Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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En el suelo, los pequeños trozos del vaso de cristal de la batidora cubrían la alfombra descolorida, que presentaba una mancha oscura junto a la puerta. Joey se agachó para examinarla de cerca, pero la sangre ya estaba seca. El rastro de sangre continuaba a lo largo del pasillo, pequeñas gotas que señalaban un rastro de pequeños planetas que se alejaban de un sol oscuro. Cuanto más avanzaba por el pasillo, más pequeñas se volvían las gotas, hasta llegar finalmente al dormitorio. Y a las puertas correderas de cristal.

A través del cristal vio que un niño cubano de unos cuatro años, con calzoncillos rojos y una camiseta de Supermán azul la miraba desde el otro lado, las manos metidas bajo el elástico de los calzoncillos. Joey sonrió y deslizó la puerta lentamente para no asustarle.

– ¿Has visto a mi hermano? -preguntó.

– ¡Bang-bang! -gritó el niño, señalando con el dedo como si fuese una pistola hacia la pared que había a la izquierda. Al volverse, Joey vio claramente la zona serrada donde había impactado el primer disparo. La tumbona estaba apoyada contra la base de la pared. Arriba y al otro lado, pensó Joey.

Sacó el móvil del bolso y pulsó el botón de llamada rápida.

– ¿Qué tal el vuelo? ¿Te ofrecieron cacahuetes gratis? -preguntó Noreen.

– ¿Has oído alguna vez el nombre de Martin Duckworth? -preguntó Joey, echando un vistazo al ejemplar enrollado de Wired.

– ¿No es el individuo cuyo nombre aparece en la cuenta del banco?

– El mismo. Según Lapidus y los datos que tienen en Greene, Duckworth está viviendo en Nueva York, pero apuesto a que si le metemos en la picadora de carne, descubriremos algo más.

– Dame cinco minutos. ¿Alguna otra cosa?

– También necesito que encuentres a sus familiares -le explicó Joey mientras se acercaba a la pared-. Charlie y Oliver… cualquiera que ellos puedan conocer en Florida.

– Venga, jefa, ¿crees acaso que no hice ese trabajo en el momento en que subiste al avión a Miami?

– ¿Puedes enviarme esa lista?

– Es una lista con un solo nombre -dijo Noreen-. Pero pensaba que habías dicho que los hermanos eran demasiado listos para esconderse con familiares.

– Ya no. A juzgar por el aspecto de la casa tuvieron una visita sorpresa de Gallo y DeSanctis.

– ¿Crees que les han cogido?

Aún con la imagen de esa mancha seca en la alfombra, Joey se subió a la tumbona y pasó las puntas de los dedos por el trozo de cemento que faltaba en la parte superior de la pared; no había sangre por ninguna parte.

– No puedo hablar por los dos, pero algo me dice que al menos uno de ellos consiguió escapar… y si está huyendo…

– … estará desesperado -continuó Noreen-. Dame diez minutos y tendrás todo lo que necesitas.

57

Cuando tenía doce años perdí a Charlie en el centro comercial del Kings Plaza. Mamá estaba en una de las antiguas tiendas de descuento, decidiendo qué ropa comprar; Charlie estaba investigando entre los artículos de Spencer Gifts, haciendo un esfuerzo por olfatear las velas eróticas «Sólo para adultos»; y yo… se suponía que no debía apartarme de su lado. Pero cuando me di la vuelta para enseñarle la colección de juegos de naipes con desnudos, comprobé que se había ido. Lo supe al instante: no se estaba escondiendo y tampoco estaba vagando por uno de los rincones de la tienda. Había desaparecido.

Durante veinticinco minutos corrí frenéticamente de una tienda a otra, gritando su nombre. Hasta el momento en que le encontramos -lamiendo el cristal en Jo Ann's Nut House- un dolor lacerante no dejó de perforarme el pecho. No fue nada comparado con lo que estoy sintiendo en este momento.

– ¿Puedo ayudarle? -pregunta el guardia de seguridad en el mostrador de recepción. Es un hombre mayor con un uniforme de «Seguridad Kalo» y zapatos ortopédicos blancos. Bienvenidos al Conjunto residencial Wilshire en North Miami Beach, Florida. El lugar indicado al que acudir cuando se trata de una emergencia.

– He venido a ver a mi abuela -contesto con mi mejor voz de buen chico.

– Escriba su nombre, por favor -dice el guardia, señalando el libro de registro. Garabateo algo ilegible y examino todas las firmas que hay encima de la mía. Ninguna de ellas es la de Charlie. No obstante, hemos pasado por esta situación una docena de veces. Si alguna vez nos perdemos, debemos acudir a un lugar seguro. Bajo la palabra «Residente», añado las palabras «Abuela Miller».

– ¿Es el nieto de Dotty? -pregunta el guardia, súbitamente amable.

– Sí, de Dotty -digo, entrando en el vestíbulo.

Por supuesto que se trata de una mentira, pero tampoco soy un completo desconocido. Durante casi quince años, mi abuela, Pauline Balducci, vivió en esta residencia. Murió aquí hace tres años, y es precisamente por esa razón que utilizo el nombre de su vecina para que Gillian y yo podamos entrar.

– ¡El nieto de Dotty! -se ufana el guardia de seguridad ante los residentes que pasan por el vestíbulo-. Tiene la misma nariz, ¿verdad?

Arrastrando a Gillian por un brazo atravieso el vestíbulo, paso junto a los ascensores y sigo los carteles de salida a lo largo del sinuoso pasillo con el empapelado despegado y que apesta a cloro. Área de la piscina, todo recto. Mamá solía enviarnos aquí para que disfrutásemos de un tiempo de calidad con la parte «distinguida» de la familia. En cambio, eran dos semanas de luchas en el agua, concursos para ver quién resistía más tiempo debajo del agua, y las quejas de la gente bienpensante del conjunto residencial porque nos zambullíamos de un modo demasiado ruidoso, lo que fuese que eso significara. Incluso ahora, cuando salimos al exterior, un hermano y una hermana están hundidos hasta las rodillas practicando un cruel juego de Marco Polo. El chico, con los ojos cerrados, grita: «¡Marco!»: La chica grita: «¡Polo!» Cuando él se acerca, ella sube la escalerilla, corre alrededor de la piscina y vuelve a saltar al agua. Evidentemente es un poco tramposa. Igual que Charlie solía hacerme a mí.

– ¿Oliver, adónde…?

– Espera aquí -digo, señalando a Gillian una tumbona.

Junto a la piscina, un vestido con camisa blanca, pantalón corto del mismo color y calcetines negros subidos hasta la rodilla estudia la página de las apuestas del hipódromo.

– Lamento molestarle, señor, pero, ¿podría dejarme su llave del club? -le pregunto-. Mi abuela se ha llevado la nuestra al apartamento.

El abuelo levanta la vista de su página de apuestas y me mira con sus pequeños ojos negros.

– ¿Quién es su abuela?

– Dotty Miller.

Después de echarme un vistazo, saca la llave del bolsillo.

– Luego tráigala -me advierte.

– Por supuesto… enseguida.

Le hago una seña a Gillian y ella me sigue más allá de la pista de tejo y por el sendero flanqueado de árboles que ocultan el club de una sola planta. Una vez que Gillian ha entrado, le devuelvo la llave al señor Calcetines Negros y regreso con Gillian.

Una vez dentro, el «club» está exactamente igual a como lo dejamos hace un montón de años: dos cuartos de baño mugrientos, una sauna que no funciona y un juego de pesas anterior a Jack La Lane. El lugar fue diseñado para ser un punto de encuentro social, para que personas mayores se conocieran e hicieran nuevas amistades. Nunca se utilizó. Podríamos quedarnos durante días y nadie nos interrumpiría.

Gillian se sienta sobre el tapizado de vinilo rojo del banco de pesas. Miro las paredes cubiertas de espejos y me siento en el suelo.

– Oliver, ¿estás seguro de que Charlie conoce este lugar?

– Hablamos de este lugar miles de veces. Cuando éramos pequeños solíamos escondernos en la sauna. Yo saltaba dentro y simulaba que era Han Solo congelado en carbonita. Entonces Charlie acudía en mi rescate y… y… -Mi voz tiembla y me miro nuevamente al espejo. Me falta una mitad.

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