Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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Las cosas se torcieron en el momento en que me sacaron de cuidados intensivos. Ese mismo día Adrianí se instaló permanentemente en mi habitación, resuelta a controlarlo todo. Como yo era un policía herido en acto de servicio, por un lado, y como mi hija salía con Fanis, por otro, los médicos se consideraron obligados a informar a mi mujer cada día de la evolución de mi salud, de los fármacos que me administraban y de los pequeños problemas que surgían en mi estado postoperatorio. A partir del tercer día, se quedó en la habitación durante la visita de los médicos y lo comentaba todo con ellos. Si yo me atrevía a expresar una opinión, a quejarme de dolores o de un tirón en la espalda, por ejemplo, ella me cortaba enseguida: «Déjalo en mis manos, Costas. Tú no sabes de estas cosas.»

Los médicos la aguantaban por consideración a Fanis, yo estaba demasiado débil para plantarle cara, y las enfermeras la odiaban pero no se atrevían a demostrarlo. Finalmente, Katerina decidió hablar con ella. Adrianí rompió a llorar, desconsolada.

– Si no me creéis capaz de cuidar de mi marido, contratad a una enfermera particular y dejad que me vaya a casa.

El llanto intimidó a Katerina a tal punto que me abandonó a su merced.

– Hace fresco, ponte la chaqueta. -Extrae del bolso la chaqueta que tejió para mí y me la pasa.

– Deja, no tengo frío.

– Sí que tienes frío, Costas. Yo sé lo que me digo.

El gato se levanta, se despereza y salta alegremente al suelo. Me echa una última mirada, da media vuelta y se aleja con la cola tiesa como la antena de un coche patrulla.

Tomo la chaqueta y me la pongo.

Capítulo 2

Fanis desmiente a Adrianí. Llega a las siete, cuando estoy leyendo el periódico de la tarde. Es otra de las novedades de mi vida posthospitalaria: antes los diccionarios monopolizaban mi interés en la lectura, ahora he incluido los periódicos, para combatir el aburrimiento. Empiezo por el diario de la mañana, que me trae a casa Adrianí, y luego hojeo mis diccionarios; cuando salgo por la tarde a pasear compro la edición vespertina y releo las noticias, idénticas, como calcadas con papel carbón; al final las veo por tercera vez en la televisión, por si se me ha escapado algo. Los médicos advierten siempre sobre los efectos secundarios de la intervención, que resultan ridículos si los comparamos con los de la convalecencia: el hastío insoportable y la inmovilidad paralizante.

Fanis me pilla absorto como un autista, leyendo los artículos menores de las páginas financieras. Todavía llevo la chaqueta que Adrianí me obligó a ponerme en el parque, no porque tenga frío sino porque he alcanzado tal punto de apatía que no distingo el frío del calor. Soy capaz de dormir con la chaqueta si no viene Adrianí a quitármela.

Fanis se planta delante de mí con una sonrisa.

– ¿Te apetece dar una vuelta?

– ¿No estabas de guardia? -pregunto, apartando la vista del diario.

– Me he puesto de acuerdo con un colega. Le venía mejor encargarse de mi turno de hoy.

Dejo el periódico y me levanto.

– ¡No lleguéis tarde para la cena! -grita Adrianí desde la cocina-. Costas tiene que cenar a las nueve.

– ¿Por qué? ¿Qué pasará si cena a las diez? -pregunta Fanis con una carcajada.

Adrianí asoma la nariz por la puerta de la cocina.

– Fanis, tú eres médico. ¿Crees que es bueno que se acueste con la barriga llena ahora que está convaleciente?

– Con las comidas que tú le preparas, dormiría como un niño aunque cenara a medianoche.

– Vámonos, ya es tarde -lo apremio, porque temo que Adrianí empiece a poner objeciones y nos quedemos sin paseo.

Antes, en cuanto llegaba Fanis, ella interrumpía su trabajo para hacerle compañía. Ahora le abre la puerta y desaparece en la cocina. Ve en general con malos ojos a cualquiera que viene a casa, porque teme que le arrebaten su dominio absoluto sobre mí. Con Fanis se muestra retraída y recelosa, debido a su condición de médico y a la consiguiente imprevisibilidad de sus reacciones.

– ¿Por qué llevas chaqueta? ¿Tienes frío? -me pregunta Fanis.

– No.

– Quítatela, hace calor en la calle. Vas a sudar a mares.

Sigo su recomendación. Mi mujer me la pone, mi médico me la quita, yo obedezco.

– Vamos hacia la costa, a respirar un poco de aire del mar -propone Fanis y tuerce en la calle Ymitú para enfilar Vuliagmenis.

Hay poco tráfico y todos conducen sin prisas. Desde que trasladaron el aeropuerto a Spata, la avenida Vuliagmenis suele estar despejada. Fanis avanza calle Alimu abajo y sale a la avenida Poseidón. Todo el mundo ha venido al mar y la gente se agolpa en el espacio de metro y medio entre la calzada y el parapeto de piedra que bordea la playa. El resto de la acera está tomado por hindúes, paquistaníes, egipcios y sudaneses que venden bolsos, billeteras, convertidores de euros, monederos para los céntimos, prismáticos, relojes, despertadores y flores de plástico sobre sus mantas extendidas. Acuclillados, los vendedores charlan entre sí, ya que los transeúntes no prestan la menor atención a sus mercancías.

Es junio, aún no se han desatado los calores fuertes y noto la brisa de Saronikós en la cara. Muchos bañistas chapotean en el agua, otros juegan con raquetas en la arena, mientras algunos de esos veleros que se hunden, giran y reemergen por el otro lado y navegan por la bahía de Fáliro. Cierro los párpados e intento borrar de mi mente la sopa de estrellitas con pollo, que sin duda me provocará arcadas, los dos meses de autismo en forma de baja que me quedan por delante, y el gato que mañana por la tarde me estará esperando en el lugar de siempre, en el parque… Trato de pensar en otra cosa pero no lo consigo.

– Tienes que salir del círculo vicioso de la convalecencia.

La voz de Fanis me despierta y abro los ojos. Hemos dejado atrás Kalamaki y nos dirigimos a Helinikó. Fanis sigue hablando con la mirada fija en la carretera.

– Sabes muy bien que al principio no nos llevábamos muy bien. Tú me tenías por un medicucho frío y engreído, yo te tenía por un poli cenizo y cascarrabias, resentido conmigo por seducir a su hija. Aun así, te prefería a la masa informe en que te has convertido.

Distraído por el esfuerzo de rescatarme de mi apatía, se ve obligado a dar un volantazo para esquivar un Ford descapotable en el que viaja una pareja. El tipo que conduce lleva los pelos de punta, a la moda, como si se le hubiese aparecido Drácula. La chica luce un aro en la nariz.

El tipo con la cabeza erizada nos alcanza en el semáforo. Viene dispuesto a echar la bronca a Fanis cuando se fija en el adhesivo del colegio de médicos, pegado en el parabrisas.

– ¿Eres un matasanos? ¡Debí imaginarlo! -grita triunfalmente-. Alguien que conduce así sólo puede ser médico o mujer.

– ¿Por qué, qué pasa con las mujeres, Juanito? -se indigna la chica que va a su lado.

– Nada, muñeca. Sólo que cuando os ponéis al volante, sois un peligro.

– Pero ¿qué dices? ¿Es un peligro tu mamá, a la que llamas cinco veces al día para oír su dulce voz?

La chica está tan furiosa que le tiembla la anilla de la nariz. Abre la puerta del descapotable, baja del coche y la cierra de golpe.

– ¡Vuelve aquí, Maggie! ¿Adonde crees que vas, joder?

Como si no lo hubiera oído, la joven sortea varios vehículos hasta llegar a la acera de enfrente.

– ¡Ha sido por tu culpa, carnicero! -chilla el tipo a Fanis.

– No soy cirujano -responde él riéndose-. Soy cardiólogo y, si sigues así, te va a dar un infarto.

Pero el tipo no le hace caso. El semáforo está en verde y él avanza a diez por hora, tocando el claxon como un poseso para que la chica regrese al coche, mientras los conductores de atrás le exigen a bocinazos que arranque de una vez.

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