Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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La puerta se cerró a su espalda, pero no hizo ademán de acercarse a la mesa.

– Espero que alguien se haya acordado de traer el bocadillo con una lima dentro.

Tannino destrabó los dedos y volvió a entrelazarlos sin que su expresión de poca broma variara en absoluto.

– Resulta… -Oso cambió de postura sin apartarse de la pared ni acabar de mirarle a los ojos-. Resulta que olvidé leerte tus derechos.

Post se retrepó en el sillón y emitió un suspiro apenas audible.

Tim dejó escapar una breve risotada que más pareció un ladrido.

– Puedo volver a declarar.

– Como abogado defensor designado por el tribunal, le recomiendo encarecidamente que no haga nada semejante -dijo Richard.

– ¿Eres mi…?

Richard asintió.

– Esto es ridículo. -Levantó la voz para acallar las objeciones de Richard-. Ni siquiera estaba oficialmente a disposición judicial en el despacho de Oso. No tenía por qué leerme mis derechos.

Richard se había puesto en pie con el rostro enrojecido y ademán exaltado.

– Era evidente que estaba a disposición de los tribunales. Había una orden de búsqueda y captura. Se entregó. No tenía libertad para marcharse. Grabaron la llamada del agente Jowalski al j efe Tannino por el intercomunicador en la que afirmaba que estaba a disposición judicial, y cuando el jefe fue a tomarle declaración, cerró la puerta y echó la llave. Le retuvieron para interrogarle e incluso le negaron la atención médica.

Tannino miró a Richard como si fuera los restos de una cucaracha pegados a la suela de uno de sus mocasines.

– ¿Y qué hay de mi conversación con Oso en Yamashiro? -dijo Tim-. Ahí no hay nada fuera de lo normal.

– Esa conversación queda protegida por el privilegio de confidencialidad entre abogado y cliente -respondió Richard.

– ¿Cómo dices?

– George Jowalski fue dado de alta en el Colegio de Abogados el quince de noviembre del año pasado. De hecho, señoría -Richard asintió en dirección a Chance Andrews-, creo que usted mismo le tomó juramento aquel día.

Andrews, un juez de la vieja guardia con rostro tan correoso como venerable, se tiró de los puños de la camisa con un gesto incómodo. A Tim se le pasó por la cabeza que no le había visto nunca sin la toga.

Richard no se atrevió a sonreír, pero su cara dejaba bien claro que se lo estaba pasando en grande.

– El señor Jowalski me confirmó en una entrevista que el quince de febrero accedió a representarlo en el caso de que la junta de revisión decidiera llevar el tiroteo por la vía penal. A partir de ese momento, cualquier conversación que haya mantenido con el señor Jowalski sobre asuntos criminales queda protegida por el privilegio de confidencialidad entre abogado y cliente, y, por tanto, él no puede testificar ante un tribunal. Esa conversación es inadmisible. Si alguien tiene conocimiento de la misma, es una mera conjetura. En consecuencia, puesto que el señor Jowalski es agente judicial, me temo que lo que tenemos es una fruta envenenada…

– Privilegio de confidencialidad entre abogado y cliente -masculló Tannino-. No sé de dónde sacan cosas así. Son igual que cerdos hocicando en busca de trufas.

Richard, seguro de sí mismo, asintió casi imperceptiblemente.

Tim estaba tan pasmado que tardó un momento en encontrar palabras:

– Bueno, estoy dispuesto a repetirlo todo desde el principio. Manos a la obra.

Andrews carraspeó:

– Me temo que no es tan sencillo, hijo.

– ¿A qué se refiere?

Post puso ambas manos sobre la mesa con las palmas hacia abajo, como si fuera a hacer flexiones.

– Me refiero a que nos está costando Dios y ayuda encontrar pruebas independientes.

– ¿Cómo?

– Nos hace falta una corroboración independiente de su declaración. Robert y Mitchell Masterson están muertos, igual que Eddie Davis, William Rayner y Jenna Ananberg. Las únicas declaraciones que tenemos de Bowrick y Dobbins, dos víctimas en potencia, hablan de que usted intentaba protegerlos. Ni siquiera el chico del videoclub quiere presentar cargos. Dice que se mostró amable, que ni siquiera le apuntó con un arma, y que él le dio permiso para quedarse con las cintas de la cámara de vigilancia. Está un tanto nervioso y quiere olvidarse del asunto.

– Desde luego, sabías cómo hacerlo todo para no dejar pruebas incriminatorias -comentó Tannino.

– No hay testigos que le relacionen con ninguno de los Tres Vigilantes antes del incidente con Dobbins -continuó Post-, ni pruebas directas, testimonios oculares, pruebas físicas o indicios de carácter forense, ya sea balísticos o de ADN, que lo vinculen con la bomba en el auricular de Lañe o la agresión contra Debuffier. Coño, ni siquiera se puede vincular su arma a las balas disparadas porque el cañón está reventado. Los expedientes que encontramos en el despacho de Rayner indican que lo estaban espiando de forma ilegal, eso es todo.

– ¡Venga ya! -dijo Tim-. Si interrogan al personal de KCOM, seguro que alguien me reconoce a pesar del disfraz. Tal vez el guardia de seguridad que me cacheó en el puesto de envíos…

Richard se puso otra vez en pie y gritó:

– Usted no tiene por qué aportar indicios en su contra.

– Pero aquí todo el mundo sabe que digo la verdad en lo que concierne a mi implicación.

Post levantó las manos y las dejó caer sobre el regazo.

– No se trata de lo que ocurrió…

Andrews ladeó la cabeza y miró a Tim con ojos sombríos.

– Se trata de lo que puede probarse.

– Además, por mucho que hubiera pruebas, tendría muchas posibilidades de salir bien parado -continuó Post-. Puesto que Lañe tenía intención de atentar con gas nervioso después de la entrevista, podría alegar que actuó en defensa de otros.

– Yo no lo sabía en aquel momento…

– Mi cliente no tiene nada que comentar al respecto -dijo Richard.

– En casa de Debuffier no fue usted quien disparó, y ahí está claro que actuó en defensa de terceras personas -señaló Post-. Por lo que respecta a Bowrick, no llegó hasta el final.

– Claro. ¿Y qué hay de la casa del Cigüeña? ¿Y de los Masterson en Monument Hill? Les sobran las pruebas. Tenía la camisa empapada de su sangre.

– Eddie Davis murió de un ataque al corazón.

– Podrían aducir homicidio preterintencional.

– Señor Rackley -insistió Richard-, haga el favor de callarse.

– Lo de Mitchell Masterson fue un caso evidente de defensa propia -dijo Andrews-, y en lo que respecta a Robert Masterson…, bueno, ni siquiera en mi infinita sabiduría legal veo cómo puede considerarse intento de asesinato el que a alguien le explote un arma amañada en las manos en el momento en que intentaba asesinar a otra persona.

Tim levantó las manos.

– Bueno, bueno, bueno.

– Además, hay circunstancias atenuantes de peso, debido a la muerte de su hija -adujo Richard-. Podría hablarse incluso de estrés postraumático o enajenación mental transitoria.

– No -dijo Tim-. Ni pensarlo. Sabía lo que hacía. Por mucho que estuviera equivocado.

Tannino levantó por fin sus ojos pardos y dijo:

– Mira que eres terco, Rackley.

– Además -continuó Richard-, es un buen ciudadano, se entregó y cooperó con las autoridades de cara a neutralizar la amenaza que constituían los Tres Vigilantes.

– ¿Que cooperó? -dijo Tannino entre dientes-. No precisamente.

– Si a eso sumamos el asesinato de su hija y el hecho de que varios de los fallecidos conspiraron para matarla, no hay la menor duda de que el jurado se decantará a su favor.

Tim miró de soslayo a Reed:

– ¿Y a usted le parece bien?

– Que trabaje en Asuntos Internos no quiere decir que disfrute viendo cómo el Servicio Judicial Federal se lleva una zurra cuando no es necesario. El caso Rampart supuso para la Policía de Los Ángeles un retroceso de diez años ante la opinión pública. No es que estemos echando tierra sobre el caso, sino que apenas hay bases legales sobre las que sustentarlo.

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