– Explosivos -dijo Szabla-. El juego de toda la familia.
– Pensé que ese juego era el incesto -dijo Justin.
Tucker se sacó otra caja de cerillas de la manga. Con un rápido movimiento de los dedos, abrió la solapa y colocó una cerilla encima de la tira de encendido. Con el pulgar, rascó la cerilla contra ella y la encendió. La aguantó delante de los ojos, contemplando esa conocida danza, perdido, probablemente, en pensamientos sobre cucharas y agujas hipodérmicas, de C4 y de cables detonantes.
Savage conocía bien a esa clase de tíos: les encantaba tener las manos en los plásticos y eran capaces de conectar cualquier cosa, desde cables detonantes a cebos. Era como construir la muerte. Como abrir la caja de Pandora y manosear en su interior. Disfrutaban con todo eso: las conexiones, las detonaciones, las explosiones, tan brillantes que casi se veían los ojos de Dios.
– ¿Siempre has sido un pirómano?
Tucker asintió ligeramente con los ojos fijos en la llama.
– Empecé a los doce años, se puede decir. Petardos en los buzones, cohetes en las chimeneas de las casas, mini bombas en los lavabos. Esas útiles habilidades se desarrollaban dentro y fuera de casa. -Pasó un dedo por la llama y se lamió la parte ennegrecida-. La primera noche que pasé en mi tercer hogar, uno de los «hermanos mayores» me pegó con un calcetín lleno de monedas hasta dejarme inconsciente. Al día siguiente, cargué su zapato y le volé la mitad del dedo gordo del pie. -Mostró una sonrisa bobalicona-. Nadie más me jodió después de eso.
Derek deslizó los dedos por el cristal de la ventana hasta el alféizar, dibujando unas rayas en él. Todavía estaba aturdido.
– ¿Todos vosotros procedéis de un pelotón? -preguntó Savage.
Szabla asintió con la cabeza:
– La mayoría. Yo, Cam, Derek y Tucker fuimos compañeros en el Tres, de forma intermitente, durante cinco años. Justin y yo habíamos sido compañeros antes, pero él y Tank se encontraron en el Equipo Ocho. Poca acción pero guapas chicas danesas. -Señaló a Justin con la cabeza-: ¿No es verdad, encanto?
– Persigue a los de turbante por todo el desierto.
– ¿Quién hace eso? ¿Una mierda de unidad que tiene que darles clases a los noruegos sobre cómo conectar C4? -le soltó-. Al menos, nosotros realizábamos operaciones internacionales, no interminables escaramuzas.
La cerilla se consumió por entero, hasta el dedo de Tucker, y éste la tiró al suelo. Se mojó un dedo con saliva y lo apretó contra la cabeza de la cerilla, todavía al rojo, que zumbó al apagarse. Cuando levantó el dedo, la tenía pegada a él.
Savage sacó un paquete de cigarrillos de uno de los bolsillos delanteros.
– ¿Te importa? -preguntó Tucker, señalando el paquete con la mirada.
– No -respondió Savage-. En absoluto. -Encendió un cigarrillo y dio una larga calada con evidente satisfacción. Expulsó el humo por la comisura de los labios y añadió-: ¿Por qué no vuelves a tu labor de observación del minibar, chico? Te has quedado sin cerillas.
– Jodido capullo -murmuró Tucker, al tiempo que se inclinaba para asegurar los cordones de sus botas.
Savage se incorporó ligeramente en la cama.
– ¿Qué has dicho?
– He dicho «jodido capullo» -respondió Tucker, pronunciándolo con claridad-. Vete con esa actitud a otra parte. Las cosas han cambiado un poco desde Vietnam.
– No mucho -dijo Szabla-. He oído que fue una jodienda.
– Oíste bien -dijo Savage. Sonrió y en el brillo de sus ojos se reflejó el rojo incandescente del cigarrillo. Miró a Szabla y le preguntó-: ¿Qué edad tienes, princesa?
– Veintiséis.
Savage negó con la cabeza y asintió con un murmuro.
– Ya habíamos salido de allí antes de que tú nacieras.
– Eres viejo -dijo Tucker.
– Soy experimentado.
Justin miró a Derek sin saber qué pensar de él. Luego miró a los demás y dijo:
– Bueno, ¿por qué no…?
– ¿Experimentado en qué? -se burló Tucker-. ¿En masacrar a pueblerinos? ¿En violar a mujeres?
– ¿Y tú qué eres, chico? ¿Una jodida paloma?
– No, simplemente fui entrenado según un código ético militar. Tío, la mierda que vosotros… -Tucker ahogó la voz con expresión de disgusto.
Savage asintió con la cabeza, al parecer muy tranquilo.
– He visto cosas -dijo, como si estuviera de acuerdo. Con el cigarrillo entre los dedos, señaló las marcas que Tucker tenía en los brazos-. Apuesto a que tú también.
Tucker se puso de pie de golpe, pero Savage se incorporó rápidamente sobre la cama y desenfundó el cuchillo en el tobillo. Lo tiró al aire una vez, recogiéndolo por la empuñadura, y sonrió. Tucker le miró durante unos instantes y luego bajó la vista, casi con timidez. Salió de la habitación. Derek, en la ventana, no hizo ningún movimiento.
– Has sacado la mierda -le dijo Justin a Savage.
– Ya conoces el dicho -Savage se recostó sobre los cojines rasgados-: «Quien juega con fuego…»
Justin se puso de pie y empezó a vestirse de civil.
– Necesitamos salir de aquí.
– ¿Y dónde coño vamos a comer? -dijo Szabla-. ¿Alguien habla español?
– Sólo sé tres palabras -respondió Savage-: «Casa de putas.»
– ¿Qué significa?
Savage sonrió:
– Búscalo en el diccionario.
Justin atravesó la habitación hasta Derek y le puso una mano en el hombro.
– Vamos a recoger a Tucker y a buscar algún lugar para comer -le dijo.
Derek se volvió lentamente, con la mirada inexpresiva.
– Yo me encargo de la vigilancia de las armas.
Se puso de pie y salió al pequeño balcón, arrastrando la silla tras él.
– ¿Quieres que volvamos a alguna hora en concreto? -le preguntó Justin-. ¿Teniente?
Szabla se inclinó hacia delante y, en voz baja, preguntó a Savage:
– ¿Es verdad? ¿Es verdad que violabais a las mujeres allí?
La expresión del rostro era tranquila, pero los ojos le brillaban de excitación.
Savage se encogió de hombros, disfrutando con la red de intriga que había tejido a su alrededor. La nueva carnada de soldados, formados a base de libros de ética por tenientes lánguidos, siempre mostraban cierto disgusto ante cualquiera que se hubiera visto involucrado en el lío de Vietnam. Al principio, eso le molestaba, pero al final se había dado cuenta de que ese disgusto era una forma de respeto. Sabían que él había visto cosas que ellos nunca verían en el mundo de guerra a larga distancia en el cual vivían. Sabían que él había hecho cosas.
Dio una fuerte calada.
– Tenía dieciocho años -dijo-. Estaba solo.
Szabla se recostó en la cama y se pasó la mano por el brazo, palpándose el bíceps. Justin había oído a Savage.
– Eres un cabrón pervertido -murmuró-. Violación. Admirable.
Savage bajó la cabeza y clavó los ojos en los de Justin, azules y atractivos.
– ¿Quién te ha dicho que la guerra es admirable?
La luz del sol disminuía y el anochecer ecuatorial avanzaba. Tank y Cameron iban a ambos lados de Rex. Cameron estaba agradecida de que Rex no mencionara la cuestión del perro. La frustración se iba instalando: empezaban a darse cuenta de lo difícil que resultaba localizar a un hombre en ese barrio de calles oscuras y edificios derruidos. Si no encontraban a Juan y le avisaban de la hora de partida del día siguiente, el viaje de Rex estaba en peligro.
Cameron alejaba a los pedigüeños que se les acercaban y vigilaba las posibles miradas hacia sus botas para impedir que los limpiabotas se acercaran. Una mujer que vendía periódicos les pasó por al lado: los titulares de El Comercio anunciaban ciento veinte muertos más en un deslizamiento de tierra en Quito.
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