perder la velada, pero no es culpa nuestra -se disculpa con ternura.

– Es igual, Fanis. Ya estoy acostumbrada -murmura sin malicia pero con tanta amargura que me acerco a ella.

– Escucha -digo-, el viaje a la isla no está cancelado. Sólo lo hemos pospuesto. Tenemos todo el verano por delante. Iremos, te lo prometo.

– Vale, vale. Y ahora, corre, para que no veamos más suicidios en la tele.

Es una de sus cualidades positivas: si reconoces su sacrificio, olvida sus quejas y se vuelve generosa.

Capítulo 33

Fanis conduce un Fiat Brava, una especie de bisnieto del Mirafiori. Voy sentado a su lado, con el móvil en la palma abierta de la mano. Estoy esperando a que llame Sotirópulos para facilitarme la dirección exacta de la torre de Vakirtzís. Sotirópulos, no obstante, se toma su tiempo, y yo no aparto los ojos de la pantalla del móvil, que marca la hora. Mi agonía va en aumento.

En opinión de Fanis, la ruta más rápida hacia Vranás no pasa por La Cruz sino por Pendeli, el bosque de pinos carbonizados de Diónisos y Nea Makri. No hace más de tres cuartos de hora que salimos de casa y ya estamos subiendo por Diónisos. Fanis tenía razón; si hubiésemos tomado la avenida del Mediterráneo con rumbo a Aguía Paraskeví y La Cruz, aún estaríamos encallados a la altura de los estudios de la televisión nacional, por culpa de las obras olímpicas en curso. Sin embargo, una nueva preocupación empieza a reconcomerme. ¿Sabrá orientarse Fanis en Diónisos o nos perderemos por el monte y, mientras nosotros buscamos a algún alma para pedirle indicaciones, Vakirtzís se suicidará sin que alguien lo detenga? Observo que conduce con gran aplomo, lo que me tranquiliza un poco.

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