Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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Tomo el último sorbo del aguachirle y me levanto. El Mirafiori está aparcado en la calle Protesilaos. Son las doce, la hora de más calor. Antes de cruzar la calle Aronis ya estoy empapado en sudor, así que decido pasar por casa para cambiarme de camisa. Por suerte, Adrianí no ha regresado todavía y no tengo que darle explicaciones.

El tramo entero de la avenida Rey Constantino hasta la plaza de Omonia está embotellado. Entro por la calle 3 de septiembre y avanzo por la calle Adriano para salir a la avenida Ajarnón y enfilar Heyden desde el principio. El número 34 se encuentra entre la calle Aristóteles y la 3 de septiembre. Aparco en segunda fila justo delante del edificio, convencido de que los guardias de tráfico nunca rondan por aquí.

La oficina de Kyriakos Andreadis consta de tres habitaciones espaciosas, como los pisos que construían en la década de los sesenta, unos veinte metros cuadrados más amplios que los actuales. Me recibe una joven que ronda los treinta, alta, esbelta, vestida y peinada impecablemente. Sus modales están a la misma altura.

– Tenga la bondad de esperar un poco, señor comisario -dice en cuanto me presento-. El señor Andreadis está hablando por teléfono. Permítame que le ofrezca algo entretanto, pues es posible que tarde un poco. Estas llamadas son como visitas personales.

Le pido un vaso de agua fría, a tono con el aire acondicionado, que está puesto al máximo, y amenizo la espera examinando las fotografías colgadas en las paredes: todas de un hombre sesentón, siempre feliz y sonriente, pronunciando un discurso o brindando con un vaso de vino junto a un cordero asado. Otro detalle que me impresiona es el asombroso parecido entre Andreadis y su secretaria. No hace falta ser adivino para deducir que ha contratado a su hija. Mi sospecha queda confirmada cuando la joven me guía al despacho del diputado.

– El comisario Jaritos, papá.

El sesentón se levanta de la silla y se acerca para saludarme con la misma sonrisa que luce en las fotografías.

– ¡Me alegro de verle, me alegro de veras! -asegura y, tras el apretón de manos, me toma del brazo y me conduce, no a la silla metálica destinada a los votantes, sino al sofá reservado para los amigos del alma. Él se sienta a mi lado.

– ¿De qué conoce al doctor Uzunidis?

La pregunta me pilla tan desprevenido que se me traba la lengua. ¿Cómo explicar mi relación con Fanis? Si lo califico de miembro de la familia, estaré precipitándome y mintiendo. La expresión «futuro pariente» seguramente no resulta apropiada. Si digo que se trata de un amigo, probablemente la definición más ajustada a la realidad, quizá le parezca poco. Por suerte, él mismo me saca de mi apuro.

– Fanis me comentó que usted es su futuro suegro.

– A eso parecen apuntar las cosas -contesto, y ambos echamos a reír.

– ¿Sabe?, mi madre le debe la vida. -Andreadis se ha puesto serio-. La llevé una noche al hospital con un infarto grave, y él no sólo consiguió salvarla sino también estabilizar su estado. Desde entonces, mi madre jura por el nombre de Fanis y no quiere oír hablar ni de clínicas especializadas ni de hospitales en el extranjero. Por eso, cuando él me telefoneó para decirme que usted deseaba hablar conmigo, me fue imposible negarme.

Me habría sorprendido menos enterarme de la intervención de Guikas, el ministro o incluso el primer ministro. No contaba en absoluto con la ayuda de Fanis. Jamás me habría imaginado que con sólo descolgar un teléfono conseguiría lo que a Sotirópulos le fue imposible.

Andreadis consulta su reloj.

– Haga, pues, sus preguntas porque, por desgracia, he de estar en el Parlamento dentro de poco.

– Le vi por casualidad en la televisión, después del suicidio de Lukás Stefanakos.

– Ah, sí. Ese programa de… ¿cómo se llama?

– ¿El periodista? No me acuerdo.

Si Sotirópulos nos estuviera escuchando, lo enrabiaría mucho ver que obviamos su nombre. Sin embargo, no quiero despertar en Andreadis el temor a que sus confidencias se filtren a la prensa.

– De entrada, debo decirle que yo, personalmente, no creo en la teoría que responsabiliza a la extrema derecha de los suicidios de un gran empresario y un diputado -le aclaro-. Puedo afirmárselo sin rodeos, puesto que estoy de baja médica, es decir, fuera de servicio.

Una sonrisa de felicidad se dibuja en sus labios.

– Por fin, un miembro de los cuerpos de seguridad que piensa con la cabeza -exclama satisfecho-. Porque el gobierno, presa del pánico, se ha sacado de la manga una explicación tan rocambolesca que nos deja a todos como idiotas.

– No obstante, han llegado a mis oídos ciertos rumores que quisiera verificar, por curiosidad personal, digamos.

– ¿Qué rumores?

– Sobre las relaciones profesionales entre las familias de Favieros y Stefanakos. Tengo entendido que, aparte de la constructora de Iásonas Favieros y la agencia publicitaria de Lilian Stazatu, existen dos empresas más, consultorías especializadas en los programas de la Unión Europea, y que pertenecen a las esposas de Favieros y Stefanakos. Una de ellas opera en Grecia y la otra, con sede en Skopia, cubre el área de los Balcanes. Existe, asimismo, una off-shore de Iásonas Favieros, la denominada Balkan Prospect, que controla una red de agencias inmobiliarias en Grecia y los Balcanes, además de una serie de constructoras locales. Por último, existe una off-shore de Iásonas Favieros y Lilian Stazatu dedicada al sector turístico y hotelero.

– Gracias a Dios que es usted policía y no inspector de hacienda. No habría quien nos salvara de sus garras -bromea y, sin perder la sonrisa, agrega-: Pero ¿adónde quiere llegar?

Empiezo a describirle el entramado de conexiones entre Favieros, su mujer, Stefanakos y la esposa de éste. Le presento mi teoría sobre las dos empresas legales, la constructora y la publicitaria, y su uso como tapaderas de negocios más turbios: la Balkan Prospect de Favieros, las empresas de consultoría y las hoteleras.

No me interrumpe en ningún momento aunque tampoco parece demasiado interesado en mi exposición.

– ¿Qué quiere de mí, exactamente? -pregunta con impaciencia cuando termino.

– Que me diga si, en su opinión, hay algo extraño detrás de todo esto y me explique en qué puede consistir. -Intento emplear frases neutras, incoloras, para no obligarlo a realizar un aterrizaje forzoso.

– No veo nada extraño -responde y me deja pasmado.

– ¿Ni siquiera en el funcionamiento de las agencias inmobiliarias de Balkan Prospect?

– ¿Por qué habría de llamarme la atención? Toda empresa prospera comprando barato y vendiendo caro. Las que no lo consiguen cierran en menos de un año.

– Sí, pero ellos no declaran sus beneficios a hacienda. Se los meten en el bolsillo como dinero negro.

Andreadis prorrumpe en carcajadas.

– ¿Vive en un piso de propiedad, señor comisario?

– No.

– Entonces, si piensa comprarle un piso a su hija cuando se case, le recomiendo que no declare su valor real al fisco. Nadie lo hace. Hacienda no ha perdido nada: de todas formas habría cobrado lo mismo.

– Sólo los búlgaros, los albaneses y los rumanos han pagado de más.

– ¿Por qué se fija sólo en el lado negativo? Yo me alegro de que esos extranjeros, que llegaron a Grecia sin tener donde caerse muertos, consigan en diez años comprar su propia vivienda y ser dueños de su destino. Esto habla bien del dinamismo de la economía de nuestra pequeña Grecia.

Veo que este camino no me lleva a ninguna parte, ya que se cruza con el deseo de todo griego de comprarse un pisito, así que pruebo un atajo.

– ¿Y las consultorías?

– ¿Le parece mal que existan empresas que asesoren a los griegos sobre cómo aprovechar los fondos de la Unión Europea? Por un lado, denunciamos nuestra incapacidad de absorber los fondos estructurales y, por el otro, acusamos a los que intentan ayudarnos a absorberlos.

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