Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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– No sólo con el partido gobernante sino con todos los partidos. ¿Sabe de algún empresario que no cultive contactos políticos, señora Komi?

– No estamos hablando de simples contactos sino de relaciones personales muy estrechas. Hace dos días le vieron comer con un ministro del gobierno en un restaurante de moda.

– ¿Insinúa que conspirábamos en público, y en un restaurante muy conocido, para colmo? -Favieros suelta una risotada. De repente, se pone serio-. No olvide que conozco a muchos de los ministros del actual gobierno desde la época de la junta militar, cuando éramos estudiantes.

– No son pocos los que afirman que el crecimiento vertiginoso de sus empresas se debe a la simpatía de la que goza entre miembros del gobierno -señala Komi-. Tal vez por haber luchado juntos contra la dictadura -añade, mordaz.

– El éxito de mis empresas se debe a una buena planificación, a unas buenas inversiones y al trabajo duro, señora Komi -asevera Favieros con gravedad-. Esto quedará demostrado más allá de toda duda, y muy pronto, además. -Pone énfasis en la última frase, como si fuera a demostrarlo enseguida.

Komi abre una carpeta que tiene sobre el regazo, extrae un documento y se lo entrega a Favieros.

– ¿Reconoce esta carta? -pregunta-. Es una protesta firmada por cinco sociedades constructoras y dirigida al Ministerio de Obras Públicas. Protestan por la anulación del concurso para la construcción de tres nudos viarios y la decisión de repetirlo, sólo para conceder a su empresa la oportunidad de presentarse, puesto que no estaba preparada para la primera convocatoria.

Favieros echa un vistazo al documento y levanta la cabeza lentamente.

– Sí, algo había oído de eso, pero no lo había leído.

– Como ve, se trata de acusaciones muy concretas. ¿Tienen algún fundamento?

– Responderé a su pregunta -dice Favieros con serenidad.

Su mano se dirige lentamente al bolsillo interior de su americana. Komi, asida a los brazos del sillón, fija la mirada en Favieros y espera. Con su actitud pretende transmitir la tensión a los espectadores, pero el tufillo a falso me llega desde la avenida del Mediterráneo, donde se encuentran los estudios.

Favieros retira la mano del bolsillo pero no saca un papel ni un pañuelo con el que enjugarse el sudor. La mano de Favieros empuña una pequeña pistola tipo Beretta, con la que apunta a Komi.

– ¡Virgen María, la va a matar! -chilla Adrianí, levantándose de un salto.

Komi contempla la pistola, hipnotizada. No sé si la paraliza el terror o la fascinación que ejercen las armas sobre sus víctimas, fenómeno que he podido comprobar en incontables ocasiones. Cuando sale del trance momentáneo intenta ponerse de pie, aterrorizada, pero sus rodillas no obedecen y se desploma en el sillón. Abre la boca para decir algo, pero su lengua se alía con las rodillas y se niega a obedecerla.

– Señor Favieros -lo llama alguien desde fuera de la pantalla, con una voz que intenta ser tranquilizadora pero que está temblando de miedo-. Señor Favieros, guárdese el arma en el bolsillo… Se lo suplico… Estamos en el aire, señor Favieros.

Favieros no le hace caso. Sigue encañonando a Komi con la pistola.

– ¡Vamos a publicidad! ¡Poned los anuncios! -grita la misma persona desde detrás de las cámaras.

– ¡Nada de anuncios! -La voz que interviene ahora es categórica, no admite objeciones-. Seguimos en el aire. ¡Aquí mando yo!

– ¡Señor Valsamakis! -protesta la primera voz-. ¡Acabaremos en la cárcel!

– ¿Cuántas veces se presentan oportunidades como ésta, inútil? ¿Quieres pasar el resto de tu vida realizando informativos y concursos televisivos o prefieres tener a la CNN de rodillas, suplicándote? ¡Contéstame! ¿Qué prefieres?

– ¡Patroclo, un primer plano de Favieros! ¡Quiero un primer plano de Favieros! -grita el realizador.

– ¡Aspasía, habla con él! ¡Estás en el aire, habla con él! -ordena la voz de mando.

Komi no se esfuerza en absoluto por disimular el pánico.

– Señor Favieros -farfulla-. No… por favor…

Mientras Patroclo hace zum en el rostro de Favieros, éste realiza tres movimientos sucesivos y muy rápidos. Se apunta a sí mismo con el arma, se mete el cañón en la boca y aprieta el gatillo. El disparo resuena a la vez que el grito de Komi. Un chorro rojo brota de la cabeza de Favieros, y sus sesos se desparraman sobre el fondo del escenario, que figura una enorme pecera llena de peces de colores. El cuerpo de Favieros cae hacia delante, como si se hubiese quedado dormido en el sillón.

Komi, de pie, retrocede casi imperceptiblemente hacia la salida del plató, pero la voz de mando le para los pies.

– ¡Quédate en tu puesto, Aspasía! -brama-. ¡Piensa que estamos haciendo historia! ¡El primer suicidio televisado en directo! -Komi vacila por un instante y después se vuelve hacia la cámara, porque la enfoca en primer plano, pero también para apartar la vista de Favieros.

A mi lado, Adrianí se ha cubierto la cara con las manos y se mece adelante y atrás como las plañideras.

– No, Dios mío… No, Dios mío… -gime.

– ¡Aspasía, habla a la cámara! -atruena la voz de mando.

– ¡Miltos, un primer plano de Aspasía! -ruge el realizador.

– Queridos telespectadores -suena la voz de Aspasía pero, en lugar de su rostro, se ve en la pantalla una imagen borrosa, manchada de sangre y salpicaduras.

– ¡Miltos, limpia el objetivo! ¡No tengo imagen! -grita el realizador.

– ¿Con qué quieres que lo limpie?

– ¡Con la manga, con lo que sea! Quiero imagen.

– ¿Quién es el gilipollas que ha dejado abiertos los micros? ¡Carta de ajuste!

Dejan de oírse las voces y el sonido, y en la parte inferior derecha de la pantalla aparece un letrero: «Estas imágenes no están trucadas.»

– ¡Apágala! -exclama Adrianí, indignada-. ¡Estas imágenes no están trucadas! ¡No tienen escrúpulos!

– Ya la apago -respondo-, pero prepárate: nos enseñarán el suicidio en todos los canales durante al menos una semana, como si fuera una película de estreno.

– ¿Y a éste cómo se le habrá pasado por la cabeza suicidarse delante de las cámaras?

– El alma humana es insondable.

Recurro a esta respuesta vaga porque, si empezamos a discutir, la retahíla de tonterías será interminable.

– Ya todo se considera un espectáculo. Hasta el suicidio.

A veces, Adrianí pone el dedo en la llaga, sin darse cuenta. ¿Por qué razón escenificaría su suicidio en público un empresario de la talla de lásonas Favieros? Por otra parte, quizá no era eso lo que se proponía y había tomado la decisión de matarse sobre la marcha. ¿Qué otra intención podía albergar, sin embargo? ¿Asesinar a Komi? Se lo merecía, aunque seguro que Favieros no veía tanto la televisión como para que esa muñeca rubia y embutida en lamé, como una bolsa de peladillas, despertase sus instintos asesinos.

También existe la posibilidad de que quisiera lanzar una advertencia a sus competidores y enemigos. Y la pistola ¿para qué? ¿Los amenazaría con una pistola a través de las cámaras? Hace mucho que no investigo, estoy desentrenado y sólo se me ocurren bobadas.

Capítulo 4

Otra noche sin dormir. El insomnio es mi gran tormento. Temo el instante en que apagaré la luz. Según Fanis, esto les ocurre a muchos convalecientes, y recomienda que tome medio Tavor una hora antes de acostarme. Yo me niego a tomar siquiera un cuarto, porque, si te enganchas a los somníferos, ya nadie te quita la adicción. Así que paso la mitad de la noche con los ojos como platos, revolviéndome en la cama.

Mi insomnio de anoche, sin embargo, no presentaba los síntomas acostumbrados: no estaba nervioso, contando del mil al uno, ni me entraron ganas de hacer mi recorrido nocturno de la cocina a la sala de estar y de allí a la terraza. Al contrario, cada vez que me entraba el sueño, me lavaba la cara para despejarme. Me reconcomía la obsesión de comprender qué había impulsado a Iásonas Favieros a suicidarse ante las cámaras. Un suicidio privado, en casa o en el despacho, no me habría extrañado mucho. Los negocios no marchaban bien, padecía problemas psicológicos, su mujer lo engañaba con otro, estaba a punto de estallar un gran escándalo y prefirió la muerte al oprobio. Su voluntad de matarse en público es lo que me confunde. ¿Por qué en público? ¿Por qué Iásonas Favieros quiso convertir su muerte en un espectáculo? La gente como él detesta los alborotos y se mueve a resguardo de las miradas del público, en despachos cubiertos de gruesas moquetas, que ahogan el ruido de las pisadas. ¿Y, de repente, un hombre así provoca la subida de las acciones de la emisora con su propia muerte? La posibilidad de que se hubiese vuelto loco queda descartada. Había acudido a la entrevista con la pistola junto a la billetera. Por lo tanto, el suicidio público obedecía a un propósito determinado, quería decir algo.

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