Petros Márkaris - Defensa cerrada

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El rico empresario Dinos Kustas, conocida figura de la noche ateniense y propietario de un lujoso restaurante y varios clubs nocturnos, es asesinado de madrugada.
Todo apunta a que ha sido víctima de un ajuste de cuentas de la mafia. Sin embargo, para el comisario Kostas Jaritos algo no encaja: cuatro disparos hechos casi a ciegas no parecen obra de un profesional. Cínico, escéptico y obstinado, el investigador recorre las calles de Atenas, corroída por los intereses internacionales y la delincuencia, en busca de respuestas.
Desde los bajos fondos hasta las altas esferas, Jaritos se adentrará en el lado más sórdido de la Grecia contemporánea, al tiempo que desvela un oscuro entramado de blanqueo de dinero y corrupción.

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– Quisiera hablar con el gerente del restaurante.

– Yo mismo.

– Soy el teniente Jaritos.

– Ah, sí -responde sin dudar. Kusta ha debido de avisarlo-. ¿En qué puedo ayudarle, teniente? -Acentúa la mayoría de las palabras en la última sílaba, y la «r» se le escapa y suena como una «g», pero consigue hacerse entender.

– Quisiera formularle algunas preguntas. No le robaré mucho tiempo. -Por lo visto el ambiente ha influido en mi comportamiento, porque me muestro más amable que de costumbre.

– Estoy a su disposición.

– La noche del crimen, Dinos Kustas pasó por aquí antes de ir al otro club, ¿no es así?

– Sí.

– ¿Recuerda a qué hora vino?

– No miré el reloj, pero él solía presentarse siempre a la misma hora: a las once.

– ¿Y a qué hora se marchó?

– Mmmm… -piensa un poco-. A eso de las doce o doce y media, tal vez.

– ¿Se llevó algo?

– ¿Qué podría haberse llevado? ¿Comida empaquetada?

Se ríe con su propia broma, pero a mí empieza a irritarme su acento y su tendencia a contestar a mis preguntas con otras preguntas.

– No sé, por eso te lo pregunto. ¿Se llevó algo? -Normalmente, la estrategia del tuteo repentino da resultado con los griegos, pero éste no se da por aludido.

– ¿Comida? No.

– ¿Otra cosa, tal vez? ¿Dinero, por ejemplo?

– Esto no es un banco, teniente, ¿verdad?

– No he dicho que sea un banco. Me refería a que tal vez se llevó la recaudación de la jornada.

– Oh, mais non - se le escapa en francés-. Jamás hacía eso. Cada mañana venía un furgón blindado para llevarse el dinero.

– ¿City Protection?

– Sí, señor.

El furgón blindado hacía el mismo recorrido todos los días: Kifisiá-Kalamaki, Kalamaki-avenida Atenas, avenida Atenas-banco. Como un autobús de línea.

– Esto es todo. Muchas gracias.

– De nada. Espero que haya disfrutado de la cena.

Me limito a responder con una sonrisa que podría significar «sí», para que no piense que me he arrugado porque me han servido un filete crudo, como si fuera un caníbal. En fin, Kustas no se llevó dinero de Los Baglamás ni de Le Canard Doré. Mi última esperanza es que lo sacara del banco. Aunque, en ese caso…, ¿dónde estaba? ¿Y si lo que fue a buscar al coche no era dinero, sino otra cosa, que ha desaparecido? O tal vez se trató de una serie de coincidencias, y el asesino se limitó a esperar su salida. Conocía sus costumbres y sus horarios, y sabía que a esa hora no tardaría en aparecer. Si el extracto de su cuenta bancaria demuestra que no solicitó ningún reintegro, esta hipótesis sería la más probable. Sin embargo, aún queda una pregunta pendiente: ¿qué fue a buscar al coche, al margen de quién fuera el asesino?

De vuelta a la mesa, descubro que Adrianí y la señora Kusta están charlando como viejas amigas.

– ¿Ha terminado? -me pregunta Kusta.

– Sí, sólo era un pequeño detalle. ¿El gerente es francés?

– Sí, el chef también. Como ya le comenté, Dinos quería un restaurante genuinamente francés.

– Y su presencia le da luz -interviene Adrianí con dulzura.

Élena Kusta se ríe con timidez, pero es evidente que le ha gustado el cumplido.

– No me tiente, señora Jaritu. Decidí probar durante unos días, pero no estoy segura de hacerme cargo del restaurante. -Se vuelve hacia mí-: Makis tiene parte de razón, teniente. He pasado demasiado tiempo escondida en mi fortaleza, y el mundo exterior me asusta.

– Si se decide, sólo quedará el Flor de Noche sin dirección. -No entiende mi insinuación y me dirige una mirada interrogante. Decido ser más directo-: Anoche, en Los Baglamás, Makis afirmaba ante quien quisiera oírlo que él es el jefe.

La reacción de Kusta es idéntica a la de su hijastra. Suspira profundamente y se apoya en el respaldo de la silla.

– Entonces también querrá dirigir el Flor de Noche. Esos clubes han sido siempre su mayor ambición. Siempre discutía con su padre por ese tema, pero mi marido no se dejaba convencer. -Guarda silencio y vuelve a suspirar-. Alguien debería hablar con él, explicarle que sería su ruina, pero ¿quién? La única persona a la que hace caso es Niki. A mí me odia, ya lo ha visto.

– No sólo lo vi, sino que él mismo me lo dijo.

– ¿Cuándo?

– El día que fuimos a verla a su casa, él nos esperó en la calle para advertirnos de que usted había engatusado a su padre y que lo manipulaba a su antojo.

Lo suelto sin ningún miramiento para observar su reacción, pero ella se limita a sonreír con amargura.

– Es cierto -asiente pensativa-. No lo manipulaba a mi antojo, eso hubiese sido imposible. Pero engatusarlo… sí, tal vez.

Vuelve a callar y su mirada se pierde en la lejanía, entre los árboles, como si estuviera rememorando el pasado para decidir si había engatusado a Dinos Kustas.

– ¿Sabe cómo conocí a mi marido? -pregunta de pronto-. Yo cantaba en el teatro Acropole. El era dueño de Los Baglamás y, por aquel entonces, estaba a punto de inaugurar el Flor de Noche.

– ¿No fue el Flor de Noche el primero en funcionar?

– No. Primero abrió Los Baglamás; después, el Flor de Noche, y por último, este restaurante. Mi marido empezó de cero, señor Jaritos, y, como suele suceder en estos casos, fue subiendo peldaño a peldaño. En fin. En esa época aún no había micrófonos inalámbricos. Para bajar del escenario teníamos que arrastrar largos cables. Dinos era un asiduo. Se sentaba siempre en segunda o tercera fila, junto al pasillo. En cuanto le veía, yo bajaba del escenario, le sonreía y, al pasar, me apoyaba un momento en él…

Seguro que también te abrías el vestido para que admirara tus piernas, pienso, pero no lo dices porque está delante Adrianí.

– No quería ser su amante -prosigue como si me hubiera leído el pensamiento-. Eso suponían todos, pero no era cierto. Quería que se fijara en mí y me contratara para cantar en el Flor de Noche. Después de la tercera o cuarta vez, me envió flores al camerino y me invitó a cenar. Su mujer acababa de abandonarlo, dejándolo al cuidado de dos niños pequeños. Salimos un par de veces. Era un hombre agradable y me gustaba su compañía, pero no soltaba ni una palabra en cuanto a contratos. Al final, en lugar de ofrecerme un trabajo en su establecimiento, me propuso matrimonio. Lo medité y al final acepté. Desde cierto punto de vista, podría decirse que lo engatusé.

– ¿Por qué? -pregunta Adrianí-. ¿Por qué dejó su carrera?

– Porque tenía ya treinta y cinco años, señora Jaritu. En mi profesión, si a esa edad no has llegado a lo más alto, corres el peligro de acabar haciendo giras por las provincias. Y yo no estaba en lo más alto, no nos engañemos. -Tras una breve pausa, me sonríe-: Se lo cuento, teniente, para que lo sepa por mí, antes de que otros lo presenten como les convenga.

Cuando llega el momento de marcharnos, se niega a aceptar que paguemos la cuenta.

– La próxima vez -dice-. Esta noche son mis invitados. ¿Quién sabe? A lo mejor me traen suerte y puedo quedarme con el local.

Aunque ya sabía que no me dejarían pagar, con Élena Kusta o sin ella, he traído dinero, por si acaso.

– Ha sido una velada maravillosa -comenta Adrianí en el momento en que arranco el Mirafiori, y me da un beso en la mejilla. El segundo de la noche. Últimamente, me está acostumbrando mal.

– ¿Qué te ha parecido Élena Kusta?

– Es una gran mujer. Y no se da aires a pesar de su posición.

– ¿Y lo que ha dicho de su marido?

– ¿Que lo engatusó? Valoro su sinceridad. Todas las mujeres hacemos lo mismo. Si te contara lo que hice yo para engatusarte…

Freno el coche y la miro. Me dirige una sonrisa triunfal. Estoy a punto de preguntar qué hizo, pero cambio de opinión. Mejor no saberlo.

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