Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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La policía no tardaría en llegar -el árbol iluminado tenía que haberse visto varios kilómetros a la redonda-, pero Tim no oía ninguna sirena.

El rifle de Robert estaba sin balas; el 45, fuera de servicio.

«No quiere hacer saltar por los aires un monumento de treinta metros de altura -conjeturó Tim-, sólo quiere pegarme un tiro a mí, pero no le queda ninguna bala.»Volvió del revés el detonador y lo introdujo por el cañón del 357 con la parte cóncava por delante. Encajó a duras penas, todo su diámetro en contacto con el metal. Le hacía falta algo para empujarlo hasta el fondo. Miró frenético a su alrededor en busca de un objeto del tamaño adecuado, a sabiendas de que era cuestión de segundos que Robert planteara sus exigencias definitivas. No había nada en el suelo. Se adelantó para hurgar entre el montón de chatarra y un espasmo de dolor le recorrió el estómago.

La bala.

Recorrió con las yemas de los dedos la parte anterior del chaleco antibalas y dio con el pequeño champiñón de plomo procedente del arma del Cigüeña. Un mellado proyectil de nueve milímetros.

Le costó introducirlo en el arma, tanto, que las aristas afiladas dejaron surcos en el liso cilindro metálico. Utilizó la punta de las pinzas de conexión de Mitchell para acabar de encajarla. Bajó el 357 a la altura del regazo y confió en que Robert, acostumbrado a su 45, no notara ninguna diferencia en el peso del cañón manipulado.

El rostro del gemelo asomó entre las sombras en el lado opuesto del montón de metal.

– Si aprieto este botón, vas listo. La única cuestión es si quieres que haga saltar por los aires el monumento contigo.

– No -respondió Tim-. No hace falta.

– Tírame la pistola.

– No lo hagas.

El detonador subió de golpe, aferrado a la mano de Robert al lado de su cara.

– Tírame la puta pistola.

Tim se la tiró, y fue a caer al suelo a escasos pasos de las botas de Robert. Éste se adelantó y la cogió para encañonarlo con mano vacilante. El escáner de radio portátil que le colgaba del cinturón ya llevaba un rato apagado.

Tim hizo el esfuerzo de ponerse en pie sirviéndose sobre todo de la pierna izquierda.

El gemelo volvió la mirada hacia el cadáver de su hermano. Se le formó una lágrima sobre el párpado inferior, pero no llegó a caer.

– La verdad es que me gustaría dedicarte un buen rato.

Tim trastabilló un poco para mantener el equilibrio sobre la pierna sana.

– Pero no soy un animal como tú -prosiguió Robert-. No quisiera dejar a tu esposa con poco más que un cadáver mutilado. -Señaló con el arma el torso de Tim-. Quítate el chaleco. No quiero joder- te la cara.

Éste se quitó la cazadora y se desabrochó el chaleco. Al despegar el velero emitió un ruido como de ropa rasgada. Dejó caer el chaleco al suelo y se quedó mirando el arma. Desde su perspectiva veía los arañazos en el cilindro del cañón.

Robert le indicó con el arma que avanzara y Tim, desarmado, ensangrentado y débil, dejó atrás la protección que le ofrecía el monumento. La extensión delante del andamiaje le pareció desértica. No había nada que detuviera el viento.

– ¿Fue Mitchell o fuiste tú el que se reunió con Kindell aquella noche en su casucha? ¿ Quién de los dos fue el que le dio toda la información sobre Ginny… cuando volvía a casa, qué ruta seguía? -A Tim se le trabaron las palabras de puro asco-. ¿Quién le dijo que era de su «tipo»?

– Yo -se jactó Robert con ojos enrojecidos y taciturnos-. Fui yo.

Apretó el gatillo.

Tim se acuclilló y se cubrió la cabeza con los brazos.

La explosión fue estrepitosa y sorprendentemente brusca. Y cuando Tim levantó la vista, Robert le seguía mirando como si no hubiera ocurrido nada, con el brazo extendido igual que antes, sólo que su mano había saltado por los aires.

Los ojos del gemelo dieron con el extremo cercenado del muñón, similar a un manojo de malas hierbas arrancadas de cuajo, y entonces le brotó un chorro de sangre del lado izquierdo del cuello, allí donde un trozo de metralla le había abierto un orificio en la carótida. Se llevó la mano buena al cuello, pero no consiguió sino dividir la hemorragia entre sus dedos.

Tim se levantó lentamente y se le acercó.

Robert volvió a levantar el brazo destrozado y se quedó mirando la herida, su presencia boquiabierta, como si aún le costara creerlo. La sangre seguía brotándole del cuello entre los dedos y le resbalaba por el antebrazo hasta el codo. Tenía los ojos abiertos de par en par, vulnerables como los de un niño, y Tim notó cómo se le atascaba el aire en la garganta.

Robert reculó un paso y aleteó con el brazo para recuperar el equilibrio. Tim lo cogió y le ayudó a tumbarse. Se quedó encima de él, contemplándolo. Empezaron a movérsele espasmódicamente los brazos y las piernas; al poco, ya no era capaz de mantener la mano apretada contra el agujero del cuello.

Se desangró sobre la tierra.

Tim permaneció un momento de pie en el espacio entre los dos cadáveres desmadejados de los gemelos. Su voz ya había recuperado el temple para cuando llamó a Bowrick:

– No hay peligro. Ven a recogerme.

Sacó el machete de la funda de Robert. Al llegar el Lincoln colina arriba, los faros se inmiscuyeron con su luminosidad y dieron una especie de relieve umbrío a la sangrienta escena. Tim se apartó del cadáver de Robert y salió cojeando al encuentro del vehículo. Bowrick detuvo el coche, que conducía con un codo apoyado en la ventanilla igual que un camionero. Apagó el motor y el Lincoln permaneció compacto e inmóvil en medio de una nube de polvo rojizo.

– Abre el maletero -le dijo Tim.

Kindell guardaba silencio, pero al notar la voz de Tim empezó a moverse otra vez. El maletero se abrió con un bostezo y allí estaba, aovillado entre una lata de gasolina vacía y la rueda de repuesto.

Kindell, incapaz de arreglar un fusible pero capaz de violar y asesinar. Kindell, que ya siempre tendría el privilegio de ser la última persona que vio a Ginny, que estaba allí cuando la luz abandonó la mirada de la pequeña. Kindell, el bobo por antonomasia.

– Déame en paz. Po favor, déame en paz.

Bowrick había salido del coche y estaba detrás de Tim, cruzado de brazos, mirando.

Este asió la cuerda que mantenía atado a Kindell por las muñecas y los tobillos y lo sacó de un tirón. El gritó al notar el tirón en los hombros y luego lanzó un bramido al caer al suelo. Hizo el esfuerzo de mirar por encima del hombro, la piel del rostro tan húmeda como temblorosa. Tenía la mejilla magullada y una ventana de la nariz taponada con tierra.

Permaneció tumbado un momento con la frente apoyada en el suelo e hilillos de saliva colgando del labio inferior. Jadeaba y hacía ruido con la garganta igual que un animal acorralado tras una ardua persecución.

– No me haas daño. Ni se te ocurra.

Tim se sacó el machete del bolsillo trasero y se puso en cuclillas. Kindell profirió un chillido e intentó zafarse, pero Tim lo inmovilizó colocándole una rodilla sobre los omoplatos.

Le cortó las ataduras y se puso en pie. Kindell siguió llorando sobre la tierra.

– Fuera de aquí -dijo Tim, aunque era consciente de que Kindell no podía oírle.

Le empujó con el pie y Kindell levantó la mirada; el miedo empezaba por fin a abandonar su rostro.

Tim lo pronunció con toda claridad:

– Fuera. De. Aquí.

Kindell se puso en pie y empezó a frotarse las muñecas mientras la incredulidad comenzaba a desaparecer lentamente de sus ojos.

– Gracias. Gracias. Me has sal ado la vida. -Dio un paso vacilante hacia Tim con las manos extendidas en un gesto de gratitud-. lento haber ma ado a tu hija.

Tim le soltó un fuerte puñetazo en la cara. Al contacto con sus nudillos, los dientes de Kindell rechinaron. Lanzó un quejido y se desplomó al suelo, donde permaneció resollando con la boca cubierta de sangre y los ojos abiertos de par en par sin mirar a ninguna parte.

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