Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– Agente Rackley.

– Soy yo otra vez.

– El PT Cruiser está en tonos azul acero y azul patriota. Edward Harris, alias el Cigüeña, tiene un modelo azul patriota. Escogió otro apodo para la matriculación: Joseph Hardy. Ja, ja. A juzgar por la foto del carné de conducir, le habría sentado mejor el nombre de otra sabueso adolescente, Nancy Drew.

Tim se irguió en el asiento y apartó el plato de panqueques revenidos.

– ¿Dirección?

– Tenías razón en lo de El Segundo. Está en el ciento cuarenta y siete de Orchard Oak Circle.

Capítulo 43

Puesto que la cara del Cigüeña estaba en todas las pantallas y todos los umbrales de todos los edificios del Estado, le habría resultado difícil huir en los dos días anteriores. Sus rasgos característicos le restaban posibilidades a la hora de disfrazarse, y Tim no había visto ningún indicio de que sus habilidades técnicas se hicieran extensivas a su capacidad para la simulación facial. Supuso que estaría amadrigado en su escondite, a la espera de que la incapacidad de los medios para seguir una noticia más allá de unos pocos días empezara a hacerse notar. Luego todo volvería a girar en torno a ataques de tiburones o grupúsculos terroristas, y él podría coger un avión rumbo a algún sitio con cantidad de arena y cócteles con sombrillitas.

La casa estaba aislada, tal como había supuesto Tim, y ubicada al fondo de una extensa parcela cubierta de follaje. El domicilio del Cigüeña, situado al cabo de una calle sin salida en la que había tres casas, estaba a la sombra de una colina sorprendentemente empinada, tanto, que debía de ser eso lo que había evitado que la zona fuera urbanizada en mayor medida. No se veía ningún número al lado de la puerta principal, ni en el buzón, ni pintado con aerosol junto al bordillo de la acera. La casa de la derecha estaba a la venta. La única ventana que se veía desde la perspectiva de Tim daba a una habitación vacía. Una reforma radical había echado por tierra la casa de la izquierda, reduciéndola a unos cimientos inyectados a presión.

Agazapado junto a un contenedor de la construcción, se sirvió de un par de prismáticos compactos para escudriñar el follaje del patio delantero. Al menos dos cámaras de seguridad despuntaban del manto de hojas, encaramadas sobre finos mástiles de metal pintados de verde camuflaje. Fue inspeccionando el jardín por sectores y detectó otra cámara entre el follaje, así como dos sensores de movimiento. Las ventanas estaban enrejadas por dentro y la tremenda puerta principal parecía de roble macizo. Aunque el patio trasero estaba oculto tras una verja, desde la cima de la colina tendría una buena perspectiva de la parte posterior de la casa.

El crepúsculo daba a la calle una textura granulada y le imponía el leve desenfoque de los documentales bélicos y las desvaídas fotografías en blanco y negro. En alguna parte, a kilómetros de allí, el rumor de las olas alcanzó una intensidad audible.

Tim se las arregló para subir la colina por detrás de la casa. Avanzó a paso firme y ligero, agachándose allí donde calculaba que podían detectarlo los objetivos de las cámaras o los haces infrarrojos. Tuvo que sortear como un acróbata una zona vigilada por sensores de movimiento sincronizados cerca del costado de la casa, y luego comprobó que el trayecto hasta la cima estaba despejado. Para no tener que preocuparse por que se le cayera el arma, se la volvió a meter en la funda que llevaba al cinto.

Se tumbó boca abajo e inspeccionó el jardín trasero a la luz cada vez más escasa, arrepintiéndose de haber dejado las gafas de visión nocturna con el resto del equipo de guerra en el maletero del Acura. Si algo bueno tenía la verja, que llegaba a la altura del pecho y estaba coronada por un alambre de espino en espiral, era que se ceñía a las normativas de altura de cercas y vallados en zonas residenciales. Con barrotes de hierro a juego, las ventanas de atrás parecían igualmente impenetrables que las anteriores. Una colonia virtual de cámaras de seguridad enfocaba la puerta de atrás cual atentos perrillos de las praderas. Alcanzó a ver un detector de movimiento junto a la puerta trasera, una caseta de perro ominosamente tranquila bajo un manto de sombra y heces de can en el césped, cuyo contorno tenía forma de riñón.

Sin dejar de vigilar por si aparecía algún chucho, fue avanzando colina abajo y dirigió los prismáticos hacia la puerta posterior, casi oculta tras la gruesa rejilla de la pantalla de seguridad. Una sola lámina de vidrio enmarcada por un grueso montante de madera. Aunque no podía confirmarlo desde donde se encontraba, le pareció que los márgenes del vidrio llevaban una cenefa oscura, una capa de plexiglás característica de los cristales a prueba de balas. Un dispositivo de protección cubría la cerradura y solapaba el marco de forma que no se pudiera abrir la puerta con una tarjeta de crédito; eso, y las bisagras a la vista, indicaba que la puerta se abría hacia fuera. La cerradura en sí albergaba una serie de cerrojos con inmensas bocallaves, probablemente hechos a medida.

No esperaba menos del Cigüeña.

El vidrio a prueba de balas daba a un lavadero y a otra puerta cerrada, ésta maciza. Dos círculos lustrosos en la segunda puerta sugerían cerraduras estándar, probablemente Medeco, con dispositivo antirrobo. Un relumbre de metal cerca del pomo indicaba la presencia de un recubrimiento magnético que la reforzaba frente al uso de una palanqueta. Habría apostado a que ambas puertas contaban con hembras reforzadas, largos tornillos para protegerlas ante la posibilidad de una entrada por la fuerza.

Tenía un buen trabajo por delante.

Estaba a punto de retroceder cuando se encendió una luz en el interior de la casa, revelando una amplia mesa sobrecargada de teclados y monitores de ordenador y rodeada por una suerte de jaula cubierta con una malla de cobre. Apareció el Cigüeña con un pijama azul cielo, entró en la jaula arrastrando los pies y se sentó delante del cúmulo de aparatos.

Tim permaneció tumbado en la oscuridad sin apartar la mirada de aquel hombre que había tenido que ver con el desmembramiento de su hija. Notaba cómo le latía el corazón en las yemas de los dedos, los oídos; toda su piel parecía moverse impulsada por el aumento de la frecuencia cardíaca. Imaginó al Cigüeña tras un teleobjetivo, enfocando tranquilamente mientras Kindell salía de su casucha con paso vacilante y los muslos manchados con la sangre de Ginny para… ¿para qué? ¿Aullar a la luna? ¿Respirar el aire fresco? ¿Recuperar el aliento para seguir dándole a la sierra? Al Cigüeña debía de darle lo mismo; seguramente desmontó la cámara con todo cuidado, alojó las piezas entre la espuma del estuche y recogió el cheque.

El Cigüeña tecleó unos momentos y luego hizo una pausa para desentumecer las manos agarrotadas. A través de las ventanas enrejadas, Tim le vio reanudar el trabajo antes de retirarse colina arriba.

Le llevó casi diez minutos desandar sus pasos sin hacer saltar ninguna alarma ni cruzar por delante de los objetivos. Se sentó en su coche a unas manzanas de allí para pensar y lamentó haber dejado de mascar tabaco, porque necesitaba algún gesto físico que reflejase su actividad mental.

Aunque era bastante hábil con la ganzúa y la palanqueta, no poseía la sutileza ni la preparación del Cigüeña. No tenía la menor oportunidad frente a semejantes cerraduras.

La sutileza tendría que irse al carajo.

Pagó en efectivo en el mostrador de la ferretería Ace, donde invirtió la mayor parte de lo que le había dado Dray. La cajera, una vieja bruja con las manos ásperas de un jardinero veterano, llamó de un silbido a un compañero para que ayudara a Tim a llevar la compra hasta el coche. Este rechazó su ayuda y metió todo el equipo en una enorme bolsa de lona que había sacado de un cubo lleno a rebosar en el pasillo cinco de la ferretería.

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