Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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Llamo a la puerta de Guikas y entro enseguida, sin esperar invitación. Lo encuentro de pie, de espaldas al gran escritorio, contemplando la avenida de Alexandra a través de la ventana. Esto es señal de que algo le preocupa, pues por lo general nunca abandona su sillón. En cuanto se vuelve hacia mí, piso el freno y me quedo clavado. Tengo delante a un hombre fatigado, con los ojos enrojecidos del insomnio y la expresión de alguien a quien le ha sobrevenido una gran desgracia.

– Sé lo que vas a decir -anuncia-. Pero no tenía la menor idea. -Se sienta y fija la vista en el juego de tijeras y abrecartas que descansa encima del escritorio-: No lo sabía, Costas. Todo se ha llevado a cabo sin mi conocimiento.

A lo largo de todos los años que llevamos trabajando juntos, he visto sus facetas iracunda, apática, lisonjera, taimada y reservada. Pero es la primera vez que lo veo derrumbado, y mi ira se desvanece. Tiro a la papelera todo lo que pensaba recriminarle y me siento en mi silla habitual, sin aguardar a que me lo indique. Él alza la mirada lentamente hasta posarla en mí.

– Desde que estoy en el cuerpo, siempre he sabido que la dirección política del ministerio confiaba en mí. Si alguien me hubiese asegurado lo contrario, no me lo habría creído. Y no confiaban en mí sólo por mis capacidades, que al fin y al cabo no cuentan demasiado en el puesto que ocupo, sino porque respetaba siempre las reglas del juego, cumplía las órdenes sin cuestionarlas, sin oponerme a ellas y sin fingir no haberlas entendido. Ayer sentí por primera vez que me hacían a un lado, que no basta con obedecer, hay que ejecutar las órdenes al pie de la letra. No a mi manera, por más que haya dado buenos resultados, sino exactamente como me las dictan, aunque sean irracionales y me dejen en mal lugar.

Su voz suena cansada, aburrida y sincera. Quizá porque no se cuenta entre las personas que abren su corazón a cualquiera.

– Me quedan seis años para jubilarme -prosigue-. Y pasaré estos seis años dudando siempre si me dicen la verdad o me la ocultan. Me corroerá la duda de si las órdenes que imparten a mis espaldas son distintas y, tarde o temprano, habré de afrontar las consecuencias. Esto no es vida.

No me resulta fácil encontrar palabras de consuelo. No sólo ahora; me sucede también con Adrianí y con Katerina. A veces rezo porque mi expresión delate mi compasión, ya que las frases se me atragantan y no hay modo de pronunciarlas. Lo mismo ocurre ahora. Al final, consigo decir algo anodino:

– ¿No ha pedido explicaciones a Yanutsos?

– Lo he hecho. ¿Sabes qué me ha respondido? «Órdenes de arriba, hable con el director general.»

– ¿Ha hablado con él?

– Sí, y me ha contestado que no le corresponde a él informarme. Que mis subordinados debían haberme informado de antemano.

– ¿Qué significa esto?

– ¿No lo entiendes? -estalla-. ¡Tú! ¡Creen que no me dijiste que existía una orden de arriba de detener a esos matones!

– Déjeles que se estrellen. Ningún tribunal podrá condenarlos.

Sacude la cabeza con tristeza.

– Ay, Costas. Hablas bien pero ves mal. Los encerrarán y empezarán a decir: «Dejen que la justicia haga su trabajo.» Hasta que haga su trabajo y los declare inocentes, habrán pasado un par de años. Entretanto, el caso habrá quedado olvidado y nadie dará un duro por ellos.

Tiene razón. Al ritmo al que los medios de comunicación escupen escándalos, revelaciones sensacionales y primicias, tres veces al día, como las dosis de un jarabe contra la tos, de aquí a un par de años nadie se acordará de Favieros ni de Stefanakos.

– Comprenderás que ya no puedo prometerte nada con respecto a tu puesto -murmura Guikas-. Haga lo que haga, será difícil apartar a Yanutsos de él.

– Lo comprendo.

Guikas exhala un suspiro.

– Descansa durante el resto de tu período de baja y ya veremos dónde te meto para que estés contento.

No estaré contento, aunque aprecio su esfuerzo por complacerme.

– ¿Qué le digo a Kula?

Se encoge de hombros.

– Ya que está de vacaciones, que vuelva cuando las termine.

Mientras cruzo la antesala en dirección al ascensor, me topo con Yanutsos.

– He oído que has estado investigando bajo mano los dos suicidios -comenta con ironía-. Ya no hace falta que te molestes. El caso está cerrado, puedes ir de pesca.

Abro la puerta del ascensor mientras su risa resuena detrás de mí. Pienso en lo mucho que añoraremos a Guikas si se jubila y Yanutsos ocupa su lugar.

A lo largo del trayecto a casa, la inquietud por mi problema personal cede el paso a la preocupación por Guikas. Verlo así, traicionado y vulnerable, me ha inspirado un raro sentimiento de solidaridad. Es la segunda ocasión en que lo experimento, y por razones parecidas. La primera vez fue al salir de la casa de Petrulakis, en la calle Dafnomilis. De nuevo me atormenta la duda de si lo he interpretado mal todos esos años. En parte sí, y en parte no. Sí, porque siempre lo miraba con recelo y desconfiaba de sus buenas intenciones. No, porque cuando alguien te confiesa que se ha pasado la vida haciendo lo que le mandaban sus superiores sin rechistar, está reconociendo implícitamente que se pasaba por el forro a su colega (es decir, a ti) y lo utilizaba siempre según las conveniencias de cada momento. Por tanto, no me equivocaba al mostrarme receloso y defender mi terreno, como él defendía el suyo. La solidaridad es buena, pero los que la convirtieron en su bandera se quedaron con un palmo de narices en el ochenta y nueve.

Al llegar a casa, encuentro a Fanis charlando con Adrianí en la sala de estar. A escasa distancia, un desconocido con pinta de técnico está inspeccionando las paredes.

– ¿Para qué necesitamos el aire acondicionado, Fanis, querido? Ya te he dicho que no lo quiero, porque reseca el aire. Con el ventilador nos apañamos muy bien.

– ¿Tengo que repetírtelo? Tu marido sufre del corazón. El calor representa un peligro mortal para él. ¿Sabes cuántas urgencias me toca atender cuando hay una ola de calor?

– De acuerdo, pero nosotros nos iremos dentro de unos días. Visitaremos a mi hermana, en la isla.

– ¿Y qué harás cuando regreséis al horno de la ciudad?

El técnico interrumpe la conversación, que se desarrolla como si yo no estuviera delante, al igual que todas las conversaciones sobre mi persona.

– ¿Puedo hacerles una pregunta? ¿Quieren que enfríe el piso entero?

– No, sólo la sala de estar -responde Fanis.

– Entonces bastará con doce mil BTU.

Fanis toma la decisión sin consultar más a Adrianí.

– Muy bien, adelante.

El técnico se da la vuelta para marcharse, me ve en el umbral de la puerta y se detiene. Sólo entonces se fijan en mí Fanis y Adrianí.

– ¿Te parece bien que instalemos aire acondicionado? -pregunta Fanis-. Está de oferta, lo pagas a plazos, el primero dentro de dos años.

– Bueno -contesto. Habida cuenta de los acontecimientos recientes, más vale que cuide de mi corazón.

Adrianí nos abandona y se va del salón, como siempre que no se sale con la suya.

Fanis se inclina hacia mí y musita confidencialmente:

– La idea fue de Katerina, pero no se lo he dicho, porque se picaría.

El timbre del teléfono deja mi respuesta en el aire. Se trata de Sotirópulos.

– Oye, ¿se han vuelto locos tus colegas? -pregunta al oír mi voz-. ¿Pretenden echarle el muerto a esos tres inútiles?

– No seas desagradecido -lo reprendo con ironía-. Anoche no se hablaba de otra cosa en tu programa que de los tres inútiles.

Comprende que me refiero al programa dedicado a la amenaza de la extrema derecha y no responde enseguida. Cuando, al fin, abre la boca, percibo en su voz una ansiedad insólita en él.

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