Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– No iba a permitir que acudiera a las autoridades, ahora que ya sabe dónde vivo, señor Rackley. Seguro que se hace cargo.

Tim intentó quitarse la cazadora a manotazos, aturdido aún, forcejeando aún, constreñido aún desde el cuello hasta las entrañas. Su interior sufrió un espasmo y se relajó al mismo tiempo; entonces consiguió coger una bocanada de aire frío que le hizo toser de inmediato. Al borde de la hiperventilación, se puso a cuatro patas para toser, inhalar y coger aire a sorbos. Le goteaba la nariz, y pendía un reguero de saliva de su labio inferior. Tenía la sensación de que le acababan de golpear en el estómago con un martillo de demolición.

Se puso en pie; el Cigüeña lo observó pasmado.

Sin poder evitar un gesto de dolor al sacar primero un hombro y luego el otro, Tim se quitó la cazadora. Fue entonces cuando el Cigüeña vio el chaleco antibalas. Se le desorbitaron los ojos en un gesto casi cómico de pánico renovado, y emitió un gritito. Se dio la vuelta y cruzó el lavadero a la carrera para dar un portazo a su espalda. Tim le oyó echar cerrojos y arrastrar sillas.

Se acercó de nuevo a la puerta con zancadas firmes y furiosas. No dejó de notar ni un solo segundo el estómago dolorido mientras, en sentido descendente a partir del orificio, serraba el vidrio hasta alcanzar el travesaño inferior de madera. Propinó una patada a la puerta, que se partió. Al salir disparada la mitad del vidrio, quedaron perfectamente insertados en la jamba un tramo del montante, una fina pestaña de vidrio a prueba de balas y un montón de cerrojos. Tim pasó por el hueco con la bolsa a rastras.

Apenas había dado tres pasos cuando lo detuvo la puerta maciza del lavadero. Tenía refuerzos de acero y, tal como había supuesto, ambas cerraduras eran Medeco.

Al otro lado, oyó los movimientos aterrados del Cigüeña.

– Lo siento. Pero me ha asustado, lo cierto es que me ha asustado. Tengo dinero, cantidad de dinero. En metálico. Lo guardo aquí, casi todo. Puede llevarse… puede llevarse lo que quiera.

Tim quitó la broca circular del taladro y colocó una punta de carburo. Las cerraduras Medeco tenían cojinetes de bolas reforzados y accesorios de inserción de acero endurecido que habrían dejado inservible cualquier broca normal.

Cogió el pomo de la puerta y una sacudida eléctrica volvió a lanzarlo al suelo. Se apoyó contra la pared junto a la puerta trasera partida y, con la lengua y los dientes entumecidos, meneó la cabeza al tiempo que se cogía el brazo para evitar que siguiera temblándole.

El astuto cabrón había conectado el pomo a la corriente.

Se puso en pie y se apoyó en la lavadora hasta que se le pasó el vértigo. Lo recorrió una leve sensación de náusea que, al desaparecer, sólo le dejó el recuerdo de un intenso dolor en el abdomen, una pulsación que se le propagaba hasta la vejiga y el pecho cada vez que cogía aire.

El Cigüeña se había quedado en silencio al otro lado de la puerta.

Tim hurgó entre el montón de calzado y apartó las diminutas deportivas del Cigüeña y un par de mocasines gastados. Una bota de paseo que encontró al fondo, con la suela de caucho manchada de un polvo rojizo, le serviría. Introdujo la empuñadura del taladro en la bota, la cogió como mejor pudo y se sirvió de un cordón para atar el gatillo.

Al reanudarse los gemidos del taladro, el Cigüeña empezó a suplicar de nuevo:

– Concédame al menos quince minutos y me largaré de la ciudad. No volverá a verme en la vida. ¡Por favor!

Tim dirigió la punta de carburo contra el núcleo de la cerradura, directamente sobre la bocallave. Saltó una prolongada lluvia de chispas como la de unos pequeños fuegos de artificio a medida que el taladro avanzaba, iba eliminando las piezas de la cerradura y descabalaba tumbadores y muelles. Cuando hizo una pausa para limpiarse las manos recalentadas en los vaqueros, le dejaron manchas rojas de la suela de caucho mugrienta. Coger el taladro con la bota de por medio no era tarea fácil; para cuando acabó con la segunda cerradura, la cuña del aparato humeaba y tenía los antebrazos agarrotados.

Sacó la pistola y propinó una patada a la puerta, que se abrió de golpe y lanzó una silla apuntalada hacia el salón. De un enchufe salía un cable de lámpara cortado cuyo extremo opuesto estaba pelado y sujeto con cinta adhesiva al pomo.

Ni rastro del Cigüeña.

Oyó quejidos al fondo de la casa, así que cruzó el salón en dirección al pasillo posterior con los codos en posición y el 357 adelantado. La casa estaba abarrotada de trastos. Tres cestos de ropa llenos de cerraduras reventadas y taladradas. Una hilera de máquinas para hacer llaves colocadas unas al lado de las otras, cada una de ellas un barullo amenazante de brazos, palancas y dientes. Gafas de protección colgadas de ruedas bruñidoras. Soldadores. Cajas de distintos tamaños llenas de interruptores, enchufes y arandelas. Aparatos con múltiples antenas que ofrecían un aspecto curiosamente vital.

Avanzó con suma precaución, evaluando todo lo que había a su alrededor en busca de alguna trampa.

La voz del Cigüeña resonó desde el otro extremo del pasillo:

– No me detenga, por el amor de Dios. Alguien como yo no lo resistiría. No aguantaría ni un segundo en la cárcel. -Las palabras fueron deteriorándose hasta resultar ininteligibles.

Unos veinte centímetros por encima del suelo del pasillo, justo antes del recodo, Tim vio el brillo de un finísimo cable y tuvo buen cuidado de no tocarlo al pasar.

El cuarto de baño a la vuelta de la esquina estaba vacío, igual que el estudio delante de éste. Tim rastreó el tenue lloriqueo hasta el cabo del pasillo. Otra puerta cerrada, ésta de madera maciza. Se pegó a la pared por el lado del quicio. Cuando tendió la mano y llamó, el lloriqueo se convirtió en un chillido.

– Váyase, por favor. Lamento haber intentado matarlo, señor Rackley. No puedo ir con usted y ser detenido. No puedo.

– ¿Adonde se han llevado Robert y Mitchell a Kindell?

– No pienso decir nada. No voy a ir a la cárcel. No pienso ir a la cárcel. Le juro que… -Sus palabras se interrumpieron de improviso y dejaron paso a un silencio mortal.

– ¿Cigüeña? ¿Cigüeña? ¡Cigüeña!

No hubo respuesta.

Transcurrido otro minuto de silencio, Tim hizo ruido de pasos sin moverse del sitio para ver si así le incitaba a disparar. Pegó un taconazo a la puerta, pero eso tampoco provocó ninguna respuesta. Le dolía el estómago. Tal vez se había roto una de las costillas inferiores. Aún notaba un cosquilleo en el paladar por efecto de la descarga eléctrica. Sentía un dolor punzante en el hombro.

Se deslizó pared abajo hasta quedar en cuclillas, con la pistola suspendida entre las piernas, y aguzó el oído.

El silencio era absoluto.

Volvió a ponerse en pie y se esforzó en ahuyentar el dolor, en centrar la atención. Girando sobre sí mismo, propinó un puntapié a la puerta justo al lado de la cerradura, pero no cedió. Retrocedió unos pasos y se cogió el tobillo mientras maldecía. El pie se le había quedado hecho polvo.

Desanduvo sus pasos por el pasillo con buen cuidado de no tropezar con el cable, cogió un par de ganzúas acanaladas y regresó. Haciendo todo lo posible por mantenerse a un lado de la puerta, aferró el pomo y lo giró con fuerza para hacer saltar las arandelas y hurgar en los cilindros. Luego pegó la espalda al quicio, hizo de tripas corazón para ahuyentar los diversos dolores y se preparó para entrar.

A la de dos.

Esta vez la puerta cedió ante la fuerza de la patada. Irrumpió en la habitación e hizo un barrido de izquierda a derecha con el 357.

El Cigüeña estaba recostado contra la pared opuesta, hecho un ovillo debajo de la ventana, con la Luger en el suelo delante de sí. Tenía las piernas encogidas debajo del cuerpo, un brazo en torno a una rodilla, una mano aferrada al pecho. Se le veía el rostro de un intenso color rojo, cubierto de sudor reseco, la boca entreabierta. Las gafas se le habían descolgado de una oreja y le caían al sesgo sobre la cara.

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