Donald Westlake - La Luna De Los Asesinos

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Parker, el personaje más emblemático creado por Donald E. Westlake (Brooklyn, Nueva York, 1933), es un ladrón profesional y, eventualmente, un asesino. Un hombre frío y calculador, reservado hasta la exasperación y dueño de una inteligencia más que destacable. Dos años atrás, Parker se vio obligado a abandonar en la pequeña y apacible ciudad de Tyler, en el estado de Mississippi, los setenta y tres mil dólares de botín de un robo a un coche blindado. Ahora ha llegado el momento de recuperar lo que es suyo, y para ello se va a ver involucrado en una guerra entre las mafias que controlan la ciudad. Parker, acompañado por Grofield, su cómplice, tendrá que demostrar su profesionalidad y agudizar el ingenio para lograr su objetivo, tarea nada fácil dado el poder de sus adversarios…
Escrita en 1974, La luna de los asesinos es, sin lugar a dudas, una de las mejores novelas de este gran escritor norteamericano que revolucionó el género policíaco al ofrecer una nueva concepción que se aleja de los lugares comunes y los viejos clichés que siempre lo habían acompañado. El estilo ágil y directo, sin florituras ni descripciones innecesarias, acompañado de un elegante sentido del humor, acentúa la tensión de la novela, que no deja de crecer desde la primera página, hasta resolverse en un final brutal e inolvidable que revela la precisión narrativa de uno de los principales escritores norteamericanos de novela policíaca del siglo XX.

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Entraron más hombres en el vestíbulo, todos agachados para no sobresalir por encima de las ventanas. Rigno entró el último, y le dijo a Dulare:

– Éstos son todos; grité arriba y no respondió nadie.

Dulare contó a diecisiete hombres en la sala, incluyendo a Quittner y a sí mismo.

– Tendremos que resistir -dijo-. La policía vendrá pronto y esta gente tendrá que irse. Todo lo que tenemos que hacer ahora es sentarnos aquí y esperar.

En ese momento, Handy McKay arrojó la bomba por la puerta de la parte delantera.

LIII

Frank Elkins aparcó su coche junto al hospital y apagó las luces. El y Richard Wiss esperaron un minuto para habituarse a la oscuridad.

Las luces del hospital, al otro lado de la calle, eran las únicas del barrio. Contaba con generadores de electricidad suficientes para mantener en funcionamiento los quirófanos, los equipos, la refrigeración y algunas luces internas, pero no para iluminar el aparcamiento y otras áreas externas, así que desde donde estaban los enfermos sólo era una estructura de ventanas claras que parecían colgadas de las tinieblas.

– Parece una calabaza de Halloween -comentó Wiss.

– No veo ninguna cara -respondió Elkins, que carecía de sentido del humor.

– No, una calabaza hecha como un edificio. ¿Te das cuenta? En lugar de una cara.

Elkins no comprendía; arrugó la frente en la oscuridad.

– ¿Una calabaza hecha como un edificio?

– Olvídalo -dijo Elkins-. Vamos.

Salieron del coche -el interior fue una oasis de cálida luz amarilla cuando abrieron las puertas- y caminaron hacia el hospital. El rótulo luminoso de la entrada de urgencias estaba apagado, pero podían ver la calle oscura que llegaba hasta allí. La siguieron hasta ver el resplandor de unos focos sobre las puertas de cristal que conducían a la sección de urgencias. Bajo las luces amarillentas, junto a la entrada, estaban aparcadas dos ambulancias.

Wiss y Elkins evitaron las luces y rodearon el edificio, dirigiéndose hacia la parte trasera. La débil luz de las ventanas sobre sus cabezas les bastaba para ver lo que hacían.

Dentro de un patio rodeado por una valla de metal estaba el parque motorizado del hospital; otras cuatro ambulancias, una unidad de quirófano móvil y dos vehículos especiales más. Wiss corrió el simple cerrojo que mantenía cerrada la entrada y la abrió. Se quedó allí mientras Elkins elegía la ambulancia que quería, la puso en marcha haciendo una conexión en los cables y salió sin encender las luces. Wiss volvió a correr el cerrojo, subió a la ambulancia junto a Elkins y salieron a la calle. Elkins se detuvo junto a su coche y Wiss dijo:

– Te seguiré. No conozco el camino.

– Está bien.

Wiss se pasó al coche. Elkins encendió las luces, y los dos vehículos partieron a toda velocidad.

LIV

Parker sostenía la linterna mientras Handy trabajaba con la caja fuerte en el estudio de Buenadella. Toda la operación había durado menos de media hora. Fred Ducasse estaba muerto. Tom Hurley había sido herido levemente en un brazo y Nick Dalesia se lo había llevado. Dan Wycza, Ed Mackey y Stan Devers estaban arriba acomodando a Grofield en un colchón para transportarlo y sacarlo de la casa. Philly Webb y Mike Carlow habían salido a conseguir otros coches, para sustituirlos por los del parque, agujereados por las balas.

En el momento en que Handy abría la caja, entró Devers, precedido por su linterna.

– Acaba de llegar la ambulancia -informó.

– Bien.

Handy sacaba fajos de billetes de la caja.

– Parece haber bastante -dijo.

– Toma -le dijo Parker entregándole la linterna-. Enseguida vuelvo.

Parker y Devers se dirigieron a la entrada y salieron. Los coches seguían en el jardín, pero sus luces habían sido apagadas, de manera que la única iluminación ahora provenía de la ambulancia. La habían detenido precisamente junto a la puerta. Frank Elkins salió corriendo y dijo:

– Parece que os las arreglasteis sin mí.

– Pasamos como un viento frío -le contestó Devers.

Elkins había dejado el motor en marcha y las luces encendidas. Dio la vuelta, señaló a la ambulancia y dijo:

– ¿No es hermosa?

– Perfecta -aseguró Parker. Era un Cadillac, un automóvil largo y bajo, de los usados por las clínicas de pago; le había dicho específicamente a Elkins que no quería una de esas ambulancias grandes y altas de tipo oficial. Esta llamaría menos la atención en la carretera. Estaba pintada de blanco y el nombre del hospital estaba pintado en las puertas en letras azules.

– Tendré que hacer algo con el nombre -dijo Parker.

– ¿Cuánto te llevará llegar al sitio a donde lo llevas?

– Doce, catorce horas.

– ¡Mierda!, eso puede hacerse fácilmente. Al amanecer estarás fuera del límite del estado.

– Veré si encuentro algo de pintura -dijo Devers-. Tienen muebles de jardín, así que es probable que en algún lado de la casa haya un spray con pintura blanca. -Volvió a la casa.

– Fue divertido, Parker. Ralph me está esperando. Nos vemos.

– Está bien.

Elkins volvió a la calle, donde Wiss lo aguardaba en el coche. Parker abrió la puerta trasera de la ambulancia, vio que estaba bien equipada y levantó la vista al ver que venían Ed Mackey y Dan Wycza transportando a Grofield entre los dos. Habían sacado el colchón de una cama y sobre él había rescatado a Grofield. Así lo habían bajado. Parker ayudó a pasar a Grofield a la camilla de la ambulancia y a envolverlo, y en ese momento volvieron Carlow y Webb con los coches nuevos. Mackey y Wycza subieron en uno con Carlow y se fueron.

– ¿Falta alguien? -preguntó Webb.

– Devers y McKay.

– Es mejor que se den prisa. Empiezo a ponerme nervioso.

Webb tenía razón. Media hora era mucho tiempo. En cualquier momento podía aparecer la policía. Parker se volvió hacia la casa y Devers y Handy salieron juntos. Devers traía puesto un delantal blanco y había encontrado un spray con pintura blanca. Comenzó a tapar el nombre del hospital en la puerta, mientras Handy le daba a Parker una pequeña y ligera maleta azul.

– La encontré en un armario y metí el dinero dentro.

– ¿Lo contaste?

– Cincuenta y ocho mil.

Parker miró a su alrededor. Todo en sombra, excepto las linternas que ellos mismos sostenían.

– No es bastante -dijo.

– ¿Cuánto te debían? -preguntó Handy.

– Setenta y tres. -Parker miró hacia la casa. La explosión en la sala había hecho saltar todas las ventanas. Se encogió de hombros y dijo:

– Me las arreglaré.

Handy se rió.

– Escuchad -dijo Philly Webb-, ¿alguien quiere irse? No veo el momento de irme.

– Está bien -convino Handy-. Voy contigo.

Devers estaba dando la vuelta a la ambulancia para borrar las palabras escritas en la puerta trasera.

– ¿Vienes? -le preguntó Webb.

– ¿Puedo ir contigo? -le preguntó Devers a Parker.

Parker no veía la necesidad de tal cosa.

– ¿Para qué?

– ¿Te gusta mi delantal nuevo? Si hay algún problema, tú serás el conductor idiota y yo el médico brillante -dijo Devers sonriendo-. Tengo ganas de dar un paseo -dijo-. Nunca fui a ninguna parte en ambulancia.

– Entonces, ven -contestó Parker.

LV

Vibración.

Grofield abrió los ojos y nada de lo que vio tenía sentido para él. Un techo bajo, curvo, barras cromadas. Sintió una vibración bajo su espalda. Trató de mover la cabeza, pero le pesaba demasiado; cada parte de su cuerpo permanecía inmóvil y apenas podía moverse. Lentamente giró la cabeza a la izquierda y vio una ventana a menos de veinte centímetros. Era de día. El campo. «Estoy en un tren», pensó, y trató de recordar a dónde iba. Luego el vehículo en que viajaba adelantó a un coche más lento y comprendió que estaba en una carretera, en un camión, o una caravana, algo con una cama.

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