Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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Fanis se desternilla. Yo observo la escena en silencio, y él repara en mi displicencia.

– ¿Ves? Normalmente, te habrías cabreado con el tipo y conmigo, por tomármelo a risa. Ahora te deja indiferente. Mis felicitaciones a la señora Adrianí. No la creía capaz de atarte tan corto.

Se detiene delante de las instalaciones deportivas de San Cosme. Termina de aparcar, muy serio, se vuelve hacia mí. Anochece, y apenas distingo sus rasgos dentro del coche.

– Katerina piensa dejar temporalmente el doctorado para venir a Atenas -me suelta.

– ¿Por qué?

– Para ocuparse de tu recuperación. No quiere que acabemos recogiendo lo que quede de ti con una cucharilla. -Hace una breve pausa sin dejar de mirarme-. Le aseguré que no es necesario. Eres un hombre fuerte; sólo falta que te pongas las pilas.

– ¿Por eso querías dar una vuelta conmigo? ¿Para hablarme de Katerina?

– Por eso y porque no tiene sentido cambiar la tutela de la madre por los cuidados de la hija. Es a ti a quien corresponde reaccionar. -Calla por un momento, como sopesando lo que va a decirme-. Si sigues así, no podrás volver al servicio. Necesitarás prolongar la baja.

– ¡Ni en broma! -Por primera vez, mi voz no suena muerta.

– Katerina se encuentra en un momento crucial de su tesis. -Se corta de nuevo, teme hablar más de la cuenta y molestarme-. No le conviene dejarla a medias ahora. Yo no puedo impedírselo. Sólo tú…

Como no obtiene respuesta, se dispone a encender el motor.

– Sois todos muy buenos -murmuro, y él se queda inmóvil con la mano en las llaves-. Mi mujer, siempre pendiente de mí, y tú, que te desvives por animarme, y mi hija, que quiere interrumpir su doctorado para venir a cuidarme. Pero ¿por qué me siento tan mal, a pesar de todo esto?

– Porque no nos mandas al cuerno para hacer lo que te dé la gana. Esto es lo que trato de decirte.

Ahora sí gira la llave, y el coche se pone en marcha. Se despide delante de la puerta de mi casa. No lo invito a subir, porque sé que es su hora de llamar a Katerina.

La mesa de la cocina está puesta para mí.

– ¿Qué tal el paseo? -pregunta Adrianí.

– Bien. Hemos ido hasta San Cosme.

– Es verano; el paseo marítimo está muy concurrido. Cuando te encuentres un poco mejor, te sacaré a pasear por la mañana. -Capto el mensaje perfectamente. Ella decidirá cuándo me encontraré mejor, y ella me sacará a pasear-. Siéntate, te serviré la sopita.

– No quiero sopa. Fuera hace calor, la gente se baña en el mar y tú me das sopa de estrellitas para cenar.

– Porque tienes que ponerte bien, Costas. Es bueno para tu recuperación.

– ¿Qué médico de mierda ha dicho eso? -Sé que no lo ha prescrito médico alguno; la terapia es de su invención.

Por toda respuesta, Adrianí se lleva el plato hondo, lo llena de sopa y añade un muslo de pollo. Después lo deposita delante de mí en la mesa.

– Si quieres, te lo comes. Yo he cumplido con mi deber -declara y me deja solo en la cocina.

Me agarro de los cantos de la mesa para incorporarme y cantarle las cuarenta, pero las rodillas me flaquean de repente. Mi cólera se desinfla como un tensiómetro, las fuerzas me abandonan y desfallezco. Me siento a la mesa, tomo una rebanada de pan, la corto en pedazos y los echo en la sopa, como los viejos. Al tercer bocado dejo la cuchara en el plato y salgo de la cocina.

Capítulo 3

Estoy sentado en el sofá, al lado de Adrianí, mirando la televisión. En la pantalla aparece la famosa presentadora de televisión, Aspasía Komi, que una vez por semana entrevista a diversos políticos, empresarios y algún que otro futbolista o levantador de pesas, y ella lanza denuncias, airea escándalos y, al final, despide a sus invitados con una gran sonrisa. Antes yo despreciaba este tipo de programas, que me ahuyentaban del televisor. Ahora los desprecio y los veo, como nueve de cada diez griegos en la actualidad.

Komi está sentada en un cómodo sillón, frente a Iásonas Favieros, un cincuentón bien conservado, arrellanado en otro sillón de aspecto no menos cómodo. Si no fuera del dominio público que ha amasado una fortuna en los últimos veinte años, sin duda muchos lo tomarían por un roquero trasnochado de los años setenta que ha olvidado afeitarse la barba y cambiarse de pantalón. Es dueño de una gran constructora que opera en todos los países balcánicos y se encarga de una parte importante de las obras para los Juegos Olímpicos, pero lleva tejanos desteñidos y una americana llena de arrugas.

Komi lo acosa a preguntas acerca de las acusaciones de que dichas obras no estarán terminadas a tiempo, pero Favieros no parece inquietarse en absoluto.

– No son más que habladurías sin fundamento, señora Komi -responde-. Los asuntos de este tipo mueven mucho dinero y despiertan un gran interés, y Grecia es un país insignificante desde el punto de vista empresarial. Por mucho que discrepe, debo reconocer que es normal que la competencia intente muchas veces desprestigiar al adversario o, incluso, acabar con él.

– ¿Me asegura entonces que las obras se terminarán a tiempo para los Juegos Olímpicos?

– No -replica Favieros sonriendo, seguro de sí mismo-. Le aseguro que terminarán mucho antes.

– Acaba de asumir un compromiso frente a nuestros telespectadores, señor Favieros. -Komi se vuelve hacia la cámara con el rostro resplandeciente de satisfacción.

– Desde luego -contesta Favieros imperturbable.

– Ya veremos dónde estarás tú cuando hagamos el ridículo delante de los extranjeros -refunfuña Adrianí, que considera todas las promesas fraudulentas.

Quizá tenga razón, pero Favieros ha zanjado el tema con su compromiso público, de modo que Komi empieza a buscar otro caballo de batalla.

– No obstante, señor Favieros, en los círculos empresariales muchos se hacen la misma pregunta -prosigue-: ¿Cómo pudo usted crear, partiendo de cero y en apenas quince años, una empresa tan importante para lo que es habitual en Grecia?

– Lo que ocurre es que muy pronto comprendí dos realidades -explica él sin titubear-. En primer lugar, si limitaba mis actividades al territorio griego, mis empresas estarían condenadas a subsistir. Por eso me abrí a los Balcanes. Actualmente operamos, tanto directamente como a través de empresas filiales, en toda el área balcánica, incluso en Kosovo. Además, supe aprovechar la tradicional relación de amistad que une a Grecia con algunos países árabes.

– ¿Y la otra realidad?

– Que un empresario no debe tener complejos. Realizamos buena parte de nuestras obras en colaboración con otras empresas europeas, mucho mayores que la nuestra. Le aseguro, señora Komi, que jamás he temido que nos absorban.

– Por lo visto usted supo aprovechar antes que otros los secretos de la globalización, señor Favieros.

Favieros se echa a reír.

– Conocía los secretos de la globalización mucho antes de la globalización.

– ¡Qué me dice! ¡Es todo un pionero! ¿Cómo los descubrió?

Komi sonríe con gracia, como queriendo anticiparse a la broma que va a oír.

– Gracias al internacionalismo de izquierdas, señora Komi. La globalización es la última etapa del internacionalismo. Le sugiero que lea el Manifiesto Comunista.

Mientras que hasta este momento se mostraba relajado y abierto, de pronto distingo en su voz cierto deje de orgullo teñido de provocación. La sonrisa en los labios de Komi se ha convertido en una mueca de perplejidad. No sabe qué es el internacionalismo, no conoce el Manifiesto Comunista y no entiende de qué están hablando. Pero es una periodista experta y se repone rápidamente. Se inclina hacia delante y clava en él los ojos.

– Tal vez usted lo llame internacionalismo y Manifiesto Comunista, señor Favieros, pero otros lo llaman contactos con el partido gobernante -le dice en tono melifluo-. Y hablan de sus relaciones con ciertos ministros.

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