A ambos lados de la cabeza, tres finas branquias temblaban cuando la larva respiraba. Dos antenas segmentadas en tres partes y acabadas en un largo filamento se extendían desde la parte superior de la cabeza. Un par de espiráculos en cada segmento abdominal le permitían expulsar el aire.
Las cabezas empezaban a salir de las membranas a medida que las larvas se liberaban, rascando con las pequeñas patas y perforando los sacos. Al quedar libres, las falsas patas se agitaban en el aire como manos humanas sin dedos. Las larvas iban aterrizando y avanzando con contorsiones del cuerpo, y agarrándose al suelo con sus falsas patas.
Arriba, en la ooteca, una larva más pequeña que las otras se retorcía ya parcialmente fuera de su cámara y el aire silbaba al pasar a través de la cutícula. Contorsionándose dentro del saco, la larva intentaba liberar su cuerpo. Las demás miraron hacia arriba, a la pequeña ruidosa, como si sus cabezas se hubieran girado hacia ella, por instinto.
La larva pequeña se liberó de su cámara y se produjo un silbido. Incluso a través del saco de membrana, una de las patas quedó atrapada en la ooteca y se rompió con un chasquido húmedo. La larva se debatía mientras descendía lentamente por el hilo y el aire le salía de forma irregular y sonora por los espiráculos. Consiguió liberarse parcialmente del saco, pero dos de sus patas quedaron pegadas a uno de los costados. La cutícula, al igual que la de las demás larvas, era casi transparente, una funda suave de color verde que cubría la red de hemolinfa y los órganos palpitantes.
Las demás larvas, con movimientos lentos y torpes, se reunieron en torno a la pequeña, observando con expectación. Con un frenético movimiento de las cinco patas que le quedaban, la pequeña se acercó al círculo de sus hermanas. Las larvas abrieron la boca, revelando dos oscuras mandíbulas totalmente esclerotizadas, puntiagudas y con forma de arco, como medias lunas dentadas. Las bocas, que antes habían estado integradas con la cabeza, en aquel momento sobresalían y mostraban un labro frontal y un labio inferior carnosos que funcionaban como encías sin dientes. La pequeña cayó en medio del anillo de cabezas de las larvas y el aire silbó a través de los espiráculos cuando las mandíbulas empezaron a morder la frágil cutícula.
Las larvas se lanzaron sobre ella con voracidad, mascando y pellizcando mientras ésta forcejeaba, chillaba y moría lentamente. Se concentraron en el abultado abdomen, peleándose por los mejores bocados. Al acabar, las cabezas estaban cubiertas de la sustancia pegajosa y verdosa de la larva muerta.
Cuando terminaron de comer, se alejaron. El cuerpo de la pequeña había desaparecido casi por completo, sólo quedaba una porción de cabeza y las puntiagudas mandíbulas. Las larvas se miraban unas a otras con suspicacia, como boxeadores en un ring, pero estaban equilibradas en fuerza. No habría ningún otro banquete sin pelea.
Arriba, una de las cámaras de la ooteca permanecía cerrada, sin ningún movimiento dentro de ella.
La primera larva salió al bosque después de atravesar la barrera de helechos de la entrada del túnel de lava y tuvo que girar la cabeza por el impacto de la luz solar, que le hizo daño en los ojos. El aire estaba repleto de sonidos alarmantes: la llamada de una dendroica amarilla, el aullido de un perro salvaje, el silbido del viento entre las hojas. Los helechos de la entrada volvieron a su posición, dejando a las demás larvas en la oscuridad. Otra larva siguió con decisión a la primera. Las otras cuatro salieron detrás de ella.
Con sus falsas patas y las contorsiones de sus cuerpos consiguieron avanzar, cada una de ellas en una dirección diferente, y desaparecieron entre la exuberante vegetación.
Los helechos susurraron al paso de la última larva, luego enmudecieron.
El bosque quedó en silencio.
El estado del aeropuerto de Balta era lamentable, incluso comparado con el de Guayaquil. Una de las pistas se encontraba dividida por grietas y resquebrajaduras. Cameron estiró las piernas y el C-130 aterrizó suavemente en una de las pocas franjas de cemento que estaban intactas y se detuvo.
El vuelo fue agradable. Resultó difícil salir de Guayaquil, pero cuando estuvieron en el aire, el trayecto fue un planeo de hora y media por encima del azul del océano. El piloto iba a descansar, volvería a Guayaquil e iría de nuevo a recogerlos al cabo de cinco días.
La tensión dentro del grupo parecía haber empeorado. Szabla estaba furiosa porque Derek rompió el protocolo al ordenar a Cameron que durmiera con ella y con Justin, y Justin empeoró las cosas contando chistes sobre ménage à trois durante toda la noche. A las cuatro y media de la madrugada, Savage despertó a todo el pasillo con unos chillidos surgidos de las profundidades de alguna pesadilla; Derek tuvo que abrir la puerta de una patada para ver qué pasaba. Hicieron falta dos para despertar a Savage. Tucker se puso a sudar en medio del desayuno y, después de echarle un vistazo, Justin le quitó las jeringuillas de morfina del botiquín, las envolvió en un calcetín y las escondió en el fondo de la caja de armas.
Por lo menos Juan parecía llevarse bien con todo el mundo: en el aeropuerto de Guayaquil saludó al grupo con media reverencia y les dijo que se sentía encantado de estar con ellos en la misión. Szabla se movió al asiento de al lado y le permitió sentarse a su lado durante el vuelo.
Derek permaneció callado desde el despegue, de pie al lado de una de las ventanas y mirando al exterior. Al parecer, no había dormido en absoluto.
Rex llenó los silencios dando lecciones de geología y mostrando las islas por la ventana a medida que pasaban por encima de ellas. Formadas por erupciones volcánicas, fuertes erupciones de magma que atravesaban la corteza terrestre, las Galápagos, les contó, habían sufrido constantes cambios durante la mayor parte de sus diez millones de años de existencia: habían sufrido un proceso continuo de transformación por medio de erupciones y terremotos. Las islas habían surgido de la plataforma de las Galápagos, una plataforma basáltica submarina que se encontraba a una profundidad de entre trescientos setenta y novecientos metros, y seguían un orden cronológico: eran más antiguas cuanto más al este se encontraban. Los oscuros fantasmas del pasado de las islas se agazapaban debajo de las aguas, al este de la actual cadena de islas, víctimas de la erosión y del errático movimiento de la corteza terrestre.
Española y Santa Fe, las islas más antiguas con más de 3.250.000 millones de años, tenían menos actividad volcánica que sus primas más occidentales, Fernandina, Isabela y Sangre de Dios, que, con setecientos mil años de antigüedad todavía experimentaban erupciones significativas y crisis de crecimiento. Las islas estaban formadas de basalto, un magma de baja viscosidad que fluía y se expandía con facilidad, y a causa de ello los picos volcánicos eran menos pronunciados que los de sus equivalentes continentales, cuyo magma de andesita cargado de silicio permitió que se formaran elevaciones más pronunciadas. Las Galápagos, producto de erupciones efusivas, eran anchas y de superficie ligeramente combada, como conchas de tortuga, y de ahí el nombre del archipiélago.
Las islas se encontraban encima de siete corrientes oceánicas que transportaban vida marina desde puntos tan lejanos como la Antártida o Panamá. La confluencia de estas corrientes, calientes y frías, del norte y del sur, daban al archipiélago un clima inusitado en la zona ecuatorial. En la mayoría de los aspectos, señaló Rex, las Galápagos eran una anomalía: los lentos y pesados reptiles, la existencia de algunos pingüinos y flamencos entre los más tradicionales pájaros del archipiélago; los albatros que celebraban allí sus danzas nupciales y que iniciaban el primer vuelo desde sus acantilados.
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