Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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Pregunto a una de las muchachas que deambulan como sonámbulas por la planta baja dónde está la habitación de la señora Rena, y me señalan una escalera que conduce del enorme salón a la primera planta. Mientras subo, me cruzo con Petrulakis, el consejero del primer ministro. Nos encontramos cara a cara justo en medio de la escalera. Me mira como si esperara que le presente mis respetos. Yo, en cambio, creo que el suicidio de Vakirtzís lo arrastrará hasta el fondo y opto por hacer caso omiso del gesto brusco que me dirige. Desvío la mirada a tiempo y reanudo el ascenso.

En la primera planta, me detengo frente a tres puertas cerradas. La primera se abre a un dormitorio frío e impersonal, con una cama de matrimonio, un sillón de respaldo bajo y una estantería con libros. Evidentemente, es el dormitorio de invitados. La segunda puerta da entrada a un gimnasio con barra, bicicleta fija y cinta de correr. Pruebo suerte con la tercera puerta y descubro a Fanis tomando el pulso de una muchacha joven. Ella oye chirriar los goznes y se vuelve hacia mí. Es morena, con los labios y las uñas pintados color berenjena. Lleva una blusa roja con tirantes, que deja sus hombros y su ombligo al descubierto, y pantalones color crema. Si no me equivoco, Vakirtzís contaba cincuenta y cinco años, unos veinticinco más que ella, porque no creo que supere los treinta.

Fanis se me acerca y me susurra al oído:

– Se ha repuesto un poco, pero no te pases. -Y nos deja solos.

Me siento en el borde de la cama. La joven me sigue con la vista, como hipnotizada.

– Soy el comisario Jaritos -me presento-. No es mi intención importunarla; sólo quiero hacerle algunas preguntas.

En lugar de responder, mantiene los ojos clavados en mí. Supongo que entiende mis palabras así que prosigo:

– ¿Había observado algo raro en el comportamiento del señor Vakirtzís últimamente?

– ¿Como qué?

– No sé… Irritación…, accesos de cólera…, gritos…

– Sí, pero esto no era raro en él. Siempre gritaba y me trataba con brusquedad… Al cuarto de hora se olvidaba de sus cabreos y se deshacía en cumplidos.

– Tenía problemas…, preocupaciones…

Esboza una leve sonrisa.

– Apóstolos nunca tenía preocupaciones. Las causaba a los demás.

No sé si se refiere a los que despedazaba en sus programas o a sí misma. A ambas cosas, tal vez.

– En general, no le daba la impresión de que pensara suicidarse.

– ¿Apóstolos? -La leve sonrisa cede el paso a una risita de amargura-. ¿Qué quiere que le diga?

Deduzco que no se llevaban demasiado bien, aunque esto no me importa mucho.

– ¿O sea que no había notado ningún cambio en su conducta últimamente?

– Ninguno. -Hace una pequeña pausa para pensar-. Excepto…

– ¿Qué?

– Estas últimas semanas, pasaba muchas horas encerrado en su despacho, trabajando con el ordenador.

Igual que Favieros. La pauta se repite, y he sido un gilipollas por no indagar si el caso Stefanakos también se ajusta a ella. Es lo malo de las investigaciones extraoficiales conducidas en períodos de baja médica: no te atreves a interrogar a quien quieres en el momento que quieres.

– ¿Por lo común, no pasaba muchas horas en su despacho?

– Ni una. Apóstolos tenía de todo. Un despacho que ocupa la planta superior entera. Ordenadores, impresoras, escáneres, conexión a Internet… Pero no lo tenía para utilizarlo, sino para no ser menos que los demás… sus amigos, sus colegas. No toleraba carecer de algo que tuvieran los demás. Era envidioso. Excepto esta última temporada, en que se encerraba en su despacho, delante del ordenador.

– ¿No le preguntó qué hacía?

– Siempre que le preguntaba qué hacía, respondía que estaba ocupado, aunque estuviera regando el jardín o viendo un partido de fútbol en la televisión.

Colijo que no voy a averiguar gran cosa más y me levanto. Salgo del dormitorio y subo a la tercera planta. Aquí no hay puertas. Es un gigantesco espacio único, con un escritorio, un televisor de pantalla gigante y aparatos diversos. Hay altavoces de múltiples tamaños dispuestos a lo largo de las paredes, y un sofá con una mesilla colocados frente la tele.

Sobre el escritorio descansan los objetos que ha enumerado la chica. Lo que me llama la atención es que no hay un solo libro en todo el escritorio. Sólo encuentro, encima de la mesilla del sofá, algunas revistas dispersas. Hasta yo dispongo de una biblioteca con cuatro estantes, en el dormitorio, cierto, pero repleta de libros. Vakirtzís, en cambio, no tenía uno solo.

En el costado izquierdo del escritorio hay tres cajones. Los abro uno tras otro. El primero está lleno de blocs de notas sin usar y un surtido de bolígrafos nuevos. El segundo resulta más interesante, pues contiene numerosas cintas de audio. Habré de mandar a alguien que las recoja y las envíe al laboratorio. Al intentar abrir el tercer cajón, descubro que está cerrado con llave. Me agacho y veo que tiene una cerradura de seguridad. No queda otro remedio que localizar la llave, aunque no sé si, en caso de suicidio, estamos autorizados a investigar. Si no, habrá que solicitar permiso a los legítimos herederos, y no sé quiénes son. Seguramente, Rena no. Ella correrá la misma suerte que esas víctimas que conviven con un hombre mucho mayor que ellas, pasan algunos años nadando en la abundancia y después se quedan solas y a dos velas.

Al bajar los escalones de la terraza, me topo con Sotirópulos.

– Me he quedado sin nada -se queja indignado, como si yo tuviera la culpa-. Ya se habían llevado el cadáver, y la mayoría de los invitados se habían marchado. Fotaki llegó a tiempo para entrevistarlos. ¿Ella cómo lo sabía? -pregunta, ojeándome con recelo.

– Por una llamada anónima. Alguien les avisó que en la fiesta de Vakirtzís habría sorpresas.

Se lo piensa y emite un silbido.

– Te refieres a…

– Exacto. Me envió la biografía y telefoneó a la misma cadena que había transmitido los suicidios anteriores.

Echo a andar para ir a hablar con Fanis, que me espera sentado en una silla, pero Sotirópulos me sujeta del brazo.

– ¿Adonde crees que vas? -gruñe-. Algo he de sacar de esta historia.

– ¿Y esperas sacarlo de mí? -Estoy a punto de estallar pero esto no lo amedrenta en absoluto.

– Sí. Quiero que me hables de la biografía. De cómo fue a parar a tus manos y te impulsó a venir a toda prisa. Supongo que no soltarás un bombazo, porque sé que eres duro de roer y muy capaz de callártelo.

Será un bombazo, aunque no como el que él imagina. Si hablo, desenmascararé sin remedio a Yanutsos y a quienes lo apoyan. A fin de cuentas, nada me obliga a guardar silencio, pues estoy de baja médica y otra persona me sustituye en mis funciones. En caso necesario, puedo demostrar que llamé a jefatura, no encontré a Guikas y acudí en persona para evitar la muerte de Vakirtzís.

– De acuerdo, te lo contaré todo. Pero no me preguntes si he hecho pesquisas por aquí ni qué pistas he encontrado porque es mi deber informar primero al departamento.

Me mira y piensa que estoy tomándole el pelo. Con el micrófono en la mano, espera que de un momento a otro lo deje colgado. Pero yo empiezo a contar la historia, desde el instante en que me llevaron el sobre a casa hasta que llegué aquí y descubrí el cadáver carbonizado de Vakirtzís. La sonrisa de Sotirópulos se ensancha con cada palabra, como si estuviera presenciando una subida sin precedentes de la bolsa.

Cuando concluyo, me tiende la mano por primera vez desde que lo conozco.

– Gracias, eres un tipo legal -dice.

Me guardo mis comentarios y me acerco a Fanis, que se ha puesto de pie y viene a mi encuentro.

– ¿Has averiguado alguna cosa? -pregunta.

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