Quizá podía quedarse allí hasta morir. Quizá se consumiría allí, su piel se descompondría sobre sus huesos hasta que sólo fuera un esqueleto colgado de una rama con los brazos alrededor del tronco. La voluntad de vivir se le había escapado con las lágrimas; se sentía débil, vacía. Era un esfuerzo limpiarse las mejillas. No podía imaginarse lo que sería continuar la batalla contra aquella cosa que la esperaba en el bosque.
Sintió que la cabeza le latía desde la nuca hasta la frente. Notaba los moretones oscuros e hinchados en el cuello como flores muertas sobre su piel pálida.
La criatura estaba allí todavía. Cameron lo sabía.
Y además quedaba otra larva. Por lo que ella sabía, podía haberse sumergido en el frío mar para atravesar las aguas, repleta de virus. Si se encontraba en la isla, pronto se metamorfosearía.
Cameron pensó en lo que era estar atrapada en la isla con dos criaturas. Si consiguiera sobrevivir otras dieciséis horas, podría escapar en el helicóptero. Pero no había forma de sobrevivir desde la caída de la noche hasta el rescate de las diez. Se imaginó la muerte que, con toda probabilidad, la estaba esperando.
Recordó las amables manos y el pelo blanco de su suegro, la mesa de Navidad totalmente preparada, el perfil de los hombros de Justin, su olor justo antes de que la besara, la tienda de ultramarinos, las mañanas frías de otoño, las sábanas azules de su cama, en casa, y el brillo rojo de su reloj despertador. Pensó en esas cosas y empezó a sollozar.
El dolor se intensificaba con cualquier cosa en que pensara: el brazo herido de Tank bloqueando la puerta, la voz de Derek en el transmisor, el cuerpo de Szabla convulsionado como si sufriera un ataque epiléptico, Juan, Savage, Tucker.
No le quedaban lágrimas. Abrió la boca creyendo que emitiría algún sonido, pero no pudo. La secreción nasal le caía por los labios y ella notó su gusto salado antes de limpiárselos con el antebrazo. Con los hombros abatidos, se apoyó en el tronco, agotada. No supo cuánto tiempo estuvo allí sentada con la cara contra el árbol, pero cuando se incorporó parecía tener las mejillas en carne viva.
La voz le salió rasposa y vacilante y la operadora de Fort Detrick casi no la entendió cuando le pidió que la pasara con Samantha Everett.
– Sí, soy Samantha. ¿Va todo bien? ¿Cameron? ¿Cameron?
Oír esa voz familiar le provocó el llanto de nuevo.
– Samantha.
– Sí. ¿Estás bien? Cameron, dime algo. Dime qué sucede.
Cameron levantó la cabeza, esforzándose por reprimir las lágrimas.
– Sólo quedo yo -dijo-. Sólo yo. Y eso.
– ¿Todos los demás? ¿También tu… también Justin?
– Sí -dijo Cameron.
Samantha no podía ayudarla de ninguna forma, y ambas lo sabían, pero Cameron no quería dejar de hablar con ella, porque entonces habría estado sola en aquel árbol y en aquella isla olvidada de Dios. Por lo menos tenía una conexión con el mundo, con otro ser vivo, con otra persona a quien oía respirar en la oscuridad. Apoyó la frente en la rugosa corteza y dejó que le arañara la mejilla.
– ¿Estás casada? -preguntó.
– No. Pero tengo niños.
Cameron estaba sin aliento, como si hubiera hecho una larga carrera.
– Agárrate a ellos. Agárrate a todo lo que puedas con todas tus fuerzas, porque llega un día… -Le tembló el labio pero se lo sujetó-. Porque llega un día en que ya no puedes hacerlo.
– Lo haré -dijo Samantha-. Lo haré.
Más silencio. Se oyó un chirrido.
– No puedo decir ni hacer nada que sea de utilidad, pero no voy a ocultar nada -dijo Samantha.
«Gracias -pensó Cameron-. Gracias por darte cuenta y admitirlo.»
– Y las cosas van a empeorar, posiblemente, antes de que podamos sacarte de ahí -continuó Samantha-. Pero prométeme una cosa. Cuando toques fondo, continúa. Encuentra esa pequeña parte en tu interior que es indestructible y aférrate a ella hasta que te sangren los dedos. Es posible que parezca que no tiene sentido continuar peleando, no en ese momento, pero sí lo tiene y algún día, dentro de un mes, un año o cinco años, lo sabrás. -Hizo una pausa y cuando volvió a hablar, lo hizo con tono vehemente-. No abandones. No me dejes en esto.
– No te preocupes -dijo Cameron con voz ronca-. No sé cómo. -Parpadeó, pero los párpados se le quedaron cerrados y ya no los abrió.
Cameron se encontraba en otro estado de conciencia, aunque no dormía. Un remolino de mosquitos le rodeaba la cabeza y ella se embriagó con su zumbido. Intentaba volver a despertarse, pero era como nadar en el barro. Sentía los párpados pesados como el plomo.
La luz de la mañana se empezaba a filtrar entre las hojas. Cameron no había dormido de verdad. Tenía el rostro hinchado, los labios secos y doloridos. Sentía las lentes de contacto como pegadas a la retina; era asombroso que no las hubiera perdido.
La tristeza la golpeaba por todos lados, como una garra que se cerrara alrededor de su cuerpo. Intentó fortalecerse, cerrar la mente a ese dolor, contener el daño. Era capaz de contar la respiración: eso podía hacerlo. Si contaba sus respiraciones sabía que todavía estaba viva. Se incorporó y se aferró al tronco con ambas manos. Empezó a regular la respiración con la vista fija en los nudillos de las manos. Perdió la cuenta alrededor de ciento noventa, así que empezó otra vez, escuchando el aire en el pecho y limpiando la mente hasta dejarla como un cristal.
Luchó contra el agotamiento; aún movía los labios a pesar de que cada vez tardaba más en abrir los ojos en cada parpadeo. Cabeceó y se despertó de golpe. Había intentado no apoyarse en el tronco, pero finalmente cedió. Los ojos se le cerraron con la frente apoyada contra el árbol y el sueño la invadió como un bálsamo. Si no sintiera tanto dolor, habría sido maravilloso.
Continuó contando, aunque ya no se trataba de números. En lugar de éstos eran golpes, constantes y firmes, como el martillo de un herrero. Los golpes la fueron obligando a traspasar capas de sueño, capas de tristeza, miedo y hambre, y entonces volvió a sentir la corteza del árbol en la mejilla.
Abrió los ojos.
Los golpes continuaban, continuaban, abajo.
Cameron miró hacia abajo y vio a la mantis a medio camino del tronco, clavando los ganchos en la corteza e impulsándose hacia arriba. Cameron abrió la boca para gritar, pero tenía las cuerdas vocales en carne viva, y el grito sólo fue una exhalación.
Se puso de cuclillas encima de la rama y miró alrededor. Los árboles próximos eran mucho más bajos y las ramas más cercanas se encontraban por lo menos a seis metros de distancia y más abajo. La parte de la rama que podía soportar su peso sólo daba para unos cuantos pasos. A pesar de su fuerza, nunca podría dar un salto así.
La mantis se impulsaba hacia arriba, en dirección a Cameron. Cada golpe de un gancho contra la corteza era seguido por la fricción del cuerpo contra la corteza. Cameron oía su respiración, el aire que salía por los espiráculos. De la cutícula de la mantis sobresalían unos veinticinco centímetros del arpón, justo encima del ojo herido. Justin había fallado el tiro. El ojo estaba hundido, roto en el medio, y rezumaba. Cameron buscó frenéticamente algo con que hundirle el otro. Pero todas las ramas eran demasiado pequeñas.
En el suelo no había arbustos que pudieran amortiguarle el golpe de la caída, y el salto de nueve metros seguro que la dejaría maltrecha. A unos cuatro metros y medio a su derecha había otro quino con un tronco largo y fino. Se había partido durante un terremoto y no tenía la llamativa copa. Sólo podría hacerlo en un salto de vuelo, pero si se equivocaba, podía empalarse contra el tronco afilado y roto. Miró los demás árboles, pero parecían estar mucho más lejos.
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