Gregg Hurwitz - Cuenta Atrás

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Latinoamérica es víctima de constantes desastes ecológicos: los rayos solares que atraviesan los agujeros de la capa ozono pueden quemar la piel humana en cuestión de minutos, muentras que los terremotos y los huracanes están a la orden del día. Un grupo de investigadores es enviado a una isla de las Galápagos con el objetivo de instalar unos detectores de actividad sísmica que permitan prevenir futuros seísmos y paliar de algún modo sus devastadores efectos. Como refuerzo y protección, les acompaña un equipo de soldados de la marina estadounidense.

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– Bueno, ¿cuáles son las malas noticias, Ramoncito?

– ¿Cómo sabe que hay malas noticias?

– Porque sólo vienes por aquí cuando hay malas noticias. Eres como un buitre. O como los paparazzi.

– ¿Paparazzi?

– No importa. Dime… Espero que no haya más cuentos absurdos de Sangre.

– Ya no hay nadie allí para contarlos. Sólo mis padres. -El chico hizo una pausa y Diego se preparó para las malas noticias-. Carlos acaba de llegar de Floreana y dice que vio a la familia Menéndez embarcar en un carguero de aceite que se dirigía a Manta.

– Mierda. Espero que mataran al ganado.

Ramoncito negó con la cabeza.

– Cerdos. Sueltos por todas partes.

– ¡Chucha madre! -Diego se puso de pie de un salto-. Van a ir a buscar mis tortugas.

Durante siete años, Diego había trabajado incansablemente para recuperar la menguante población de tortuga verde del Pacífico. El proceso había sido lento; primero tuvo que esperar a que las tortugas se aparearan en cautividad para poder incubar los huevos a cubierto, a salvo de los devastadores rayos UV que con tanta facilidad afectaban la integridad de los caparazones; luego alimentó a las crías y las mantuvo en cajas oscuras durante las primeras horas para simular las condiciones del nido. Las trasladó a establos y a piscinas cubiertas cuando crecieron, a la espera de que los caparazones se endurecieran lo suficiente para soportar las embestidas de la radiación que se encontrarían más tarde en estado salvaje y a la espera de que alcanzaran la madurez sexual. Hasta el mes de mayo pasado no los liberó en las orillas de Floreana, esperando ansioso su retorno para desovar en Punta Cormorán.

Diego se pasó una mano por los pantalones.

– Si estos nidos no producen crías… si estos cerdos llegan a ellos… tendremos que… Voy a…

Sacó otro porro del bolsillo y lo encendió con una cerilla húmeda. Dio unos pasos por la habitación, con cuidado, entre todas las cosas tiradas por el suelo y volvió a sentarse en el sofá. Jugó con un bolígrafo entre los dedos y empezó a dar golpecitos con él sobre la mesa, apoyándolo en ella de vez en cuando. Tac, tac, quieto, tac. Tac, tac, quieto. Quieto, tac, quieto, tac. Quieto, tac, quieto.

Ramoncito rió.

– ¿Ha deletreado «joder»?

– ¿Qué? No… Sí, supongo que sí. ¿Cómo lo sabes?

– Quizás he prestado más atención a sus lecciones de lo que piensa.

Diego se puso el bolígrafo entre los labios y se retrepó en el sofá. Acostumbrado a sus cambios de humor, Ramoncito le observaba a la espera de que volviera de sus pensamientos.

Antes del Acontecimiento Inicial, Floreana, al igual que la mayoría de las demás islas del archipiélago, tenía unos cuantos habitantes. Cuando resultó evidente que las réplicas serían intensas y que no iban a remitir, un número cada vez mayor de sus habitantes eligieron trasladarse al continente en lugar de probar suerte en unas islas volcánicas atrapadas en un punto caliente cercano a la intersección de tres placas tectónicas. En general, esos éxodos habían sido aventuras sujetas al pánico y mal aconsejadas. Sólo con que hubiera algún espacio libre en una de las barcas de pesca, o que un petrolero pasara por allí, las familias empacaban todas las pertenencias de una vida en veinte frenéticos minutos y se apiñaban expectantes, en los muelles y en las pangas. Los padres se despedían de los niños con un beso, los maridos abrazaban a sus mujeres. Y cuando las familias tenían la suerte de encontrar espacio para viajar reunidos, las casas y las granjas eran abandonadas tal como estaban: las teteras en los fogones, las puertas golpeando contra los quicios movidas por la brisa, las cabras y los cerdos buscando la forma de escapar de los establos.

Si la familia Menéndez había abandonado un rebaño de cerdos en Floreana a causa de la ausencia de depredadores autóctonos, el crecimiento de su población sería asombroso. Una docena de animales en estado salvaje podían llegar a ser cientos. La isla de Santiago ya era una causa perdida: más de cien mil cabras asilvestradas se habían convertido en una plaga para la tierra; cuando acabaron con la vegetación autóctona, agotaron sus fuentes de comida y murieron de inanición en cantidades tremendas. Diego había pasado cerca de la isla durante un viaje de reconocimiento a Pinta el mes anterior y el olor de los esqueletos de las cabras llegaba a un kilómetro de la orilla. Estaba decidido a no permitir que Floreana tuviera el mismo destino.

Desde su llegada a las Galápagos para dirigir la investigación para su máster, Diego había contraído un intenso y casi obsesivo compromiso con las islas. Éstas contenían la esencia de la vida, de su selección y de su diseño. Cada isla, para Diego, era una maravilla de equilibrio ecológico, un monumento a la habilidad de las especies en persistir, resistir, adaptarse e, incluso, prosperar. La fragilidad de las islas era tan extrema que resultaba espeluznante; la ecología de toda una isla podía ser irreversiblemente alterada por la llegada de una única hormiga o una avispa, transportada en un cubo de cebo a bordo de un bote. Los ejemplos eran interminables: seis perros salvajes habían atacado una colonia de iguanas terrestres de Isabela en junio, dejando cuatrocientos cadáveres en proceso de descomposición; las ratas negras que habían llegado en los barcos pronto compitieron y ganaron a las ratas del arroz endémicas y provocaron su extinción en cuatro islas; los árboles de la quina abrieron surcos rojizos en los bosques de Scalesia de Santa Cruz; los arbustos de Lantana camara se habían extendido como metástasis por toda la zona de nidación del petrel de rabadilla oscura. Eran cambios producidos por la falta de cuidado, la conveniencia y la estrechez de miras. Para contrarrestarlos, Diego contaba con su formación científica y un extenso conocimiento de la ecología, la herpetología y la erradicación de especies introducidas. Contaba con el equipo cada vez menor y los recursos de la estación Darwin. Tenía determinación, tozudez y un compromiso irreductible con la vida de las islas. Y tenía un paquete de balas del 22.

Tiró el porro al suelo y se levantó al tiempo que agarraba la munición.

Ramoncito le miró con suspicacia.

– ¿Qué va a hacer?

Diego desenterró un rifle de debajo de un panel de Pladur y apoyó la culata en el hombro.

– Parece que acabo de añadir «funcionario de control de animales» a mi lista de trabajos.

Se metió el paquete de balas en el bolsillo y se dirigió hacia fuera. Cuando cerró la puerta tras él, ésta se desenganchó de las bisagras y cayó dentro de la oficina.

11

La criatura enderezó sus dos metros y medio de altura apoyándose en sus patas traseras. De un color verde hojarasca moteado de un marrón claro, imitaba los tonos del bosque de Scalesia y se mezclaba con la red de sombras de sus ramas.

Estaba compuesta de tres partes principales: una cabeza con antenas, un tórax y un largo y abultado abdomen cargado de pesados huevos. Las alas anteriores, marrones, los tégmenes, tenían un aspecto de cuero y protegían las delicadas alas posteriores.

En general, la criatura era esbelta. El abdomen y las alas, que constituían la mayor parte del cuerpo, adoptaban una postura paralela al suelo. Cuando levantaba la cabeza, el tórax sobresalía hacia delante como el torso de un centauro, lo cual le daba un aspecto erecto y una orientación parecida al ser humano. El abdomen, habitualmente de una anchura de dos barriles de aceite, estaba todavía más hinchado a causa de los huevos y contrastaba marcadamente con el tórax fino y musculado y las cuatro delgadas y largas patas traseras. Una serie de agujeros a lo largo del abdomen, a cada lado, constituían los espiráculos, u orificios de respiración.

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