– No comes nada -dijo Matthew, tomando otro bocado.
– No tengo hambre. Se me ocurre otra idea.
– Tú a Texas no te vas. Lo más probable es que te pegaran un tiro.
– Está bien, está bien. Tengo una idea. ¿Y si llamas tú al abogado de Donté Drumm? Yo no he conseguido pasar de la recepcionista. Solo soy un humilde servidor de Dios; en cambio, tú eres abogado, fiscal, y hablas su idioma.
– ¿Y qué le digo?
– Podrías decirle que tienes motivos para pensar que el verdadero asesino está aquí, en Topeka.
Matthew masticó un bocado y esperó.
– ¿Ya está? -dijo-. Así, como si nada. El abogado recibe una llamada rara. ¿Le digo lo que le digo, que no es gran cosa, y se supone que con eso tendrá nueva munición que presentar ante los tribunales, e impedirá la ejecución? ¿Lo he entendido bien, Keith?
– Sé que puedes ser más convincente que eso.
– A ver qué te parece esta hipótesis. El mal bicho en cuestión es el típico mentiroso patológico que está a punto de morir, el pobre, y decide despedirse a lo grande e intentar vengarse por última vez de un sistema que lo ha machacado. Se entera de este caso en Texas, investiga, se da cuenta de que no han encontrado el cadáver, y listos: ya tiene su historia. Encuentra la web, se aprende los datos hasta dominarlos y ahora juega contigo. ¿Te imaginas la atención que recibiría? Lo malo es que su salud se niega a colaborar. Déjalo correr, Keith. Probablemente todo sea falso.
– ¿Cómo podía enterarse del caso?
– Ha salido en la prensa.
– ¿ Cómo podía encontrar la web?
– ¿Te suena de algo Google?
– No tiene acceso a ningún ordenador. Los últimos seis años los ha pasado en Lansing. Los presos no tienen acceso a internet. Deberías saberlo. ¿Te imaginas qué pasaría si pudieran navegar? Con tanto tiempo libre… Ningún software del mundo estaría a salvo. En la casa de reinserción no puede acceder a ningún ordenador. Es un hombre de cuarenta y cuatro años, Matthew, y desde que es adulto se ha pasado casi toda la vida en la cárcel. Probablemente le den miedo los ordenadores.
– ¿Y la confesión de Drumm? ¿No te preocupa?
– Pues claro que sí, pero según la web…
– Vamos, Keith; la hacen sus abogados. Luego hablan de parcialidad. Es tan tendenciosa que pierde toda credibilidad.
– ¿Y el anillo?
– Un anillo de graduación como hay miles de millones. No es que sea muy difícil de hacer o de copiar.
Keith se quedó caído de hombros. De repente estaba muy cansado, sin fuerzas para seguir discutiendo.
– Necesitas dormir, amigo mío -dijo Matthew-. Y necesitas olvidarte de este caso.
– Quizá tengas razón.
– Yo creo que sí. Y si el jueves, al final, hay ejecución, no te flageles. Hay muchas probabilidades de que sea el culpable.
– Hablas como un verdadero fiscal.
– Que resulta que es tu amigo.
El 29 de octubre de 1999, dos semanas después de ser condenado, Donté Drumm llegó al corredor de la muerte de la Unidad Ellis de la cárcel de Huntsville, una localidad de treinta y cinco mil habitantes situada a unos ciento cincuenta kilómetros al norte del centro de Houston. Lo procesaron y le entregaron el vestuario estándar, compuesto por dos juegos de camisa blanca y pantalón, dos monos blancos, cuatro calzoncillos bóxer, dos camisetas blancas, unas chanclas de goma para la ducha, una manta fina y una almohada pequeña. También le dieron un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico, un peine de plástico y un rollo de papel higiénico. Se le asignó una celda de reducidas dimensiones, con cama de cemento, y váter y lavabo de acero inoxidable. A partir de ese momento quedó convertido en uno de los cuatrocientos cincuenta y dos reclusos de sexo masculino del corredor de la muerte. Otra cárcel, cerca de Gatesville, Texas, alojaba a veintidós mujeres condenadas a la pena capital.
Como no tenía antecedentes de mala conducta en la cárcel, fue clasificado como de nivel I, y como tal gozó de algunos privilegios adicionales. Podía trabajar hasta cuatro horas al día en el taller textil del corredor de la muerte. Podía pasar el tiempo destinado al ejercicio físico en un patio, con algunos reclusos más. Podía ducharse una vez al día, solo, sin vigilancia. Podía participar en ceremonias religiosas, talleres de artesanía y programas educativos. Podía recibir un máximo de setenta y cinco dólares mensuales del exterior. Podía comprarse un televisor, una radio, material de escritura y algo de comida en el economato. También tenía derecho a dos visitas semanales. A los infractores de la normativa se los degradaba al nivel II, donde se recortaban los privilegios. Los de mala conducta quedaban reducidos al nivel III, donde se les quitaban todas las golosinas.
Aunque Donté llevara casi un año en una cárcel de condado, el impacto del corredor de la muerte fue abrumador. El ruido era incesante: radios y teles a todo volumen, las bromas que se hacían constantemente los demás reclusos, los gritos de los vigilantes, los pitidos y borboteos de las viejas tuberías y el abrir y cerrarse de las puertas de las celdas. En una carta a su madre escribió: «La bulla nunca para, nunca. Yo intento ignorarla, y lo consigo más o menos durante una hora, pero luego empieza a gritar alguien, o a desafinar, se pone a berrear un vigilante, y todo el mundo se ríe. Lo mismo a todas horas. A las diez de la noche se apagan las radios y las teles, y es cuando los bocazas empiezan a decir tonterías. Por si no fuera bastante malo vivir en una jaula como un animal, el ruido me está volviendo loco».
Sin embargo, pronto se dio cuenta de que podía soportar el cautiverio y sus rituales. De lo que no estaba tan seguro era de poder vivir sin su familia y sus amigos. Echaba de menos a sus hermanos y a su padre, pero la idea de verse permanentemente separado de su madre bastaba para hacerle llorar. Lloraba durante horas, siempre boca abajo, a oscuras, y sin hacer ruido.
El corredor de la muerte es una pesadilla para los asesinos en serie y para los que han matado con un hacha. Para un inocente es una vida de tortura mental que el espíritu humano no está en condiciones de superar.
La pena de muerte de Donté adquirió un nuevo sentido el 16 de noviembre, cuando Desmond Jennings fue ejecutado por haber matado a dos personas durante una venta de droga frustrada. El día 17 fue a John Lamb a quien ejecutaron por el asesinato de un viajante al día siguiente de haber salido de la cárcel en libertad condicional. Un día más tarde, el 18 de noviembre, fue ejecutado José Gutiérrez por un robo a mano armada y un asesinato cometidos junto con su hermano. Al hermano lo habían ejecutado cinco años antes. Jennings llevaba cuatro años en el corredor de la muerte; Lamb, dieciséis y Gutiérrez, diez. Un vigilante explicó a Donté que la estancia media en el corredor de la muerte antes de la ejecución era de diez años, la más corta del país, dijo orgulloso. También en esto Texas era el número uno.
– Pero no te preocupes -añadió-. Serán los diez años más largos de tu vida, y los últimos, claro.
Ja, ja.
Tres semanas más tarde, el 8 de diciembre, David Long fue ejecutado por matar a tres mujeres con un hacha en las afueras de Dallas. Durante el juicio dijo al tribunal que si no lo condenaban a muerte volvería a matar. El jurado le hizo caso. El 9 de diciembre ejecutaron a James Beathard por otro triple homicidio. Cinco días más tarde le llegó el turno a Robert Atworth, después de solo tres años en el corredor de la muerte. Al día siguiente ejecutaron a Sammie Felder, tras veintitrés años de espera.
Después de la muerte de Felder, Donté escribió una carta a Robbie Flak donde ponía: «Oye, tío, aquí la cosa va en serio. Siete muertos en cuatro semanas. Sammie era el número ciento noventa y nueve, desde que hace unos años volvieron a dar luz verde. En lo que va de año ha sido el treinta y cinco, y tienen programados a cincuenta para el año que viene. Tienes que hacer algo, tío».
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