Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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Kindell cayó con el pecho y la cara por delante. A pesar de la brisa, Betty registró el gemido de dolor.

Robert y Mitchell discutían algo. Por debajo de sus voces, Tim oyó unos retazos de correspondencia radiofónica de la mesa del oficial de asignaciones, procedente con toda probabilidad de una radio portátil equivalente a la que tenía el Cigüeña en la cocina.

A través del auricular, alcanzó a entender: «… Bien oculto hasta que… Luego regresa…»La primera sombra tenía el pie apoyado en la espalda de Kindell con la misma naturalidad que encima del caballete unos minutos antes. Por lo visto, debían de haber llegado a una conclusión, porque la segunda figura agarró a Kindell y, tras mecerlo una vez para coger impulso, lo lanzó al maletero del Lincoln. Luego cerró la puerta de golpe. Tim observó con atención y no vio el menor indicio de que ninguno de los Masterson colocara una trampa explosiva en el vehículo.

Los dos se dieron media vuelta y desaparecieron en el laberinto de plataformas y madera apilada.

Tim salió de su escondrijo y fue acercándose a los dos coches, pero el trayecto resultó sumamente lento porque los caballetes y los montones de material de construcción ocultaban infinidad de sitios donde esconderse, y tuvo que ir de acá para allá en zigzag a fin de cerciorarse de no dejar ningún ángulo vulnerable. Llegó al margen de la explanada y permaneció quieto entre la hierba alta y ondulante para efectuar un barrido lento y amplio de toda la zona con el micrófono parabólico; llevaba puesto el auricular y tenía el 357 firmemente asido con la mano derecha. No sacó nada de Betty salvo unos minúsculos sollozos procedentes del maletero del Lincoln.

Se asomó y fue a la carrera hasta el parapeto más cercano para lanzarse detrás de un montón de desechos metálicos. Ni el chaleco antibalas ni la tierra rojiza amortiguaron la caída lo suficiente para evitar que el dolor se cebara en su estómago.

Seguía sin haber el menor indicio de Robert ni Mitchell. Por todas partes aleteaban lonas plastificadas: entre los diversos niveles de piezas de metal apiladas, debajo de las patas de los caballetes para serrar, en torno a los haces atados de tablones. Escudriñó el monumento en penumbra con los prismáticos, pero apenas si distinguió algo más que la silueta del árbol a través del andamiaje. Lo que sí vio fue la escotilla abierta en la base del tronco por donde habían introducido el gigantesco foco en el árbol.

Se arrastró hasta un difusor de chorro de arena casi oxidado a unos diez metros de los dos vehículos, lo bastante cerca para oír los golpes desesperados que daba Kindell desde el interior del maletero. Volvió a inspeccionar la explanada, escudriñando los montones de metal retorcido y retales desechados, la maquinaria en reposo, la elevación compartimentada del andamiaje.

Kindell en el maletero bien podía ser un cebo. Tim sacó del bolsillo el Nextel nuevo del Cigüeña. Puesto que Mitchell, como experto en demolición, tenía por costumbre mantener desconectados los teléfonos, escogió el número memorizado con la letra «R», enarboló a Betty y apretó el botón de llamada. El tenue gorjeo de un móvil se hizo audible de inmediato, y Tim hizo oscilar el micrófono parabólico en busca de la señal más fuerte. La antena cónica ascendió por el tronco del árbol y se desvió siguiendo una de las ramas. Robert no estaba a la vista porque la plataforma de madera del andamio ocultaba prácticamente toda la rama, pero Tim escuchó un fuerte pitido por el auricular. Supuso que debía de estar allí arriba, ocupado en preparar el nudo corredizo para Kindell.

Respondió la voz hosca que era de esperar:

– Robert.

Tim puso fin a la llamada.

Robert apareció en el extremo del andamiaje de la rama, tal como Tim esperaba. El gemelo se llevó los dedos a la boca y lanzó un silbido brusco y monocorde. Se movió algo al costado del monumento y descolló entre unos arbustos achaparrados la cabeza de Mitchell, que había estado haciendo una vuelta de reconocimiento en torno a la base de la escultura mientras Robert preparaba la rama.

A cubierto de las planchas metálicas apiladas, Tim salió a la carrera e intentó abrir el maletero del Lincoln, pero no pudo. También las puertas estaban cerradas con llave, de modo que no había forma de alcanzar el mecanismo de apertura del maletero sin romper una ventana. Sus intentos hicieron que arreciaran los golpes en el interior del maletero y los gritos sofocados de Kindell.

– No me haáis daño. Dejamme en paz, por favor.

La enunciación de Kindell, imprecisa y sorda, trajo a Tim nuevos recuerdos que lo inundaron de repugnancia.

Volvió a esconderse detrás del difusor de arena y dirigió la antena de Betty hacia Robert y Mitchell, lo que le permitió oír el final de la discusión que mantenían a gritos:

– … En el teléfono del Cigüeña… No pierdas de vista el escáner… Tráeme a Kindell…

Mitchell se dirigió hacia los vehículos y el Colt relumbró en la oscuridad. Tim, agazapado detrás del difusor, estaba casi directamente en su camino. El gemelo se fue acercando al coche y golpeó la puerta del maletero con el cañón del 45. Kindell dejó escapar un grito.

Con el gesto torcido de asco, Mitchell rebuscó las llaves en el bolsillo.

Tim se preparó, levantó el arma a la altura de la mejilla y salió al descubierto. Mitchell lo vio levantarse y ambas armas apuntaron al unísono en direcciones opuestas. Milagrosamente, ninguno de los dos disparó.

Habían llegado a un punto muerto.

– Bueno -dijo Mitchell-. ¿Y ahora qué?

– Dímelo tú.

El viento soplaba más fuerte; Tim estaba convencido de que, a menos que se hiciera algún disparo, Robert no los oiría desde su posición en lo alto del árbol.

Se acercaron un poco, Mitchell con el guardamonte del arma apoyado en la palma de su mano izquierda. Miró de soslayo hacia el monumento, lo que delató su necesidad de llamar a su hermano. Volviendo a asir la pistola con ambas manos, Tim meneó la cabeza, y la expresión de Mitchell dejó bien a las claras que entendía el precio que tendría que pagar por un grito. Su manaza mantenía el arma con firmeza; su dedo ya ejercía una levísima presión sobre el gatillo. Tim se lo imaginó sentado en una camioneta aparcada, vigilando la salida de Ginny de la escuela de primaria Warren, los ojos tranquilos, una libreta en el regazo. Se lo imaginó siguiéndola con disimulo, pisándole los talones por las calles que su hija recorría de camino a casa.

Un poli de Detroit, miembro de un cuerpo de elite, técnico en artillería y explosivos, al acecho de una niña de siete años que aún tenía que hacer orejitas de conejo para anudarse los zapatos.

El mostacho de Mitchell se ensanchó en una sonrisa:

– Supongo que no estás dispuesto a tirar las armas y pelear como un hombre.

– Ni lo sueñes.

Fueron orbitando el uno en torno al otro en el ruedo que constituían los montones de piezas metálicas, una zona que no se divisaba desde el monumento.

– ¿Sabes una cosa? -dijo Tim-. He efectuado nueve disparos en acto de servicio y acertado en todas las ocasiones. Ocho fueron disparos mortales de necesidad. -Hizo una pausa y se humedeció los labios-. Si nos batimos, no tienes la menor oportunidad.

Mitchell sopesó sus palabras y asintió para sí.

– Tienes razón. No soy un gran tirador.

Extendió los brazos en toda su envergadura y dejó que el arma le quedara colgando del pulgar. Luego la lanzó hacia la izquierda, buscando el difusor de arena. Rebotó en la caja metálica, a escasos centímetros del botón que la habría puesto en marcha.

Mitchell desvió la mirada hacia el montón de piezas de metal a su lado. Si alguien podía levantar una plancha de metro y medio de acero con un grosor de más de un centímetro, era él. Tim no tenía intención de correr riesgos.

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