Donald Westlake - La Luna De Los Asesinos

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Parker, el personaje más emblemático creado por Donald E. Westlake (Brooklyn, Nueva York, 1933), es un ladrón profesional y, eventualmente, un asesino. Un hombre frío y calculador, reservado hasta la exasperación y dueño de una inteligencia más que destacable. Dos años atrás, Parker se vio obligado a abandonar en la pequeña y apacible ciudad de Tyler, en el estado de Mississippi, los setenta y tres mil dólares de botín de un robo a un coche blindado. Ahora ha llegado el momento de recuperar lo que es suyo, y para ello se va a ver involucrado en una guerra entre las mafias que controlan la ciudad. Parker, acompañado por Grofield, su cómplice, tendrá que demostrar su profesionalidad y agudizar el ingenio para lograr su objetivo, tarea nada fácil dado el poder de sus adversarios…
Escrita en 1974, La luna de los asesinos es, sin lugar a dudas, una de las mejores novelas de este gran escritor norteamericano que revolucionó el género policíaco al ofrecer una nueva concepción que se aleja de los lugares comunes y los viejos clichés que siempre lo habían acompañado. El estilo ágil y directo, sin florituras ni descripciones innecesarias, acompañado de un elegante sentido del humor, acentúa la tensión de la novela, que no deja de crecer desde la primera página, hasta resolverse en un final brutal e inolvidable que revela la precisión narrativa de uno de los principales escritores norteamericanos de novela policíaca del siglo XX.

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– Es una llamada local. Usted tiene mi dinero; he venido a por él.

– ¿De qué dinero me habla, hijo de puta? No tengo ni un centavo de su dinero, no es ése el asunto que tenemos que arreglar.

– El dinero que dejé escondido. Usted lo tiene y yo lo quiero. ¿Me lo va a dar por las buenas o tendré que causarle problemas?

– No le daré nada -gritó Lozini-; ¡le daré un viaje sin regreso!

La voz se mantenía tranquila. Dijo:

– ¿Conoce a un tipo llamado Karns?

– ¿Qué?

– Anda en asuntos -respondió la voz-. El tipo de asuntos que usted maneja.

– No, no anda en… Ya sabe a qué me refiero. -Pero Lozini recordó que debía estar furioso y dijo-: No me importa a quién conozca. Quiero su cabeza, y la voy a tener.

– Llame a Karns -contestó la voz.

– No tengo que llamar a nadie…

– Llámele y pregúntele -insistió la voz- qué debería hacer si le debe dinero a un tipo llamado Parker.

– Venga aquí -respondió Lozini-. Le pagaré todo lo que me pida.

– Pregúntele a Karns -repitió la voz-. Le volveré a llamar mañana por la noche para decirle dónde debe dejar el…

– ¡No pienso preguntar nada a nadie!

– Sería un error -aseguró la voz.

Lozini colgó el teléfono de un golpe. Un instante después se arrepentía y levantó el auricular, pero la comunicación ya se había cortado. Tendría que ocurrírsele algún modo de traer a ese tipo a su terreno. ¿Había dicho que se llamaba Parker? Perfecto.

Lozini hizo una llamada. Su mejor hombre de confianza, Joe Caliato, había muerto en el parque de atracciones, asesinado por ese mismo hijo de puta que ahora intentaba recuperar su dinero. Su sucesor, Ted Shevelly, algún día llegaría a ser un buen brazo derecho, pero ese día aún no había llegado. Sin embargo, aun así, podría encomendarle este asunto.

– Hola.

– ¿Ted?

– Sí, señor Lozini.

– Ted, ¿recuerdas el incidente del parque de atracciones hace un par de años?

– Sí, señor.

– El individuo que provocó todo el lío dice que se llama Parker y que está en la ciudad. Me acaba de llamar por teléfono.

– ¿Seguro que es él?

– Creo que sí. Me gustaría encontrarlo, ¿entiendes lo que quiero decir?

– Sí, señor, por supuesto.

– ¿Podrás encontrarlo?

– Si está en la ciudad -contestó Shevelly-, puedo encontrarlo.

– Buen muchacho.

Lozini colgó y se quedó mirando al teléfono durante un largo minuto. Un cosquilleo en el brazo le impulsaba a efectuar una llamada interurbana, concretamente a Karns, un hombre al que él apenas si conocía, pero poderoso en toda la nación. ¿Pero qué importancia tendría lo que dijera Karns? Si ese bastardo de Parker estaba de verdad bajo la protección de Karns, habría venido abiertamente, con hombres que le respaldaran. Era sólo un farsante, un ladrón solitario con un arma en el bolsillo.

Además, aunque Karns, o quien sea, dijera que lo mejor sería devolverle el dinero a Parker, nada se arreglaría con ello. Porque Lozini no tenía ese dinero. Había hecho registrar el parque de atracciones de un extremo a otro hacía dos años, después de la huida de Parker, y no había encontrado ni rastro de él. Y no se puede devolver lo que no se tiene.

Lozini se puso de pie, salió de la cabaña y volvió a donde sus huéspedes lo esperaban, alrededor del hornillo eléctrico, revolviendo por turno los vegetales. Se sintieron aliviados cuando el anfitrión regresó.

– Gracias, muchachos -dijo Lozini. Cogió la cuchara de madera que tenía Nate Simms y miró la olla. Los vegetales se habían fundido en una especie de barro verdoso que desprendía un olor a moho.

VI

– Cuentan con una biblioteca excelente -dijo Grofield.

La muchacha que caminaba delante de él entre las estanterías giró su cabeza y lo miró por encima del hombro.

– Gracias -le respondió, como si él le hubiera alabado sus piernas, que, por cierto, estaban muy bien formadas.

Fueron a la sala de lectura, donde todas las mesas estaban vacías.

– No parece que resulte lucrativo el negocio -comentó él.

Ella soltó un suspiro dramático e hizo una mueca estudiada.

– Supongo que no puede esperarse otra cosa de una ciudad como ésta -contestó.

Oh, oh, pensó Grofield, conque es una de ésas. Su autoimagen: una rosa que crece en un estercolero. ¿Una rosa digna de cortar?

– ¿Qué otras ofertas hay en una ciudad como ésta? -preguntó.

– Nada. Aquí estamos.

En un pequeño despacho había un ajado aparato de lectura de microfilms sobre una mesa, con una silla de madera enfrente. Sonriendo, Grofield dijo:

– Muy bonito.

Ella sonrió, halagada, y él supo que tenían criterios artísticos muy similares.

– Tendría que ver la sección de discos -dijo ella.

– ¿Sí?

– Es espantosa.

La observó dudando por un sólo segundo, pero su expresión le indicó que en realidad no le había insinuado que buscaran un rincón tranquilo donde poder abrazarse. La idea, en realidad, ni siquiera se le había ocurrido; era una chica decente y muy simple, propia de la ciudad y la biblioteca.

Perplejo y con la intención de no ofender los sentimientos de la muchacha, siguió interpretando su papel, sin dobles intenciones.

– Pero debe de haber algo que hacer cuando llega la noche.

Ella arrugó los labios para manifestar su disgusto; todos sus movimientos y expresiones estaban demasiado estudiados, como si todavía no hubiera logrado dar con su verdadera personalidad.

– Todo el mundo ve la televisión -contestó.

– Le diré lo que haremos. No sé si esta noche estaré ocupado debido a unos negocios, pero déme su teléfono y si estoy libre la llamaré. Y veremos qué tiene para ofrecernos esta vieja Tyler.

– Oh, esta noche no puedo -respondió ella exagerando el sentimiento de desdicha.

«Es lo mismo», pensó él.

– Quizá otro día de la semana -le dijo.

– Está bien, perfecto. -Muy despierta-. ¿Quiere anotarlo?

No se dio cuenta de qué era lo que quería que anotara:

– ¿Eh?

– Mi número.

– ¡Ah! Por supuesto. -Sacó el bolígrafo y la agenda y se quedó en una posición que recordaba a la del reportero de Primera Plana -. Dispare.

Le dictó siete números y él los escribió. Ella agregó:

– Lamento de verdad que no pueda ser esta noche.

– Bueno, es usted demasiado bonita -dijo él-. No podía esperar que estuviera libre, especialmente la noche del viernes.

Se volvió a iluminar:

– Qué amable es usted.

– No puedo mentir en una biblioteca -repuso él, echando una mirada a su alrededor-: Ahora, los periódicos…

– ¡Ah, sí! -De pronto se volvió eficiente, pero otra vez la actitud era demasiado artificial. Señalando con amplios movimientos del brazo, le dijo:

– Están allí, en esos estantes. Los más recientes están arriba, los más antiguos abajo. Y los índices son esos libros de las estanterías pequeñas.

– Perfecto. Muchas gracias.

– Bueno -dijo la chica, y le dirigió una sonrisa sin sentido acompañada de un par de extraños movimientos con las manos-. Será mejor que le deje trabajar.

– Nos veremos después. -La saludó con una sonrisa amistosa y esperó a que se fuera.

Salió con más énfasis del necesario y Grofield dirigió su atención a las cajas de microfilms del Times-Chronicle de Tyler, el único matutino superviviente de la ciudad. El tomo más reciente del índice le daba tres referencias sobre Lozini y media docena de prometedoras referencias sobre el crimen organizado. Tomó las cajas mencionadas del estante más alto, las acomodó junto a la máquina, colocó una cinta y se sentó a leer.

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