Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– De rodillas. Los brazos separados. Vuélvete. Las manos a la cabeza, ahora mismo. Eso es. No hagas el menor ruido.

Tim se acercó a él arrastrando los pies sin soltar ninguna de las dos manos del arma. En el último momento, vio que las punteras de las botas de Mitchell estaban dobladas en vez de planas contra el suelo.

El gemelo cogió impulso y saltó hacia delante. Tim aferró el 357 con una sola mano y golpeó a Mitchell en la cara con una maza de carne y metal.

Crujió algún hueso.

Mitchell trastabilló pero no llegó a caer. Al desplomarse contra Tim, hizo cuña en la tierra con ambas piernas igual que un jugador de rugby que intentara ganar metros, y derribó a Tim de espaldas contra una pila de planchas de metal. Se llevó un buen topetazo, y los brazos inmensos se convirtieron en un borrón frenético. Los puñetazos eran más devastadores de lo que Tim había imaginado, rápidos e implacables, con la potencia bruta de un accidente de automóvil. Encorvado en un gesto defensivo igual que un boxeador agotado contra las cuerdas, recibía una andanada tras otra de golpes contra el acero.

Un derechazo lo hizo caer de rodillas.

Iba a tener que decidir entre matar a Mitchell o morir. Levantó la pistola, pero entonces una sombra se acercó al gemelo y se le colgó de la espalda, y éste se dio media vuelta y propinó un atroz codazo a la sien a su atacante. En el destello de un instante, antes de que Mitchell pudiera volverse, Tim le dio otro golpe impulsado por el peso de su arma, hacia arriba, directamente entre las piernas. Mitchell lanzó un soplido y a continuación una arcada seca lo obligó a inclinarse hacia delante. Con los ojos cubiertos de su propia sangre, Tim se levantó y le asestó un fuerte golpe descendente en la cara.

El gemelo se desplomó con la boca abierta contra la tierra y sus jadeos levantaron nubecillas de polvo. Bowrick, con un entramado de capilares rotos que le coloreaba la sien izquierda y la parte superior de la mejilla, se agitó a su lado. Aunque Tim se volvió rápidamente y miró a su espalda casi a la espera de que Robert se le echara encima, no oyó otro sonido que el de las lonas que aleteaban y el viento que ululaba sobre la explanada. Escudriñó la construcción escultórica, pero no llegó a detectar ningún movimiento, ningún temblor en el andamiaje indicativo de que Robert hubiera empezado a bajar. Bowrick rodó por el suelo y se puso de rodillas y manos con la frente arrugada de dolor. Luego extendió la mano, le sacó el arma a Mitchell de la funda y le apuntó al pecho con ella.

Tim se puso tenso, la respiración cortada por el miedo.

Bowrick desvió la vista hacia él y se sostuvieron la mirada un instante. Luego se metió el arma en la cintura, se sentó sobre los talones y miró a Tim a la expectativa.

Éste cogió un trozo de cuerda de uno de los montones de madera y le ató a Mitchell las muñecas a la espalda y luego los tobillos. Uno de los ojos del gemelo lo observó desde abajo, un lustroso órgano animal, todo pupila. El primer golpe de Tim le había machacado la mejilla; la piel se hundía debajo del ojo igual que una cortina absorbida por una ventana entreabierta. No se ensañó a la hora de amordazarlo. Lo cacheó de arriba abajo y le cogió del bolsillo las llaves del coche.

Bowrick estaba sentado, con los codos apoyados en las rodillas, y observaba las maniobras de Tim. Cuando habló, lo hizo en un áspero susurro:

– ¿Dónde está el tipo que quieren cargarse?

Tim señaló hacia el maletero del Lincoln.

Con la mirada fija en el monumento, Tim se acercó a Bowrick y bajó la voz para que Mitchell no le oyera:

– No podemos permitirnos que haga ruido. Y es impredecible. No nos conviene que salga corriendo ahora mismo. -Lanzó las llaves al chico-. Saca al rehén de aquí. No abras el maletero ni hables con él. Llévalo en punto muerto colina abajo con el mayor sigilo posible. Las pilas de planchas te ocultarán buena parte del camino. No pongas el coche en marcha hasta que hayas dejado la verja atrás, luego aléjate unas cuantas manzanas, aparca en algún sitio discreto y mantente alerta. Ten el móvil conectado. Si no doy señales de vida de aquí a una hora, lárgate, llama al agente Jowalski del Servicio Judicial Federal y explícale el lío en que te he metido. Y esta vez no vuelvas, ni siquiera para salvarme el cuello.

Bowrick asintió, se puso al volante y cerró la puerta con sigilo. El Lincoln inició el solemne descenso colina abajo; los neumáticos crepitaban levemente en el camino de tierra, las luces de freno relucían en la oscuridad.

Tim permaneció un momento sentado y se enjugó la sangre de la frente. Uno de los puñetazos de Mitchell le había abierto una brecha justo debajo del nacimiento del pelo. Le quedaría una cicatriz a juego con la del culatazo de Kandahar. Otro golpe lo había alcanzado en el hombro, cerca de donde tuvo alojado el fragmento de bala, y ya se le había empezado a inflamar. Notaba el torso como un saco surcado de nervios que contuviera piedras y cuchillas. Transcurridos unos instantes, el flujo de sangre hacia los ojos mermó y Tim se puso en pie haciendo un esfuerzo por ahuyentar el vértigo.

Recogió a Betty y el móvil del Cigüeña, y volvió a marcar el número de Robert. El aparato rastreó el tono hasta la misma rama, oculta tras el andamiaje desde su perspectiva.

La misma voz bronca:

– Robert.

Tim colgó y rodeó el monumento hasta el lado opuesto. En caso de que hubiera un tiroteo, el gemelo tendría ventaja táctica desde las alturas; no había disparo más difícil que el efectuado directamente hacia arriba.

El andamiaje le facilitó la subida. Dejó a Betty tras de sí y fue ascendiendo con todo el sigilo de que fue capaz, alerta ante cada movimiento y cada crujido. Cuando le era posible, se apoyaba en las ramas de metal porque resultaban menos ruidosas que la madera. Cada pocos instantes se detenía y aguzaba el oído a la escucha de cualquier movimiento de Robert, pero el viento, sobre todo a medida que iba ganando altura, ahogaba la mayoría de los ruidos, algo que también jugaba en su favor. Acá y allá faltaba alguna plancha de metal. En su lugar había aberturas umbrías que daban al interior hueco del árbol.

A unos quince metros del suelo, hizo un alto para apoyarse en el tronco metálico, recuperar el aliento e introducir los dedos por algunos de los numerosísimos agujeros diseñados para dar salida al brillo del foco en el interior. Desde allí veía a la perfección el sendero de tierra. El Lincoln salió del recinto en silencio. Vio el parpadeo de las luces al encenderse el motor para seguir su camino.

Tim continuó el ascenso centímetro a centímetro y, al abrazarse al metal y la madera, se clavó más de una astilla. Alcanzó la plataforma que sostenía la rama frente a la de Robert, apenas un metro más abajo. Hincó una rodilla, sacó el móvil del Cigüeña del bolsillo y volvió a llamar. El gorjeo del teléfono sonó con toda claridad, justo al otro lado del árbol. Tim dejó la línea abierta y se metió el Nextel en el bolsillo. Con el Smith & Wesson entre las manos, se retiró hasta el extremo opuesto de la plataforma para poder coger tres zancadas de carrerilla.

Respiró hondo un par de veces y tomó impulso. Al saltar de la plataforma para cubrir el metro y medio que lo separaba del andamio opuesto, rozó el tronco del árbol con el hombro. Por debajo tenía una caída de más de veinte metros, interrumpida únicamente por ramas de metal y vigas transversales de madera.

Alcanzó el extremo de la otra plataforma y rodó sobre su espalda para quedar arrodillado en posición de tiro, con una rodilla en el suelo y la otra levantada; el arma era ahora una prolongación de sus brazos, rígidos a la altura de los codos.

A un par de metros de la plataforma, colgado de una cuerda que pasaba por encima del tramo superior del andamiaje, estaba el Nextel de Robert. Sonaba al tiempo que se mecía levemente; la brusca caída de Tim sobre la plataforma le había dado impulso.

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