Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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Tim apartó el arma de una patada, le tomó el pulso y no notó salvo la piel pegajosa y lánguida. El débil corazón del Cigüeña había acabado por fallar.

Se puso en pie y contempló la habitación, una extraña mezcolanza de antigüedades de solterona y juguetes pasados de moda. Una colcha sobre una cama con el armazón parecido a un trineo. Una gramola Silvertone encima de una mesita barnizada junto a un montón de viejos discos de vinilo, una pila de billetes de cien dólares desordenados y una fiambrera de hojalata decorada con dibujos del Llanero Solitario, con la tapa abierta. La fiambrera estaba llena de billetes de cien pulcramente ordenados.

Se inclinó para echar un vistazo detrás del único cuadro de la habitación -Lou Gehrig, sin gorra y con la cabeza agachada, el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra frente a las gradas abarrotadas del estadio de los Yankees- y vio el relumbre de la caja fuerte de acero empotrada en la pared. Al mirar desde el otro lado, vio unos cables y explosivos plásticos. Pensando en sus compañeros de la Unidad de Respuesta y Detención, cogió un rotulador fluorescente del cajón de la mesilla y escribió TRAMPA EXPLOSIVA en letras mayúsculas en la pared con una flecha de gran tamaño que señalaba hacia el marco.

Abrió con cautela la puerta del armario y quedaron a la vista varios cientos de antiguas fiambreras infantiles apiladas desde el suelo hasta el techo. Cogió la de encima -con los personajes de dibujos animados el Avispón Verde y Kato- y la abrió con precaución. Estaba llena de dinero, sobre todo de billetes de cinco y de diez dólares. Supuso que el dinero que había junto a la gramola debía de ser el último pago, quizá por el papel que había desempeñado en la preparación del asesinato del propio Tim. O en un asesinato venidero; el de Kindell.

La encimera del cuarto de baño apenas se veía bajo un manto de frascos de pastillas. Un patito de goma lo miró desde el borde de la bañera. Colgadas de las baldosas se veían docenas de fotografías, la mayoría instantáneas de vigilancia de Kindell dedicado a sus asuntos: salía de un supermercado, se ataba los zapatos en la acera, arreglaba su casucha del garaje como un habitante cualquiera de los barrios residenciales un domingo por la tarde… Tim se preguntó cuáles serían anteriores a la muerte de Ginny. Le sobrevino una necesidad feroz, fantástica: la de retroceder en el tiempo para llenarle de plomo la cabeza a Kindell antes de que el calendario llegara al tres de febrero.

Una fotografía de Tim y Ginny en las barras para trepar del parque infantil, la pequeña con cara de aprensión mientras él mostraba un gesto de impaciencia afectuosa. Ella le cogía la mano con fuerza, como si temiese que las barras fueran a atacarla. Al lado había una instantánea de Ginny volviendo de la escuela, la mochila sobre los hombros, la cara gacha, los labios fruncidos: silbaba para sí, como tenía por costumbre, perdida en esa clase de ensueño en el que parecen sumirse los niños de su edad cuando están solos.

Al mirar la foto, Tim notó que la ira empezaba a cobrar fuerza de nuevo en su interior. Tuvo la sensación de que la mente le chirriaba en su intento de enfrentarse a la colosal injusticia de que Ginny, con apenas siete años, hubiera sido escogida, puesta en peligro y, al cabo, despedazada por causa de su propio talento y sus aptitudes para ser reclutado. Parpadeó la luz piloto del remordimiento, presta a encenderse y brillar en toda su intensidad. ¿Hasta qué punto era responsable él, por su preparación y su perfil psicológico? ¿ Qué parte de la muerte de Ginny estaba relacionada con los rasgos y las aptitudes inherentes al carácter de él? El remordimiento podía alcanzar cotas pasmosas, como bien había aprendido, por mucho que no fuera unido a un error.

Regresó por el pasillo y volvió a sortear el cable de la trampa explosiva para entrar en el salón.

Por todo el suelo había artilugios y chismes en etapas diversas de desarrollo o abandono. Tim reconoció a Betty, el utensilio cónico que habían utilizado para descifrar tonos digitales, y a Donna, el dispositivo espía modificado. Betty había sido alterada por medio de la eliminación del teclado y la inserción de un único auricular de walkman. La cogió, se puso el auricular e hizo oscilar la pequeña antena parabólica por el salón. No detectó nada. La dirigió hacia las puertas abiertas del lavadero y la calle, y le estallaron en el oído los jadeos del dóberman, cálidos y babosos. Lanzó un grito de sorpresa y se arrancó el auricular con el corazón acelerado. El perro seguía tumbado junto a la verja trasera, a unos cincuenta metros. Tim contemplaba el micrófono de largo alcance con admiración renovada cuando se percató de la risilla áspera como papel de lija de Robert a escasos pasos de distancia.

Dejó caer a Betty y antes de que alcanzara el suelo ya tenía el 357 en la mano.

La risa maliciosa de Robert continuó. Con los músculos tensos y el arma presta, Tim siguió el sonido hasta la cocina. Entró en la habitación con la espalda contra la jamba de la puerta, pero no había nada salvo una mesa vacía, la taza de zumo del Cigüeña en la encimera y la luz roja del teléfono.

Cayó en la cuenta de que la risa surgía del altavoz todavía en funcionamiento del teléfono fijo en la pared. Su ataque contra la puerta de atrás había interrumpido la llamada del Cigüeña.

La voz abrasiva de Robert resonó en la cocina por encima de algo que parecía un zumbido parásito de baja frecuencia.

– ¿Te ha asustado algo, princesa?

Tim respondió a voz en cuello en dirección al auricular.

– Me tiemblan hasta los tacones. -Con sólo hablar se le agravó el dolor punzante en el estómago.

– Has montado una buena. Ha sido como en los viejos seriales radiofónicos. La Sombra lo sabe. Seguro que al Cigüeña le habría gustado. ¿Te lo has cargado?

– Está muerto.

– Ya me lo imaginaba.

A pesar del zumbido, Tim oyó un tañido claro y familiar al fondo.

– Tenéis a Kindell.

– No se te pasa una.

– ¿Lo habéis matado?

– Todavía no.

El zumbido parásito apenas audible del auricular encontró resonancia en la cocina, la repentina profundidad del sonido en estéreo. El murmullo parejo procedía de la mesa de la cocina. Al ir acercándose, Tim vio un escáner de radiofrecuencia en el asiento de una de las sillas. El tañido característico que había oído al fondo: la señal acústica que precedía al parte de órdenes para la jornada de la Policía de Los Ángeles. Notó que se le hacía un nudo en el estómago, pero volvió a centrarse en la conversación.

– ¿Qué vais a hacer con él?

– Pues voy a violar sus derechos constitucionales.

Una pantalla digital en el teléfono iba marcando la duración de la llamada: 17.23. El reloj del horno indicaba las 10.44 de la noche. Bowrick ya sólo disponía de poco más de una hora; luego le darían el alta y estaría otra vez en la calle.

– Hicisteis que Kindell secuestrara a mi hija.

Robert se quedó sin aliento; Tim lo oyó por el auricular como una pequeña explosión de ruido parásito. El susurro al cubrir una mano el teléfono. El murmullo de los hermanos conversando.

– No teníamos previsto que saliera así.

– ¿ Ah, no? Bueno, ¿por qué no me cuentas cómo teníais previsto que saliera? Porque, en fin, igual después de oírlo, me da por perdonaros y nos podemos volver todos a casita.

– Necesitábamos un ejecutor. Llevábamos meses esperando, casi un año, mientras Rayner daba vueltas a los perfiles psicológicos. Ananberg se estaba portando como una zorra remilgada. Dumone… bueno, Dumone iba lento. Rayner y nosotros teníamos necesidad de poner el plan en marcha. El problema, según él, era que un tipo con tu perfil no iba a acceder a unirse a la Comisión. Necesitaba una motivación más personal. Así que pensamos en darte un empujoncito.

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