Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– ¿Es que no puedes llamar como una persona normal?

Tim se llevó el índice a los labios e hizo al chico gesto de que le siguiera. Salieron por la puerta posterior, el silencio quebrado únicamente por el tarareo de la enfermera de admisiones en el vestíbulo.

Ya habían recorrido un par de manzanas cuando Bowrick se decidió a hablar:

– Has llegado justo a tiempo, tío. Esa enfermera tarada ya empezaba a babear. Quería la tarjeta del seguro y me estaba haciendo un montón de preguntas sobre facturación y chorradas por el estilo. Durante las primeras cuarenta y ocho horas, no te presionan lo más mínimo, pero luego te aprietan las tuercas en plan Inquisición. -Levantó la mirada cuando un cartel verde de la autopista sobrevoló el coche-. ¿Adónde vamos?

– Tienes la tarjeta de acceso a Monument Hill, ¿verdad?

El muchacho se sacó el llavero del bolsillo y le enseñó la tarjeta.

– Los dos tipos que intentaron matarte están allí. Tienen un rehén al que piensan colgar del árbol. Voy a cogerlos por sorpresa. Necesito que me cuentes algunas cosas sobre el monumento.

Bowrick dejó escapar un silbido pensativo y luego empezó a morderse el labio inferior al tiempo que se rascaba la postilla del brazo.

– Sólo se puede entrar por la puerta principal porque la verja es muy alta y la parte superior está electrificada. Eso es lo malo. Lo bueno es que la puerta no se ve desde el monumento, y además no mete ruido al abrirse. Mantente apartado del sendero de tierra, porque se ve bastante bien desde arriba. Justo hacia levante es donde más maleza hay, y la pendiente es más empinada, así que te permitirá ocultarte mejor.

– ¿Y qué me dices del monumento? ¿Cómo se sube? ¿Hay una plataforma elevadora o algo por el estilo?

– No. Se sube por el andamiaje, nada más. En la parte de atrás hay unos estribos a modo de escalera. Utilizan poleas para subir lo que haga falta y tubos de desecho para librarse de la mierda desde arriba.

– ¿Qué clase de herramientas hay, que se puedan utilizar como armas?

– La mayor parte está bajo llave por la noche. Es probable que haya algún que otro martillo. Ah, y un difusor de chorro de arena. Ese trasto puede despellejarte vivo. Luego suele haber lo típico: planchas de acero, tablones, clavos… Te lo enseñaré sobre la marcha.

– Tú vas a quedarte abajo. Me lo he currado mucho para que te maten ahora.

– ¿Por qué habría de importarte? -El tono de Bowrick, afilado y amargo como el de un crío, dio al traste con el ambiente de colaboración que se había creado por unos instantes. Cambió de postura en el asiento y su cara adoptó un matiz rojizo que Tim solía asociar con el llanto-. Responde. Ya me has hecho pasar bastante. Te he seguido el rollo, a pesar de que era una locura. Quiero saberlo.

Descartó las primeras respuestas que le vinieron a la cabeza porque era consciente de que Bowrick se merecía algo más.

– Mira… -Se humedeció los labios-. Cuando fui a tu casa para matarte, cuando te vi, tuve la sensación de estar mirándome en el espejo.

El joven recorrió el salpicadero con la mirada.

– Un espejo, ya.

– Mírame. No apartes la mirada. Eso no es más que arrogancia.

Bowrick le sostuvo la mirada, aunque se fue quedando pálido y no podía tener las manos quietas en el regazo.

– Te crees tan duro que nadie puede mirarte a los ojos. Pues bien, yo sí puedo. Los dos hemos matado a gente por las mismas razones. Y veo que estás iniciando un proceso que bien podría ser de redención. Yo apuesto por ello.

– ¿Y si no quiero cargarme con esa responsabilidad?

– Si la cagas, siempre puedo volver y pegarte un tiro más adelante.

Bowrick dejó escapar una breve carcajada, pero su mueca se desvaneció cuando vio que Tim no sonreía:

– Vale. -Asintió, la cara pálida moteada de acné-. Redención. Joder. Hasta ahora no había tenido un cometido como ése que cumplir.

– ¿Y bien?

– Por mí no hay problema. Pero más vale que sigas dando vueltas a eso de la redención. Porque si vas a quedarte ahí pensando: «Coño, este chico no es tan malo como había creído, así que igual yo tampoco lo soy», pues es que no te has enterado de nada. Se trata de un camino, no de una categoría. -Expulsó un suspiro trémulo-. Y yo no tengo ni puta idea de lo que es la redención, pero llevo recorriendo ese camino el tiempo suficiente para saber que hay que seguir adelante.

Doblaron un recodo de la autopista y allí estaba, su silueta umbría visible en contraste con el cielo negro, dominando desde las alturas cual ángel custodio tanto el centro de la ciudad como la 101. Llegaron a las faldas de Monument Hill en cuestión de minutos, dejaron el coche en la calle y fueron a hurtadillas hasta la verja. Bowrick pasó su tarjeta de acceso por el panel lector y la puerta se abrió lentamente con un zumbido sordo. Entraron con disimulo y viraron hacia el este del sendero, Bowrick a la cabeza y Tim aferrado a los prismáticos para que no hicieran ruido al rebotarle contra el pecho. Había cogido a Betty de la colección de artilugios que había en el salón del Cigüeña, y la llevaba respetuosamente a un lado, con el auricular enrollado en torno al asa. El Cigüeña andaba en lo cierto al menos en una cosa: desde la colina había buena perspectiva en todas direcciones.

Bowrick tendió la mano como una aleta de tiburón para señalar a Tim la ruta por la que debía ascender la escarpada colina. Éste asintió y le entregó las llaves del coche y el Nokia; lo miró luego a los ojos para que el mensaje quedara claro. Indicó al muchacho con un gesto que permaneciera donde estaba y comenzó a aproximarse con cautela. Tras recorrer un trecho, se tumbó y regresó a rastras hacia el sendero, para lo que tuvo que abrirse paso por una zona de densos arbustos que le impedía ver la cima; los cargadores de la pistola se le clavaban en el muslo a cada movimiento.

Salió a escasos cien metros de la cima de la colina. Allá arriba despuntaba el monumento, ahora un árbol entero, porque ya habían colocado la carcasa de metal sobre el armazón de las últimas ramas. Seguía acomodado entre la red que constituía el andamiaje, un conjunto armonioso de planos y ángulos primitivos, una forma rudimentaria que pugnaba por emerger y desprenderse de su caparazón. En la explanada que servía como base a la construcción escultórica había un Ford Expedition y un Lincoln aparcados morro con morro, visibles entre los rimeros de placas metálicas. Aunque no había nadie a la vista, Tim discernió el leve murmullo de unas voces. Arreció la brisa que soplaba colina arriba, sólo un poco, pero lo suficiente para potenciar cualquier sonido procedente de la cima. Volvió a Betty en dirección a los coches, pero no captó nada con ella aparte del rumor del viento sobre la pequeña antena parabólica.

Uno de los Masterson apareció entre dos altos montones de metal, y a continuación se dejó ver el otro. Las siluetas oscuras eran inconfundibles, el pecho abombado, los hombros abultados, todo músculo denso y postura belicosa. El primero apoyó el pie en un caballete para serrar y encendió un cigarrillo con el otro brazo apoyado sobre la rodilla levantada. Gracias a los prismáticos, Tim vio la cinta ondeante de humo que se desprendía de la cara en penumbra. Descendió el punto candente del ascua del cigarrillo; las bocas se movieron en una conversación. El aire que ofrecían las sombras paralelas era hosco, centrado, tajante.

Uno abrió el maletero del Expedition y tiró de un hombre atado hasta que casi quedó colgando del coche.

Kindell.

El gemelo lo cogió con una mano por la ropa a la altura de los omoplatos y con la otra por el cinturón; luego tensó la musculatura para levantarlo. Kindell permaneció lánguido y contraído, con las manos atadas a la espalda y las rodillas encogidas contra el estómago. El secuestrador le propinó un tirón y lo dejó caer el metro largo que lo separaba del suelo sin hacer nada por aliviar el golpe.

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