Se detuvieron al llegar a un paso bajo de vehículos antes de Coronel Julián, una vía de cuatro carriles de tráfico rápido. Al otro lado de Coronel, una enorme pared blanca se extendía a ambos lados hasta perderse de vista, su regularidad rota solamente por unas arcadas con verjas cerradas. Hacia la izquierda de donde se encontraban vieron un largo puente para peatones. Rex lo señaló:
– Podemos intentarlo por allí.
Debajo del puente había unos vividos carteles publicitarios de helado medio arrancados a tiras. Una de las tiras rotas abarcaba la sonrisa de una mujer de piel clara.
Alejándose de un grupo de indigentes, subieron al puente y avanzaron por encima de la transitada vía. Cuando llegaron a la mitad del puente, empezaron a ver lo que había al otro lado de la larga pared y a Cameron se le escapó una exclamación. Era, quizá, la vista más impresionante que hubiera visto nunca. Con el telón de fondo de unas colinas, las tumbas blancas de mármol y los mausoleos se extendían por todas partes y formaban lo que parecía una ciudad en miniatura.
Algunas tumbas eran tan extravagantes que parecían edificios residenciales de distintas plantas, cada una con puertas para los adornados sarcófagos. Otras eran abovedadas y tenían enormes puertas de vidrio de colores con tiradores de metal pulido. Entre las tumbas, unos caminitos pavimentados corrían por todas partes, algunos anchos como pequeñas calles. Los templos, las estatuas y los árboles otorgaban un perfil accidentado al cementerio. Sólo dos de las tumbas estaban derruidas; la mayor parte había resistido los temblores. El cementerio casi brillaba en la oscuridad como un pequeño bosque de piedra blanca.
Incluso Tank se detuvo, paralizado.
– Lo llaman «La ciudad blanca» -dijo Rex, y sonrió-: por razones obvias.
Rex bajó las largas escaleras y llegó al cementerio. Era casi de noche y Cameron echó un vistazo a las filas de tumbas, infinitos escondites para asaltantes y ladrones. Tank llevó una mano a la pistola que tenía en la parte trasera de los pantalones para que Cameron supiera que pensaba lo mismo que ella.
– Esta es la historia de Ecuador -dijo Rex-. Cada nombre importante y cada fecha importante se encuentra aquí. Enterrada, cubierta de oro, conmemorada.
Mientras paseaban entre las tumbas, Cameron miraba los nombres de familia grabados en el mármol blanco. Unas palmeras flanqueaban un camino pavimentado de mármol; los troncos estaban pintados de blanco. En medio del camino, una silueta de hombre se hizo visible. Estaba de rodillas y miraba a unos monumentos más humildes que poblaban la ladera de una oscura colina.
Rex se le acercó.
– ¿Juan?
El hombre se puso en pie y abrió los brazos a modo de bienvenida. Era un hombre feo, de facciones anchas e irregulares y de mejillas profundamente caídas. Tenía la piel oscura y los brazos cubiertos de vello.
– Doctor Williams -dijo con un fuerte acento-. ¿Ha llegado entero, no? -Saludó a Cameron y a Tank con la cabeza-. Y los soldados. Mucho gusto. Gracias por ofrecerse a escoltarnos.
– ¿Ofrecernos? -dijo Tank, pero Cameron le dio un codazo en las costillas.
– Debería habernos esperado en el laboratorio -le dijo Rex-. Hemos pasado horas buscándole.
– Lo siento. Me resulta difícil estar en el laboratorio ahora, ¿sabe? -Juan jugó con el anillo de casado, nervioso, haciéndolo girar en el nudillo del dedo. A pesar de su calidez, mostraba una amable tristeza-. No sé cuánto tiempo durará. No hay inversión. He tenido que dejar que mis ayudantes se fueran. Muchos de los experimentos no se terminarán. Y las islas están en un mal momento, amigos. Estaba haciendo un estudio longitudinal, siguiendo una población de bobas borregas en la Española… -Negó con la cabeza-: Pero las cabras salvajes lo han ocupado todo durante los últimos años…
– ¿Son malas? -preguntó Cameron-. ¿Las cabras?
– Los animales no son buenos ni malos. Sólo que a veces se encuentran en el lugar inadecuado. Si no pertenecen a ese lugar pueden constituir una amenaza para todo un ecosistema. Las Galápagos son especialmente frágiles. Muchos de los animales evolucionaron sin enemigos y no tienen recursos para enfrentarse con los depredadores, si éstos llegan. Y el hombre ha traído muchos depredadores, muchos de ellos aparentemente benignos, protegidos por su… ¿cómo decirlo?… banalidad. Animales de compañía, hámsteres… todos asesinos. Todos ellos capaces de arrasar poblaciones enteras de especies endémicas. Como las cabras de La Española con mis bobas borregas…, se comen los huevos, los polluelos… -Suspiró profundamente-. Todos muertos. He recibido un informe de un amigo de la estación Darwin en el que me comunica que no es necesario que me moleste en volver. -Dio unos golpecitos con la mano en el borde de una de las tumbas y el anillo produjo un sonido metálico-. Hemos perdido tanto. -Apartó la vista con los ojos húmedos.
Tank se sacó algo de entre los dientes con un dedo.
– De verdad que deberíamos volver -dijo Rex.
Cameron alargó la mano y tocó con suavidad a Juan en la manga.
– Lo siento -le dijo.
La sonrisa de Juan era débil, sin fuerza. Miró la ladera de la colina.
– Esas tumbas de allá arriba, ésas son las tumbas de los pobres. -Las familias de los enterrados en las colinas no habían podido permitirse el mármol. Las tumbas estaban decoradas con vividas telas y flores. Algunas de ellas eran recientes y se veía la tierra movida recientemente, oscura-. Tanta muerte, tan rápido.
– Seamos sinceros -dijo Rex-. Esto no es nuevo. La vida siempre ha valido muy poco aquí. Los niños han sucumbido a enfermedades que se podrían haber prevenido. Las serpientes venenosas en Oriente. Los autobuses accidentados en las carreteras. La muerte se da aquí.
Juan negó con la cabeza, contemplando las tumbas de la colina.
– No como esto.
Una campana de iglesia sonó en la distancia y Rex miró el reloj.
– Tengo que volver y avisar a Donald.
Puso un trozo de papel con la hora del vuelo y los procedimientos a seguir en la mano de Juan.
– Hasta mañana.
Juan asintió con la cabeza y se alejó unos pasos hasta sentarse en la lápida de un mausoleo especialmente grande. Cameron pensó que la sequedad de Rex era insultante ante la expresión de pena de Juan.
– Tank te escoltará de vuelta -dijo ella-. Yo estoy con vosotros en un minuto.
Tank siguió a Rex en la oscuridad. Cameron se acercó a Juan y se sentó en la lápida, a su lado. El eco de las campanas todavía resonaba en el aire. El aire era húmedo, denso, extraño. Olía fuertemente a corteza, a madera quemada y a comida pasada.
– Vengo aquí a menudo por la noche -dijo Juan con tono suave.
Cameron se quedó en silencio, escuchando el sonido de los coches al otro lado del muro del cementerio.
Juan se quitó el anillo de casado y lo dejó encima de la rodilla. Lo miró unos momentos.
– Perdí a mi mujer -dijo al fin-. Y a mi hija. Estaba dando clases en la universidad cuando el edificio de mi apartamento se derrumbó. Eso fue… fue hace casi tres años, pero todavía me vuelve en noches tranquilas como ésta. -Levantó el anillo y lo inclinó hasta que pudo verse reflejado en él; luego volvió a ponérselo en el dedo.
Cuando se dio cuenta de que Juan estaba llorando, Cameron no supo qué hacer. Se puso una goma de mascar en la boca y empezó a mascarla, esperando, incómoda, en silencio. Finalmente, Juan se limpió las mejillas y levantó la cabeza.
– Lo siento. Usted no necesita esto. Es sólo que hay algo en sus ojos, una suavidad que me permite decir lo que nunca he dicho hasta ahora. Eso no es algo habitual para un norteamericano. Cuando vienen aquí, ven nuestra forma de ser, la violencia, y creen que somos primitivos. -Negó con la cabeza-. La muerte forma parte de nuestra cultura. Durante la Conquista, la mitad de nuestra población murió a causa de las enfermedades, de la guerra… Pero ningún país puede soportar este tipo de desorden, este tipo de… -señaló el cementerio-… pérdida.
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