Unas voces le sacaron de su delirio. Reconoció la de Szabla, a no más de cuatro metros y medio y, cuando sacó la cabeza por entre las hojas vio el rostro de Savage, los ojos ocultos en las sombras. Aunque se encontraban cerca, no podía entender qué decían.
Como siempre, Savage llevaba su cuchillo. Savage le dijo algo a Szabla, en un murmullo, y luego se dirigió directamente hacia el pequeño refugio. Derek se quedó inmóvil, con una mano encima de la cabeza de la larva, como protegiéndola. Rezaba para que no hiciera ningún ruido.
Savage puso un pie encima del tocón, a centímetros de Derek, y observó el terreno. La lluvia corría por encima de la bota de goma y caía encima de la mejilla de Derek, el cual casi sentía el calor del cuerpo de Savage. No movió ni un músculo.
Savage enfundó el cuchillo y le dio unos golpecitos. Luego se acercó a Szabla. Ambos desaparecieron en el sotobosque y sus pisadas se alejaron hasta desaparecer.
Derek dejó salir el aire. Aunque no se había dado cuenta, había estado aguantando la respiración casi un minuto. La larva se removió al oír el sonido, buscando su cuerpo, como si buscara seguridad. Acercó la nariz a su cuello y Derek sintió el miedo en el cuerpo, pero el animal mantuvo las mandíbulas cerradas.
De repente, el suelo tembló con fuerza y el tronco se movió sobre sus cabezas. Por un momento, Derek temió que el tronco resbalara del tocón y les aplastara, pero se mantuvo en su sitio. Puso una mano encima del cuerpo de la larva mientas la tierra temblaba debajo de ellos. Luego todo quedó quieto. Aparte de que los segmentos se hinchaban ligeramente, la larva no se movía.
Derek se tumbó de espaldas y miró los destellos de cielo que podía distinguir a través de la red de ramas que tenía alrededor, sintió el aire denso por la lluvia y percibió las oscuras columnas de los árboles.
De repente, el bosque pareció bastante tranquilo.
Con destreza, Savage avanzaba delante de Szabla, bajo la lluvia. De vez en cuando, Szabla distinguía su piel entre los troncos de los árboles. Savage casi nunca llevaba camisa en el bosque pero, por algún motivo, los mosquitos le dejaban en paz.
Savage iba llamando a las larvas.
– Eh, pequeñas, ¿queréis unos caramelos? -Y luego se reía con fuerza.
De repente, desapareció. Szabla observó la zona que tenía delante pero no pudo distinguir nada en esa tenue luz. Le llamó una vez con la voz ligeramente temblorosa. Cruzó los brazos y se tocó los fuertes bíceps; notó que le volvía el valor.
Salió del pequeño sendero que habían estado siguiendo y, automáticamente, fue engullida por el follaje. Recorrió en círculo la zona donde había visto a Savage por última vez con la lanceta encima de la cabeza para que no tocara las ramas.
– Silencio.
Savage le pasó un brazo alrededor del cuerpo y la atrajo hacia él al tiempo que le tapaba la boca con una mano. Se agacharon lentamente hasta que quedaron tumbados uno al lado del otro, ocultos debajo de unos helechos. Savage la miró un momento y luego le quitó la mano de la boca. Hizo chasquear los dedos y señaló a la derecha.
– Hay algo ahí -susurró.
Mantuvo la mano cerca de la boca de Szabla, a punto de tapársela otra vez si ella decía algo. Szabla estaba callada, y se quedaron quietos en la oscuridad.
Al cabo de unos minutos, una rama cercana se rompió y percibieron un movimiento. Szabla se puso en tensión hasta que se dio cuenta de que se trataba de un pájaro. Un papamoscas atravesó el follaje, y su vientre amarillo fue por un momento la única nota de color en el aire gris.
Szabla soltó el aire de golpe y miró a Savage. El barro que él se había extendido por las mejillas y el pecho como camuflaje se había secado, y se agrietaba como la masa crujiente de un pastel. La zona de alrededor de los labios era más oscura y parecía un depredador después de haberse dado un banquete con su presa.
Él mantenía su extraña sonrisa, una luna blanca flotando en su rostro que le hizo pensar en el gato de Cheshire. De repente, Szabla notó la cercanía de él. Szabla tenía un brazo debajo del hombro de él, la mano apoyada sobre el pelo sucio. Savage olía a sudor y a barro, y su cuerpo, apretado contra el de ella, era el más duro que nunca había sentido, a pesar de que tenía más de cincuenta años. Los músculos no eran especialmente voluminosos, pero eran duros como piedras.
Szabla giró la cabeza ligeramente para mirarle y sintió la barba de él en su mejilla. Szabla le aguantó la mirada unos momentos con el corazón todavía agitado por el susto. Mirar sus ojos era como mirar a un agujero negro: sin fondo, vacíos, con un tono gris. Szabla se sintió como si mirara el hielo de la superficie de un lago helado, como si mirara a la misma muerte.
Cuando se separaron y se pusieron de pie, la incomodidad de ella era evidente.
Savage se aclaró la garganta y escupió. La mucosidad cayó sobre unas hojas y, luego, al suelo. La miró, como si le leyera los pensamientos.
– A veces, uno va a lugares -dijo, con voz suave, un poco ronca y, si Szabla no se equivocaba, amable- de donde no puede volver. -Levantó la vista hacia el techo vivo que los cubría-. Entré en la jungla cuando tenía dieciocho años y salí de la vida. No tengo… no tengo otra opción ya.
Savage se apoyó en el tronco de un árbol y observó a un puñado de insectos que revoloteaban alrededor de una rama encima de su cabeza. Szabla miraba a cualquier parte menos a sus ojos y, al final, echó a andar por el sendero.
Al cabo de un momento, él la siguió.
Era uno de los días más largos de que Cameron se acordaba.
Como las larvas necesitaban algún tipo de sombra, ella, Tank y Justin prescindieron de la zona de la costa. Atravesaron la franja de la zona árida cerca del lago donde Cameron encontró la primera larva y luego se dirigieron al norte, abriéndose paso por la zona de transición, por encima de la hendedura volcánica. Finalmente, entraron en el bosque y llegaron a la cima de Cerro Verde a las doce del mediodía, manteniéndose apartados de la caldera rodeándola por la zona de árboles. Llegaron a un punto en el que se abría un claro y Cameron vio, entre los árboles, la caldera activa: una larga y plana llanura de lava que fluía con el rodamiento ocasional de algunas rocas y una hendedura que se perdía de la vista en el centro. Un laberinto de fisuras recorría la roca oscura a través de las cuales emanaba el magma caliente. El vapor se levantaba y se retorcía en el aire antes de desaparecer.
Se detuvieron un momento en actitud reverente y luego continuaron bajando la inclinada zona de Scalesia. Peinaron el terreno en amplias eses, abriéndose paso por el sotomonte a golpes, a la espera de que las pequeñas criaturas aparecieran para poder matarlas.
Tank llevaba el cerrojo del frigorífico, y Cameron y Justin, una lanceta cada uno. Si no empezaban a encontrar las larvas pronto, la situación empeoraría. Aún tenían treinta y cuatro horas antes de ser rescatados, y treinta y cuatro horas era mucho tiempo para estar atrapados en una isla con enormes depredadores sueltos.
Caminaron en silencio, atentos a los árboles y a los repentinos movimientos de los pájaros. Cameron tenía los brazos arañados por las ramas. Tenía en el hombro una gran raspadura que debió de haberse hecho contra la corteza de algún árbol, pero no lo recordaba. De hecho, no recordaba cómo se había hecho las magulladuras que sentía por todo el cuerpo a cada paso que daba.
En un momento determinado, habría jurado que notaba la presencia de Derek cerca, en el bosque, pero cuando escuchó con atención no oyó nada excepto el susurro de las hojas. Intentó comunicarse con él por el transmisor unas cuantas veces, pero lo tenía desactivado.
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