Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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– No los acuso. Únicamente me pregunto si Lukás Stefanakos utilizaba sus contactos políticos para asegurarse de que el Estado griego invirtiese esos fondos a través, precisamente, de la empresa que su esposa dirigía junto con la señora Favieru.

– Lo importante es que los fondos se inviertan adecuadamente y no por medio de qué empresa se realice esa inversión.

– Me imagino que por eso le elogiaba el ministro balcánico que participó como invitado en aquel programa.

A pesar de mis esfuerzos, no logro poner freno a mi ironía. Andreadis la capta de inmediato y se muestra más reservado.

– No sé a qué viene ese comentario. No tiene la menor idea de las dificultades que afrontan estos países a la hora de buscar fondos, créditos bancarios, préstamos. Stefanakos los apoyaba con la mediación de la consultoría de su mujer.

– Y una parte importante de los fondos terminaba en los bolsillos de las señoras Stazatu y Favieru, como compensación por su mediación.

– ¿No es lógico que Grecia se beneficie de la ayuda que ofrece a otros países? ¿Qué motivo tendría para intervenir, si no? ¿Qué importa si Stefanakos canalizaba el beneficio a través de las empresas de su esposa y de la esposa de Favieros? En última instancia, actuaba en provecho tanto de Grecia como de los países balcánicos en cuestión. Los pobres balcánicos son conscientes de ello y se lo agradecen.

No se me ocurren argumentos que oponerle. A fin de cuentas, no soy más que un policía acostumbrado a tratar con cadáveres, no un político ni un financiero. Andreadis interpreta mi silencio como una muestra de conformidad.

– Todas las actividades que me ha descrito hasta el momento se rigen por las normas del mercado libre y autorregulado, señor comisario. Nuestro mayor éxito ha sido persuadir incluso a militantes fanáticos de la izquierda, como Favieros, Stefanakos y sus familias, para que aceptaran y acataran estas reglas. Y ahora que los hemos convencido, por fin, después de tantas décadas, ¿pretende que los denunciemos por cometer irregularidades? ¡Por el amor de Dios!

Se acuerda de su reloj, que había olvidado en aras de la retórica.

– Ahora debo marcharme. Se me ha hecho tarde.

Me acompaña a la puerta de su despacho. Allí se detiene y me da unas palmaditas amistosas en la espalda.

– Hemos ganado, señor comisario. Usted, como miembro de los cuerpos de seguridad, que tradicionalmente han estado en nuestro bando, debería alegrarse por ello. Recuerdos a Fanis.

Me da otra palmadita antes de dejarme en manos de su hija, que me acompaña hasta la salida.

Capítulo 32

Conquistar: apoderarse de, asolar, destruir / apoderarse de una fortaleza o defensa / llevarse como trofeo / fig. conquistar el corazón.»

Estoy buscando la acepción que describe mejor la conquista de mi puesto por Yanutsos. De entrada, las dos primeras se ajustan más: «apoderarse de» y «destruir». Se apoderó de mi puesto mientras yo estaba en el hospital y, con su manera de abordar los casos del Departamento de Homicidios, sin duda pronto lo destruirá. La otra acepción no pega ni con cola porque, desde luego, él no me ha conquistado el corazón. En cambio, le viene como anillo al dedo la definición: «llevarse como trofeo». Yanutsos se plegó a los caprichos del consejero del primer ministro, pasó por encima de Guikas, detuvo a los tres fortachones y ahora se lleva mi puesto a modo de trofeo. En cuanto a mi situación personal, encaja a la perfección como complemento de «asolar».

Es una de esas raras ocasiones en que me llevo el diccionario de Dimitrakos a la sala de estar. El dormitorio parece el puesto de un griego póntico en un mercadillo: el armario está vacío, y la ropa, esparcida por la cama, el sillón y el tocador donde se maquilla Adrianí. Ocupan el centro de la cama dos maletas abiertas, que funcionan según el principio de los vasos comunicantes: una se llena conforme la otra se vacía. Todo esto forma parte de los preparativos de Adrianí para nuestra salida mañana por la tarde hacia la isla, con el dichoso high-speed. Hay tiempo de sobra para hacer las maletas mañana por la mañana, pero suele tardar tanto en superar su indecisión, que se siente más segura si emprende la tarea con toda la noche por delante.

«Fuga: 1. Acción de fugarse. Evasión, huida. 2. Subterfugio, maniobra de evasión o de liberación. 3. Salida accidental de un gas o un líquido. Escape, pérdida. 4. mus. Forma musical en que las distintas voces van repitiendo sucesivamente el mismo tema.»

– Ven a elegir los pantalones y las camisas que quieres llevar.

– Pon sólo las camisas que necesitaré para cambiarme cada dos días y mete en la maleta tres pantalones y una cazadora, para las noches ventosas.

Partida apresurada, pues. Aunque no sea secreta, es una huida, una escapada, como dice Dimitrakos. Por otro lado, no sé si considerarla forzosa, pero en cierta forma sí que se trata de un exilio. Un exilio temporal en la isla.

Mientras investigo la descripción lexicográfica de mi situación, caigo en la cuenta de que mi sacrificio para salvar a Elena Kustas de la bala de su hijastro no me ha acarreado más que disgustos. Salvé la vida por los pelos, pasé casi un mes en el hospital, me dieron esta baja médica que me puso bajo la custodia de Adrianí y, para colmo, ahora pierdo mi puesto en el cuerpo de policía.

Menos mal que Fanis llega a tiempo para rescatarme de la desesperación. Esto es lo que me gusta de él. Siempre aparece contento, con la sonrisa en la boca, y le bastan dos minutos para ponerte de mejor humor.

– He venido para despediros y desearos unas buenas vacaciones -dice cuando le abro la puerta.

– Pero si no he preparado nada especial para cenar esta noche -se lamenta Adrianí, que ha salido del dormitorio-. Pensé que sería mejor no cocinar, si nos vamos mañana. -Siempre se disculpa cuando no hay nada digno que comer en casa, porque se siente obligada a compensar la inutilidad de su hija en la cocina.

– ¿Para qué existen las tabernas? -responde Fanis.

La idea le cae en gracia a Adrianí, que acepta encantada.

– Espera que termine con las maletas y me vista.

Le encanta cenar fuera aunque, en cuanto se sienta en la taberna, no hay plato que merezca su aprobación. Sólo Dios sabe cómo funciona su cerebro.

– Andreadis te tiene mucho aprecio -le comento a Fanis una vez en el salón.

Él se echa a reír.

– Es por su madre. En casos como éste los pacientes y las familias piensan que el médico es muy bueno, pero él sabe que sólo ha tenido suerte. Me la trajo con un infarto de aúpa. Yo estaba convencido de que no sobreviviría a la noche, pero el organismo de la vieja reaccionó y se salvó. Y yo me gané el agradecimiento de Andreadis. -De pronto se pone serio-: ¿Has averiguado lo que querías?

No le he hablado de la movida que se ha organizado en jefatura pero entiende que ha de ser importante para que yo quiera entrevistarme con un diputado.

– Se mostró solícito y amable conmigo, aunque no esperaba averiguar lo que realmente me interesa.

– ¿Por qué no?

– Porque es como buscar una aguja en un pajar.

– Menos mal que no te ha oído tu mujer, que siempre afirma que tu trabajo consiste en buscar agujas en los pajares -repone Fanis con una carcajada.

– Cada uno se aferra a su tabla de salvación.

Al ver mi expresión, Fanis deja de reírse. El timbre de la puerta nos interrumpe y me levanto para ir a abrir. Me encuentro delante de un muchacho de aquellos que trabajan de mensajeros.

– ¿Costas Jaritos?

– Yo mismo.

– Firme aquí.

Firmo y él me entrega un sobre tamaño DIN A-4, voluminoso y pesado. El chico se va y yo me pregunto, desconcertado, quién me habrá enviado un sobre por mensajero, a casa y a las siete y media de la tarde. Leo el nombre del remitente y me quedo de una pieza. Me lo envía Minás Logarás, con domicilio en la calle Niseas 12, 10445 Atenas. Ambas direcciones, la del remitente y la del destinatario, figuran impresas en pequeñas etiquetas.

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