Gregg Hurwitz - Cuenta Atrás

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Latinoamérica es víctima de constantes desastes ecológicos: los rayos solares que atraviesan los agujeros de la capa ozono pueden quemar la piel humana en cuestión de minutos, muentras que los terremotos y los huracanes están a la orden del día. Un grupo de investigadores es enviado a una isla de las Galápagos con el objetivo de instalar unos detectores de actividad sísmica que permitan prevenir futuros seísmos y paliar de algún modo sus devastadores efectos. Como refuerzo y protección, les acompaña un equipo de soldados de la marina estadounidense.

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Los troncos de los árboles se inclinaban y torcían. Encontraron uno que incluso daba una vuelta completa sobre sí mismo antes de que sus ramas se bifurcaran. En algunas zonas, la corteza estaba cubierta por brillantes líquenes rojos y anaranjados. Las hojas de la granadilla colgaban de los árboles como collares. En algunas zonas aparecían muertas y se abrazaban a los árboles con fragilidad.

Savage se abría paso por el denso terreno mientras valoraba la flora y fauna que lo rodeaban. Las criaturas que vivían en la isla eran curiosas y no tenían miedo, ya que habían evolucionado en un lugar seguro. Las iguanas marinas se dejaban agarrar por la cola; era posible empujar a los halcones posados en las ramas con el mango de una pala; uno podía cargarse a una tortuga a la espalda y llevarla a aguas más profundas. Incluso, en la vegetación de algunas zonas había algo noble: la silueta de un cactus solitario recortada contra el cielo, la vulnerable posición de los mangles, los palosantos dispersos como los árboles frutales en un huerto.

Sólo el bosque guardaba sus secretos. Las copas de los árboles agrisadas por la niebla. Las extrañas llamadas de pájaros invisibles. Las enormes rocas que se alejaban sobre patas de tortuga.

Un mosquero cardenal cruzó por entre las hojas verdes como un dardo rojo brillante en las sombras del sotobosque y Tucker sonrió, señaló en dirección al pájaro y miró a Savage. Pero Savage no estaba. Se volvió rápidamente hacia la derecha, donde le había visto por última vez. Savage soltó un agudo silbido y Tucker se volvió de nuevo. Savage estaba a unos cuarenta metros de él, sonriendo. Una diminuta araña se desplazaba por una hoja a milímetros de su cara.

Tucker se pasó la lengua por los dientes.

– No me fijé en que caminabas hacia ahí.

– No lo he hecho. He llegado flotando. -Savage le guiñó un ojo-. ¿Tomo yo la delantera un rato?

Tucker asintió con la cabeza pero Savage ya se había dado la vuelta y había empezado a penetrar en el follaje. Tucker le siguió entre las sombras.

Ya no tenían una actitud informal, de descanso. Se movían como las patas de un mismo animal: siempre manteniendo la misma distancia entre ellos, adelantando con constancia y al mismo ritmo. Savage tenía la camisa empapada de sudor y las mangas le colgaban, pesadas, de los bíceps. Cayó en una especie de trance, y con los ojos borrosos percibía las plantas, los pájaros y las sombras.

La criatura movía las distintas partes de su boca con ansiedad. Notaba la presencia de algo vivo con las antenas y por las vibraciones del suelo. Giró la cabeza para observar la zona a su alrededor con el centro del ojo compuesto, ya que así la visión era más nítida. La visión binocular le permitía percibir con agudeza la profundidad de campo.

Unos receptores especiales se pusieron en marcha ante la cercanía de la presa y con impulsos nerviosos la criatura calibraba la distancia y el ángulo de su inminente asalto.

En el sotomonte, la tierra dejó paso al lodo y las botas de Savage se hundían en él con un ruido pegajoso. Aminoró el paso. El verde de su camisa era una mancha en medio del verde más frío del bosque. Hizo un gesto con la mano. Fue un gesto muy pequeño en la penumbra, pero Tucker se detuvo de inmediato. Tucker bajó el pie en silencio y repartió el peso entre las dos piernas con cuidado.

Se quedaron inmóviles durante un rato sin atreverse a girar la cabeza y mirar alrededor. Savage observó los árboles con un esfuerzo para ajustar la vista a las sombras y a los pequeños puntos de la luz del sol. Retrocedió con el cuchillo fuera. Se movió despacio, sin hacer ningún ruido excepto por el roce del traje de camuflaje. Se detuvo cerca de Tucker. Esperaron y escucharon.

– Hay algo allí -dijo Savage en voz baja.

Tenía la cara húmeda y sucia por el sudor que le caía por las sienes y por debajo del pañuelo.

Ambos se quedaron el uno al lado del otro, respirando al compás. Miraban hacia delante, hacia las sombras, a los troncos de los árboles, a las hojas que se mecían al viento. Había algo que no andaba bien allí delante, pero Savage no sabía qué era.

El cielo se abrió de luz y se oyó un trueno. Oyeron la lluvia antes de verla, repiqueteando contra las hojas de los árboles. La lluvia atravesó despacio las densas copas y cayó a chorros alrededor de ellos.

– ¿Qué crees? -susurró Tucker.

Savage volvió a mirar hacia delante, pero cada vez era todo más borroso.

– La lluvia nos quitará visibilidad y el terreno se pondrá peor.

– ¿Osos o algo parecido?

Savage negó con la cabeza.

– Ningún depredador. Sólo uno o dos halcones, una serpiente inofensiva. No hay nada peligroso aquí.

Tucker sintió un escalofrío.

– Supongo que sólo nos hemos asustado.

Savage puso la palma de la mano bajo un chorro de agua.

– Ya se sabe -dijo. Miró a su alrededor, el ambiente gris y denso por la lluvia-. Vamos a ver si esos perezosos ya han vuelto al campamento.

Savage encabezó el trayecto de vuelta.

32

Cuando Cameron, Derek y Rex volvieron, el campamento base ya se encontraba instalado. Las cinco tiendas estaban esparcidas sobre la hierba. El cielo estaba claro; la lluvia cesó con la misma rapidez con que había empezado, sin pasar de la línea más alta de la zona de transición. La hierba de alrededor del campamento base y las tiendas estaban mojadas.

Como tenían poco combustible de repuesto para las lámparas, Tucker, Diego y Justin limpiaron una zona para hacer fuego. Había mucha madera para quemar y, además de luz, el fuego sería un buen punto de reunión. Encontraron unos cuantos árboles caídos y rotos en el último terremoto y los arrastraron hacia allí para utilizarlos de bancos. Luego, arrancaron la hierba alrededor del anillo de troncos para asegurarse de que el fuego no podía extenderse.

Tank se había quedado dormido encima de la tortuga y ésta andaba despacio hacia un charco de barro. Las botas le arrastraban por el suelo y la cabeza tenía un movimiento de vaivén a cada paso de la tortuga. Por accidente, se había dejado una caja de viaje vacía abierta al lado de la tienda antes de que lloviera y ésta se había llenado con el agua que había caído del techo de la tienda.

Szabla practicaba ejercicios de boxeo detrás de su tienda. Savage estaba cortando algo en la corteza de un quino cercano. No se molestó en levantar la cabeza cuando Cameron, Rex y Derek se aproximaron. Cameron, aunque había estado deseando ver a Justin, lo miró con frialdad para evitar un saludo demasiado efusivo.

El equipo se reunió alrededor del fuego y sacaron la comida, lista para comer. Los alimentos, empaquetados en gruesas bolsas marrones de plástico, eran altamente energéticos y proteínicos y, además, fáciles de preparar. Savage abrió la bolsa con su Viento de la Muerte y vertió el contenido en el suelo: una cuchara de plástico, una barrita de cereales envasada al vacío, una minúscula botella de Tabasco, mermelada de manzana en tubo, chocolate soluble en polvo, galletas saladas envasadas al vacío, queso, y unas cajas de cartón que contenían bolsas con patatas al horno y tortilla de jamón, además de un paquete con chicle, café, cerillas, azúcar, sal y un poco de papel de váter para los momentos de necesidad, como decía Justin, de «desembuchar».

Una de las bolsas de plástico se calentaba cuando entraba en contacto con el agua. Savage la llenó con el agua de su cantimplora, introdujo en aquélla la bolsa con la tortilla y lo metió todo en una de las cajas de cartón que depositó sobre una roca cercana.

Tank estaba tumbado de espaldas, con las manos debajo de la nuca. Justin ya había empezado a comer y se estaba llevando a la boca unos gelatinosos trozos de cerdo asado. Rex le miraba con expresión de disgusto hasta que Szabla le tiró una bolsa caliente con comida.

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