Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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Notó que las entrañas se le aflojaban ante la acometida del pánico. Con las manos aferradas al 357, avanzó un par de pasos con buen cuidado de no tropezar con alguna barra suelta, y miró por el borde de la plataforma. A sus pies, Robert atravesaba la explanada a la carrera en dirección al monumento al tiempo que envainaba un machete en una funda que llevaba sujeta a la cintura. Venía de la zona del coche aparcado y las pilas de planchas de metal. Antes de levantar la mirada siquiera, Tim supo que iba a ver a Mitchell, unos veinte metros a la zaga de Robert, desprendiéndose de las ataduras que acababa de cortarle su hermano. Aunque Mitchell caminaba a paso inseguro, aún mareado por culpa de los golpes recibidos, tenía los hombros tensos de ira y daba zancadas breves y vigorosas.

Lo que más alarmó a Tim fue ver que Mitchell llevaba colgada del hombro la bolsa negra con material de detonación.

Tim volvió a mirar directamente hacia abajo en busca de Robert, pero ya había desaparecido en la base del monumento. Antes de que tuviera tiempo de formular una sola idea coherente, al margen de la flagrante noción de que le habían tomado el pelo de mala manera, un brusco chasquido metálico anunció que el foco se había encendido. Una luz cegadora colmó el interior del árbol y se difundió en finos haces por los agujeros en el tronco y las ramas. Un hueco entre las planchas metálicas un poco más abajo proyectaba contra la parte inferior de la plataforma una luz que se derramaba por los costados como un río dorado y cristalino.

Entrecerró los ojos para no quedar deslumbrado y, al echar un vistazo por el borde de la plataforma, vio a Robert, que reculaba poco a poco, mirándolo por la mira telescópica de un McMillan 308. Una bala atravesó la madera, pasó rozando el oído a Tim y se incrustó en una viga encima de su cabeza. Éste se lanzó sobre la plataforma. La atravesó una segunda bala y proyectó una rociada de astillas que a punto estuvo de alcanzarle la mejilla. Rodó hacia el tronco, cercenando a su paso los haces cié luz. Dos proyectiles más penetraron en la plataforma a escasos centímetros de su cuerpo y rebotaron en la madera y el metal. Tim se quedó perfectamente quieto junto al tronco.

Un tintineo metálico y luego el chasquido lánguido de una bala al alcanzar la carne. Notó un espasmo en la pierna en el instante en que oía el sonido levemente aplazado del disparo, y lanzó un grito, más por la impresión que por miedo. La boca se le secó al instante. En torno a él se alzaban haces de luz procedentes de las ramas y la plataforma acribillada a balazos, un rayo a un par de centímetros escasos de su nariz, otro justo allí donde doblaba el codo; otros dos los percibió en el ángulo abierto entre sus piernas. Permaneció quieto, consciente de que cualquier movimiento lo delataba al pasar por encima de los haces de luz y hacerlos parpadear.

Notaba una especie de palpitación en la pierna, tumefacta e indolora. Calculó que la bala le había entrado justo por encima de la rodilla derecha. Cuando oyó movimiento algo más abajo, se arriesgó a volver la cabeza para mirar por uno de los agujeros de la plataforma.

Robert, con la cabeza gacha, introducía otro proyectil en la recámara. En un tramo despejado de la explanada, a unos veinte metros del monumento, Mitchell había hincado una rodilla y sacaba pedazos de C4 de la bolsa de explosivos. Desde lejos, la sangre que le cubría la cara tenía todo el aspecto de aceite.

Tim volvió la mirada hacia donde estaba Robert y vio que había desaparecido. Se apartó justo cuando otra bala hacía pedazos la madera allí donde poco antes él tenía la cabeza, y dilataba el agujero por el que estaba mirando. Un disparo digno de encomio, sobre todo teniendo en cuenta el ángulo.

Se quedó rígido.

El silencio era casi insoportable.

Otra bala atravesó la madera; otro haz de luz surgió como una parra que hubiera crecido instantáneamente entre su cuello y su hombro.

Al alcance de su mano había un tablón suelto de metro y medio de longitud. Lanzó un gruñido y consiguió empujarlo unos centímetros. El extremo opuesto del tablón cruzó uno de los agujeros de la plataforma y aplastó el fino haz de luz; de inmediato, dos balas atravesaron la madera por ambos lados del agujero ya existente. Tim se cubrió la cabeza a la espera de que los proyectiles hubieran rebotado.

Por lo que había deducido en el escondite de Rhythm, Robert prefería disparar sentado, desde un lugar que le ofreciera la ventaja táctica de la altura, ligeramente inclinado hacia la derecha. Ahora mismo disparaba de pie a un objetivo situado justo encima de él, y, a pesar de los inconvenientes, lo hacía con una puntería notable. En el caso de que Tim no consiguiera cambiar de posición, Robert iba a hacerlo pedazos poco a poco.

Al otro lado de la plataforma, vio la boca de un tubo de poco menos de un metro de diámetro. Diseñado como tobogán flexible para que los obreros lanzaran el material de desecho, el tubo se descolgaba por el borde del andamiaje y caía hasta el suelo. Era imposible que el material del que estaba hecho aguantara el peso de Tim, y aunque lo aguantase, la caída casi libre de una veintena de metros lo habría escupido casi directamente a los pies de Robert y Mitchell.

La sangre le empapaba los vaqueros en torno a la herida de bala; era sólo cuestión de tiempo que algunas gotas se abrieran paso hasta uno de los agujeros que había cerca de su pierna derecha y delataran su posición.

Aunque no hubiera tenido la pierna herida, el diámetro del tronco era demasiado amplio para descender por su interior al estilo James Bond, extendiendo brazos y piernas para frenar la caída. No podía contar con que la policía acudiera de inmediato a un lugar tan remoto; por mucho que los disparos resultaran audibles a pesar del ruido de la autopista, a semejante distancia probablemente parecerían meros petardos. El único modo de salir del monumento era emprender un arduo descenso.

Empujó un poco más el tablón para tapar algún otro agujero en la plataforma y se arriesgó a mirar por el orificio que más cerca tenía. Mientras que Robert estaba cambiando de posición, Mitchell había acabado de colocar el explosivo en torno a la base del árbol y regresaba a todo correr hacia la bolsa de material de detonación.

Para ganar unos segundos, Tim introdujo el cañón por un agujero que tenía a mano y efectuó cuatro disparos a ciegas. Luego rodó sobre sí para quedar boca arriba y disparó una vez contra la cuerda que sujetaba el Nextel oscilante de Robert al andamio por encima de su cabeza. Alcanzó la cuerda cerca de la madera y la deshilachó, lo que hizo que el teléfono cayera en vertical en vez de seguir oscilando y se precipitara por el borde de la plataforma.

Sincronizó el salto de manera que pudiera coger el móvil y caer plano, los brazos y las piernas extendidos, los orificios de bala en la plataforma esquivados por los pelos, una arista del tablón de madera casi clavada en la espinilla. Dos disparos más atravesaron la madera justo donde estaba momentos antes. Robert había horadado prácticamente toda la plataforma y ya no quedaba mucho andamio intacto sobre el que Tim pudiera permanecer tumbado sin delatar su posición. Desató la basta cuerda a la que estaba atado el teléfono y la utilizó para hacerse un torniquete en la pierna. Otro disparo astilló la madera a su lado y lo obligó a tumbarse en la plataforma de nuevo.

Falto de resuello y con el codo doblado para evitar el haz de luz recién aparecido, bajó la mano y se la metió en el bolsillo con la intención de coger el móvil del Cigüeña. Con una lentitud atroz, se llevó los dos teléfonos al pecho y los dispuso el uno frente al otro. Las balas seguían atravesando el entarimado a intervalos y rebotaban por las reducidas dimensiones del andamiaje.

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