Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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– No te preocupes -digo-. Charlie, ¿no dijiste que había algunas en el armario?

– Sí -dice fríamente, sin apartar la vista de Gillian-. Hay una caja llena. De todos los tamaños imaginables.

Voy rápidamente hasta el armario y regreso con un puñado de pilas nuevas doble-A. Gillian ya ha encendido manualmente el televisor, pero Charlie está concentrado en el mando a distancia. Coloca las pilas y vuelve a intentarlo. No sucede nada.

– Tal vez está roto.

– ¿En esta casa? -pregunta Gillian-. Papá lo arreglaba todo.

– Venga, pásame ese chisme -le digo a Charlie, sentándome en el borde de la mesilla baja. Es hora de emplear el truco que acostumbraba a utilizar con mi viejo walkman. Extraigo nuevamente las pilas, me llevo el mando a los labios y soplo con fuerza en el interior del compartimiento. Ante mi sorpresa, oigo un sonido rápido, como un aleteo… como cuando soplas con fuerza una brizna de hierba o el borde de una hoja de papel.

Charlie inclina lentamente la cabeza. Sé lo que está pensando.

– Tal vez está roto después de todo -dice Gillian.

– Imposible -replica Charlie. Tiene los ojos muy abiertos y esa expresión hambrienta en el rostro. En cualquier otra casa, un mando a distancia roto es simplemente eso. Pero aquí… como Gillian ha dicho, Duckworth lo arreglaba todo-. Déjame intentarlo -dice Charlie.

Pero ya me he adelantado. Introduzco dos dedos en el compartimiento de las pilas y tanteo buscando el origen de ese sonido. Ahí no hay nada.

Charlie se ha levantado del sofá y permanece ansiosamente junto a mí.

– Rómpelo.

Gillian sacude la cabeza.

– Realmente crees que él…

– ¡Rómpelo! -repite Charlie.

Con los dedos aún dentro del mando, tiro con fuerza de la parte posterior. Pero no cede. No hay suficiente palanca.

– Toma -dice Charlie, alcanzándome un lápiz. Lo introduzco en el compartimiento de las pilas y hago palanca con fuerza. Se oye un chasquido… el plástico se rompe… y toda la parte posterior del mando se parte, cayendo sobre el regazo de Gillian.

– Vaya, vaya, vaya -dice Charlie.

No estoy seguro de qué está hablando. Entonces bajo la vista. Dentro del mando a distancia, sujeta con dos gruesas grapas, hay una hoja de papel doblada tan pequeña y apretada que tiene la longitud y el ancho de un cigarrillo aplastado. Es posible que los tíos del servicio secreto hayan revisado todos los otros escondrijos, pero no hay duda de que a ninguno se le ocurrió mirar la tele.

Gillian abre la boca.

– ¿Qué es? -pregunta Charlie.

Quito las grapas con la punta del lápiz.

Con un bostezo, el papel doblado se abre lentamente. La excitación es tan intensa que apenas si puedo…

– ¡Ábrelo! -grita Charlie.

Lo abro rápidamente y del interior de la primera hoja de papel cae al suelo otra hoja más pequeña y satinada. Charlie se lanza a por ella.

Al principio, parece un punto de libro, pero en el rostro de Charlie hay una expresión de desconcierto.

– ¿Qué dice? -pregunto.

– No tengo ni idea.

Charlie gira el punto de libro hacia un lado y aparecen cuatro fotos: retratos, todos en fila. Un hombre mayor de pelo entrecano; un tío pálido de unos cuarenta años con pinta de banquero; una mujer pecosa y pelirroja; un tío negro con expresión cansada y la barbilla hendida. Es como una de esas fotos de los fotomatones, pero como está dispuesta en horizontal, parece más una rueda de sospechosos.

– ¿Qué dice la tuya? -pregunta Charlie.

Casi lo he olvidado. Cogiendo el documento de apariencia legal, leo rápidamente: «Confidencialidad… Restricciones en su divulgación… No se limitarán a fórmulas, dibujos, diseños…»-Tal vez no haya asistido nunca a la facultad de derecho, pero después de haber estado cuatro años tratando con gente rica y paranoica,' reconozco un NDA cuando lo veo.

– ¿Un qué? -pregunta Charlie.

– Un AND, un acuerdo de no divulgación. Es un documento que se firma durante los acuerdos de negocios para garantizar que ambas partes mantendrán la boca cerrada. Es la forma que tienes de impedir la divulgación de una idea nueva.

– ¿Y en este caso…?

Levanto el documento y señalo la firma que hay al pie del mismo. Es un garabato extraño realizado con tinta negra. Pero el nombre es inconfundible. Martin Duckworth.

43

– No lo entiendo -dice Gillian-. ¿Crees que papá inventó algo?

– Bueno, no hay duda de que inventó algo -le respondo y mi voz ya ha comenzado a descender velozmente por la ladera de la montaña-. Y por lo que parece, tu padre estaba tras algo realmente importante.

– ¿De qué estás hablando? -pregunta Charlie.

Vuelvo a agitar en el aire el papel arrugado.

– Lee la otra firma que figura al pie del contrato.

Charlie me coge la muñeca para mantener la mano firme. «Acordado y firmado. Brandt T. Katkin, Experto en Estrategia Jefe, Five Points Capital.»

– ¿Quién es Brandt Katkin? -pregunta Charlie.

– Olvídate de Katkin, estoy hablando de Five Points Capital. Con un nombre así y una carta como ésta, te apuesto mi ropa interior a que se trata de un CR.

– ¿CR? -pregunta Gillian.

– Capital de riesgo -le explico-. Ellos prestan dinero a una nueva compañía… mantienen a los empresarios en movimiento invirtiendo pasta en sus ideas. En cualquier caso, cuando una empresa de capital de riesgo firma un acuerdo de no divulgación de hechos -y podéis estar seguros que éste es uno de esos acuerdos- estamos hablando de un montón de dinero.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque es así como funciona el negocio; estas empresas de CR ven cientos de nuevas ideas cada día: un tío inventa el Chisme A; otro tío inventa el Chisme B. Los dos inventores del chisme quieren conseguir acuerdos de no divulgación de hechos antes de aparecer en el escenario y levantarse las faldas. Pero las firmas de CR, bueno, esos tíos odian los acuerdos de no divulgación de hechos. Ellos quieren ver todas las faldas sobre las que puedan poner sus ojos. Y lo que es aún más importante en estos casos, si un CR firma un AND queda expuesto a responsabilidades legales y jurídicas. El año pasado, cuando nuestro banco llevó a un cliente a Deardorff Capital en Nueva York, uno de los socios dijo que la única forma de que ellos firmasen un acuerdo de esas características sería si el mismísimo Bill Gates entrase en la sala y dijera, «tengo una gran idea, firmen este acuerdo y les hablaré de ella».

– De modo que el hecho de que Duckworth consiguiera que esos tíos firmasen el acuerdo…

– … significa que tuvo una idea del tamaño de Bill Gates -aseguro. Me vuelvo hacia Gillian-. ¿Tienes alguna pista acerca de qué estaba haciendo tu padre? -le pregunto.

– No, yo… no sabía que estuviese construyendo nada. Todos sus inventos anteriores eran pequeños, como ese aparato de ocho pistas.

– Tenía que ser algo relacionado con ordenadores -añade Charlie.

– ¿De verdad? ¿Eso crees? -pregunta Gillian con evidente sarcasmo.

– No. Es sólo una suposición -contesta Charlie con la misma ironía.

– Vosotros dos… ya está bien -les advierto-. Gillian, ¿estás segura de que no se te ocurre nada relacionado con esto? ¿Cualquier cosa que tu padre pudiera estar tratando de vender?

– ¿Qué te hace pensar que lo estaba vendiendo?

– Uno no acude a una firma de CR a menos que necesite dinero. Tu padre consiguió convencerles para que invirtiesen en su invento o bien hizo la venta directamente.

– ¿O sea que fue así como consiguió el dinero? -pregunta Charlie-. ¿Crees que la idea era tan buena como para que le pagasen toda esa pasta?

– Si le dieron tres millones de dólares -dice Gillian-, no hay duda de que debía de ser una idea excelente.

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