Petros Márkaris - Defensa cerrada

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El rico empresario Dinos Kustas, conocida figura de la noche ateniense y propietario de un lujoso restaurante y varios clubs nocturnos, es asesinado de madrugada.
Todo apunta a que ha sido víctima de un ajuste de cuentas de la mafia. Sin embargo, para el comisario Kostas Jaritos algo no encaja: cuatro disparos hechos casi a ciegas no parecen obra de un profesional. Cínico, escéptico y obstinado, el investigador recorre las calles de Atenas, corroída por los intereses internacionales y la delincuencia, en busca de respuestas.
Desde los bajos fondos hasta las altas esferas, Jaritos se adentrará en el lado más sórdido de la Grecia contemporánea, al tiempo que desvela un oscuro entramado de blanqueo de dinero y corrupción.

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Sigue guardando silencio y mirando fijamente a la chica.

– Hazlo, Yannis -indica ella con su sonrisa inocente-. Si papá tenía algo que ocultar, seguro que no eran sus cuentas bancarias.

– Es información reservada, ¿sabe? -dice, rompiendo su silencio.

– Te doy permiso.

El joven duda unos instantes más, después murmura: «Un momento», y sale del despacho.

– ¿Ven como es honesto y de confianza? -Kusta sonríe, satisfecha de que se haya demostrado la veracidad de su afirmación-. Lo mejor que puede hacer Makis es invertir el dinero y vivir de las rentas -continúa como si no hubiera mediado la presencia de Yannis.

Prefiero no decirle que da lo mismo que cobre la herencia en efectivo o sólo los intereses. Su hermano está sentenciado, porque se lo pateará todo en droga.

Suena el teléfono y Kusta contesta.

– Tome nota, por favor -dice.

A mi señal, Vlasópulos saca su bloc de notas. La chica dicta los números de dos cuentas bancarias, una del Banco Nacional y la otra del Banco Comercial. Le doy las gracias y nos vamos.

Al salir a la calle Ermú, vemos que la plaza de Syndagma está despejada. Son las cuatro de la tarde y, de repente, noto todo el cansancio de la noche pasada.

– Déjame en casa -pido a Vlasópulos-. De todas formas, hoy no podemos hacer nada más.

Enfilamos otra vez la avenida Reina Sofía y torcemos por la calle Rizari para entrar en Spiru Merkuri.

Capítulo 12

Me despierto sobresaltado y descubro a Adrianí inclinada sobre mí.

– ¿Qué te pasa? -pregunta inquieta.

Creo que es por la mañana y me incorporo bruscamente. Luego echo un vistazo a mi alrededor y descubro que me he quedado dormido con la ropa puesta y el diccionario de Dimitrakos en la mano.

– ¿Qué hora es?

– Las siete y media de la tarde. Has dormido tres horas. ¿Estás enfermo?

– Claro que no. ¿Por qué lo dices?

– Porque tú nunca echas la siesta.

– Anoche llegué tarde y hoy he tenido un día bastante movido. Me he quedado dormido mientras leía.

– No sólo te niegas a ir al médico, sino que pasas las noches fuera de casa.

– Te equivocas -respondo mientras me levanto de la cama-. Me han dado hora para el 26.

Se queda muda de sorpresa. Después me abraza efusivamente y me da un beso en la mejilla.

– Qué bien, Kostas, no sabes cuánto me alegro. No será nada importante, ya verás, pero ¿por qué vas a sufrir inútilmente? Te recetará algo y se te pasará. Por cierto, ya que vas, ¿por qué no te haces un chequeo general? Análisis de sangre, de orina y radiografías, a ver cómo está la cosa.

– Oye, mira que anulo la visita -la amenazo enfurecido.

– No, no -intenta calmarme-. Tú ve al médico. Si cancelaras la cita, tendrías que vértelas con tu hija. Ya sé que has pedido hora por ella -concluye. Si pudiera retirar el beso que me ha dado, lo haría.

– Por ella y por ti, que me teníais amargado.

– Bueno, eso es lo de menos -añade sonriendo-. Lo importante es que vayas.

Se dispone a salir del dormitorio con cara de satisfacción cuando de pronto se me ocurre una idea.

– ¿Qué te parece si salimos esta noche para celebrarlo? -le propongo.

Se vuelve bruscamente y me mira sorprendida.

– ¿Qué hemos de celebrar? ¿La visita al médico?

– Mi decisión de concertarla.

– ¿Y adónde iríamos?

– A un restaurante francés.

– ¡Francés! ¿Qué te ha pasado? Tú nunca cenas fuera si no es en una taberna.

Es normal que no lo entienda, pero no tengo la menor intención de revelarle mis verdaderos motivos.

– He pensado que podríamos cambiar, probar algo nuevo.

– Vaya, parece que el médico ya te ha curado -dice entusiasmada-. ¿A qué hora salimos?

– Después del informativo.

La dejo sola con sus dilemas, porque le costará mucho decidir qué vestido ponerse, y me dirijo a la sala de estar. Aún no es la hora de las noticias. Pasan el anuncio de un espray para el pelo y me pregunto si Niki Kusta habrá hecho el estudio de mercado de este producto. En el momento en que empieza la sintonía del informativo, suena el teléfono. Es Katerina.

– ¿Qué tal, papi?

– Todo bien. Ya he pedido hora para el reumatólogo.

Se produce una pequeña pausa y luego oigo un susurro:

– Gracias.

– ¿Por qué me las das?

– Porque así estaré tranquila y no tendré que dejar mi trabajo para viajar a Atenas. ¿No está mamá?

– Se está vistiendo. Hoy cenamos fuera.

Otra pausa.

– ¡Qué envidia me dais! -dice al final.

– ¿Por qué? ¿Porque salimos esta noche?

– No, porque no puedo estar con vosotros. Os echo de menos.

Cuando me habla así, me quedo sin palabras.

– También nosotros te echamos de menos, hija -respondo con dificultad.

– Lo sé, pero no creo que pueda ir a veros antes de Navidad.

La emoción da lugar a la decepción, aunque ya sé que cada año pasa lo mismo. Sólo la vemos en Navidad, Semana Santa y durante quince días en agosto. La otra quincena la reserva para Panos. Al tipo ese no le basta con tenerla todo el año, también quiere ir con ella al campo, a ver cómo crecen los sembrados.

Katerina cuelga el teléfono en el mismo instante en que el cadáver sin identificar aparece en pantalla. Aumentadas, tanto las facciones de su cara como su piel apergaminada se ven con mayor claridad. Es un espectáculo repugnante y, por eso mismo, lo dejan en pantalla un buen rato, para que a la gente se le pongan los pelos de punta. Mejor para mí. El presentador describe la manera en que fue hallado el cadáver, el lugar, la montaña, la playa, como si quisiera colaborar con el desarrollo turístico de la isla utilizando un cadáver como reclamo.

Estoy a punto de cambiar de canal cuando aparece en pantalla el sondeo de Niki Kusta. Por la mañana sólo he visto una migaja, ahora me ofrecen el pastel entero. Qué partido prefieren los votantes; cuántos están de acuerdo con el Gobierno y cuántos quieren tirarlo a las basuras, ya dispuestas y esperando; el índice de popularidad del primer ministro y el del líder de la oposición, y un largo etcétera. Un montón de números, colores y tablas comparativas que me parecen todas iguales, ya hablen de la catástrofe de Chernóbil o de la popularidad de nuestros políticos. Mientras que el primer ministro es la figura más popular dentro de su partido, el jefe de la oposición mayoritaria no alcanza el 62 por ciento del ex ministro que me ha mostrado Kusta por la mañana. El presentador del programa y el analista del sondeo se esfuerzan por explicar el fenómeno.

– Ya estoy -oigo la voz de Adrianí a mis espaldas.

Lleva aquel vestido que compramos juntos en una boutique durante las rebajas del año pasado, como regalo de cumpleaños. Se ha puesto un collar de perlas, de bisutería de calidad, y ha elegido bolso y zapatos marrones. Admiro su gusto discreto y me pregunto cómo puede mantenerlo viendo cada día a todas esas mujeres emperifolladas como árboles de Navidad en los culebrones de la tele.

– Vámonos -digo y me pongo de pie.

– ¿Cómo? ¿Piensas salir así?

– ¿Por qué? ¿Qué me pasa?

– Por favor -suplica-. No puedes salir con el traje de diario.

Tengo otro, un traje de verano que me pongo en ocasiones especiales, pero es de color claro y se ensucia, mientras que éste es oscuro y disimula las manchas. Abro el armario y lo veo colgado de una percha de alambre, enfundado en una bolsa de plástico, tal como lo recogimos de la tintorería. Me lo pongo junto con la corbata a juego, la única que tengo que no desentona con este traje.

– Muy bien -aprueba Adrianí satisfecha, y alisa la tela de la americana antes de dirigirse, orgullosa, a la puerta.

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