Gregg Hurwitz - Cuenta Atrás

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Latinoamérica es víctima de constantes desastes ecológicos: los rayos solares que atraviesan los agujeros de la capa ozono pueden quemar la piel humana en cuestión de minutos, muentras que los terremotos y los huracanes están a la orden del día. Un grupo de investigadores es enviado a una isla de las Galápagos con el objetivo de instalar unos detectores de actividad sísmica que permitan prevenir futuros seísmos y paliar de algún modo sus devastadores efectos. Como refuerzo y protección, les acompaña un equipo de soldados de la marina estadounidense.

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El Pescador Rico se aproximó al extremo sudeste de Sangre de Dios. A la vista apareció bahía Avispa, una larga playa con techo, como una cueva, de arena blanca. Diego dio un rodeo para evitar un arrecife de coral que bordeaba la zona oriental de la bahía. A causa de los terremotos, partes del arrecife se habían roto dejando unas puntas afiladas que poblaban toda la bahía. Diego se dirigió hacia punta Berlanga, el extremo occidental de la playa. Como un cuerno protuberante, punta Berlanga recibió su nombre por un obispo de Panamá, fray Tomás de Berlanga, quien descubrió estas islas por accidente en 1535. Punta Berlanga presenta una multitud de picos y columnas erosionadas por la sal encima de una franja de lava pahoehoe y recibe el peso de las olas y vientos que proceden sobre todo del sureste. En el extremo más alejado, una serie de géiseres silban a través de la porosa roca.

De la lava endurecida sobresalía un decrépito embarcadero de madera. No había ninguna embarcación anclada allí. Cuando se acercaron, se dieron cuenta de que el embarcadero era un montón de maderas rotas, destruidas durante el último terremoto.

Diego maldijo.

– Vamos a tener que echar el ancla aquí e ir en la Zodiac hasta la punta.

Bajó la velocidad de la embarcación y dejó que ésta se deslizara detrás de una cadena de conos de tufo a un kilómetro y medio de la costa. Formado por la violenta interacción del agua y la roca pulverizada, el tufo está compuesto de ceniza aglomerada. Allí las rocas estaban esculpidas por las mareas y los vientos del sudeste y, de entre tres y cuatro metros y medio de altura, parecían los retorcidos dedos de un gigante sumergido. Algunos leones de mar que descansaban en las rocas se despertaron y lanzaron gritos de advertencia ante el paso de la embarcación.

Diego frunció el entrecejo.

– Nunca había visto que los leones marinos nadaran hasta aquí. Normalmente, esta colonia se encuentra en la playa.

Colocó los amarres de proa y popa y luego arrastró la Zodiac a cubierta, sujetándola mientras se hinchaba. El mar estaba quieto, como presagiando tormenta, pero las previsiones anunciaban buen tiempo.

– Tendremos que subir a la Zodiac por turnos -dijo.

– De ahora en adelante las parejas serán las mismas que en Guayaquil. Juan, tú irás con Tank y Rex -dijo Derek.

La embarcación se balanceó y Rex tropezó y fue a caer contra la pared de la cabina. Sin querer, tiró el arpón que estaba colocado encima de ella a la borda, por donde resbaló hasta caer en las oscuras aguas. Diego negó con la cabeza pero permaneció callado. Tank subió primero a la Zodiac, le ofreció la mano a Rex, pero éste la desdeñó. Diego, Szabla, Juan y Justin le siguieron con sus bolsas y con la mayor parte de las cajas.

Diego, sentado al lado del motor, señaló una mochila que estaba en El Pescador Rico.

– La vamos a necesitar -dijo.

Derek le pasó la mochila a Justin y éste la abrió, descubriendo una radio PRC104 de alta frecuencia.

– ¿Es por si tenemos que comunicarnos con los Picapiedra? -preguntó Justin. Dio un golpecito en el transmisor que llevaba en el hombro y añadió-: Tenemos las comunicaciones cubiertas.

Diego negó con la cabeza:

– Nuestra radio por satélite en la Estación se sobrecargó. La única forma de contactar con alguien en Puerto Ayora es ésta.

Justin asintió con la cabeza y se cargó la mochila a la espalda. Diego encendió el motor y la Zodiac salió a toda velocidad. El sonido del motor se mezcló con el de las olas. Los demás se quedaron sentados en la embarcación y esperaron meciéndose con las olas. Savage desabrochó y volvió a abrochar la funda del cuchillo. Al cabo de un rato, Cameron oyó el zumbido del motor que se aproximaba. Diego arrimó la Zodiac al costado de la embarcación hasta que tocó la madera.

Cameron tiró su bolsa a la lancha y saltó. Los demás levantaron las cajas de viaje y de armas y la siguieron. Se dirigieron a la playa en silencio.

Las olas hervían contra la orilla rocosa y árida de punta Berlanga y los cangrejos se afanaban en la lava húmeda y oscura hasta los pequeños charcos que se formaban en ella. Unos altos bloques de roca manchados de guano se elevaban delante de los esculpidos picos. El viento soplaba suave pero constantemente, levantando el vuelo de alguna gaviota de las Galápagos de vez en cuando.

A la derecha, la playa, una franja de arena blanca, se alargaba siguiendo la curva de bahía Avispa. Cameron observó el paisaje que, de este a oeste, mostraba una abrupta línea donde terminaban los erectos bloques de punta Berlanga para dejar paso a las bajas dunas de arena protegidas por los arrecifes pero indefensas ante los efectos de la erosión de las mareas del sudeste.

Cuando notaron que la lava rozaba la lancha, los soldados se deslizaron fuera de ella y la empujaron con energía por el agua para mantener el impulso hasta la arena. El agua sólo se diferenciaba del aire en la densidad; la temperatura parecía la misma. La lava pahoehoe presentaba una superficie rugosa y se veía que se había formado por capas de lava líquida que habían emergido de debajo de la corteza fría. De alguna forma, las hierbas Sesuvium, unos densos mangles y unos bajos y enredados chamizos de hoja gruesa y verde habían conseguido adueñarse de la lava.

El resto de la escuadra llegó hasta ellos con la Zodiac levantada a pulso para evitar que se rasgara con las rocas. Los trajes de camuflaje y las botas los ocultaban en la noche. Llegaron a paso rápido y dejaron la Zodiac en el lugar donde Rex y Juan se encontraban. Aparte de los pájaros que revoloteaban en los acantilados y de las olas que rompían en la playa, no se oía nada en la isla. Unas cuantas chumberas rompían el perfil de los acantilados.

Cameron levantó la vista al cielo y vio más estrellas de las que nunca había visto en su vida.

– No se movía ni una sola criatura -le murmuró Justin.

Tucker y Szabla descargaron las cajas y las bolsas de la Zodiac y Cameron la deshinchó. Arrastraron las cajas unos cuantos metros y las dejaron al lado del equipo que habían transportado en el primer viaje. Rex los vigiló atentamente mientras transportaban el equipo de GPS. Szabla fingió que dejaba caer la caja de los trípodes y Rex casi se cayó al suelo intentando alcanzarla.

Tank agarró dos pesadas cajas de viaje en las que iban las tiendas y las arrastró por la lava con tanto esfuerzo que se le marcaron todos los músculos de los brazos.

– Muy bien -dijo Derek-. Que alguien traiga la caja de armas de la Zodiac. Vamos a acampar…

De repente, un aullido rasgó el aire. Savage sacó el cuchillo de la funda y todos se colocaron instintivamente en formación. El aullido pasó a ser un gemido y se perdió. Savage bajó el cuchillo despacio.

Justin y Tucker observaron toda el área, intentando adaptar la vista a la oscuridad. Rex y Juan se acercaron a Tank de inmediato. El viento se levantó de repente y revolvió el pelo de Cameron, que se lo sujetó detrás de la oreja. El aullido ya no se oía. Cameron se aproximó al agua y levantó la vista hacia el acantilado.

– Cam -susurró Derek-. Vuelve aquí.

– Es el viento -dijo ella con una sonrisa. Señaló hacia arriba, a un agujero abierto a un lado de la pared del acantilado-. Una cueva. El viento silva a través de la entrada.

Cameron estaba sorprendida por la rapidez con que había empezado a soplar el viento; sólo unos momentos antes, el aire estaba absolutamente quieto.

– La sal y el viento han abierto agujeros en el acantilado por toda esta zona -dijo Diego mientras se secaba la frente con la manga de la camiseta-. Y el basalto se ve irregular en las zonas donde ha habido fisuras. -Sonrió, satisfecho-. No hay nada que temer.

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