Donald Westlake - La Luna De Los Asesinos

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Parker, el personaje más emblemático creado por Donald E. Westlake (Brooklyn, Nueva York, 1933), es un ladrón profesional y, eventualmente, un asesino. Un hombre frío y calculador, reservado hasta la exasperación y dueño de una inteligencia más que destacable. Dos años atrás, Parker se vio obligado a abandonar en la pequeña y apacible ciudad de Tyler, en el estado de Mississippi, los setenta y tres mil dólares de botín de un robo a un coche blindado. Ahora ha llegado el momento de recuperar lo que es suyo, y para ello se va a ver involucrado en una guerra entre las mafias que controlan la ciudad. Parker, acompañado por Grofield, su cómplice, tendrá que demostrar su profesionalidad y agudizar el ingenio para lograr su objetivo, tarea nada fácil dado el poder de sus adversarios…
Escrita en 1974, La luna de los asesinos es, sin lugar a dudas, una de las mejores novelas de este gran escritor norteamericano que revolucionó el género policíaco al ofrecer una nueva concepción que se aleja de los lugares comunes y los viejos clichés que siempre lo habían acompañado. El estilo ágil y directo, sin florituras ni descripciones innecesarias, acompañado de un elegante sentido del humor, acentúa la tensión de la novela, que no deja de crecer desde la primera página, hasta resolverse en un final brutal e inolvidable que revela la precisión narrativa de uno de los principales escritores norteamericanos de novela policíaca del siglo XX.

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El espacio circundado por el foso había sido dividido en ocho partes redondas, cada una de ellas con atracciones relacionadas con un tema isleño. Grofield había encontrado una fascinación morbosa en la sección Isla de Alcatraz, pero ya eran las diez y cuarto, hora de encontrase con Parker de nuevo en la sección llamada Isla Desierta. De modo que le convenía decidir en qué dirección navegar, y comenzó a hacerlo.

A su izquierda, en el centro del parque, había una fuente con altos arcos de agua iluminados de azul, rojo y verde. Grofield caminó en esa dirección, sin prisa, dejándose llevar por la muchedumbre y, una vez que llegó a la fuente, se volvió a la derecha y siguió un amplio semicírculo que pasaba frente a las taquillas, la Isla del Tesoro, la Isla de Nueva York, la Isla del Vudú, hasta llegar a la que buscaba.

«¡Náufragos!», indicaban unas letras de neón rojas; dentro de ese edificio se podía recorrer, iluminada por una luz negra, la supuesta isla desierta. Media hora antes, Grofield había hecho el paseo sin Parker, para familiarizarse de algún modo con el terreno. Parker también había estado allí antes, por supuesto, pero ésta era la introducción de Grofield a la Isla Feliz.

El paseo de los «¡Náufragos!» se realizaba en falsos botes de goma hechos de plástico gris en los que había ocho pasajeros. El bote avanzaba movido por cadenas ocultas a lo largo de un canal de agua que serpenteaba hacia el interior oscuro de la construcción. Había una serie de bromas, las más viejas y conocidas bromas sobre islas desiertas; un mecanismo automático en los botes accionaba a su paso las luces que iluminaban, a uno y otro lado, muñecos que hacían pequeños movimientos acordes con los chistes grabados en las cintas. Entre uno y otro, en la oscuridad, fantasmas fluorescentes de distintos tipos de barcos bajaban del techo como si fueran a chocar contra el bote, pero siempre se apartaban en el último momento, por lo general con un gran ruido de cadenas y engranajes.

Durante todo el recorrido, Grofield estuvo pensando en el contraste entre el negocio que debía de significar este ridículo juego de luces y el casi inexistente de su serio teatro allá en Indiana. La civilización estaba en decadencia, de eso no había ninguna duda.

Parker le había recomendado que prestara especial atención al último de los cuadros. Era más grande que cualquiera de los anteriores; casi en tamaño natural, mostraba una isla desierta con una colina en el centro. Cuando el bote salía de la curva se veía otro muñeco mecánico, un hombre vestido con andrajos que se mesaba los cabellos de alegría sobre un cofre lleno de oro que había desenterrado casualmente. Pero yendo al otro lado de la isla, y oculta del náufrago por la colina, podía verse una lancha que acababa de tocar tierra, fletada por piratas armados que intentaban recuperar el oro.

Lo mismo sucedía con Grofield y Parker. Grofield, después de haber estudiado la Isla Desierta y haber analizado las figuras que se le aparecían a medida que su bote se deslizaba, había ido a divertirse a otras zonas del parque, y ahora volvía de nuevo a «¡Náufragos!», sin prisa, tomándose su tiempo. A su alrededor, los ruidos y las luces comenzaban a disminuir, pues se acercaba la hora de cierre del parque. La multitud, que hasta ese momento había estado deambulando de un lado para otro, ahora se dividía en dos corrientes definidas: una hacia la fuente en el centro del parque, y la otra hacia la salida, que se encontraba entre la Isla Desierta y la Isla de la Tierra.

La pared trasera del edificio de «¡Náufragos!» estaba apartada del camino habitual; resultaba un hueco de sombra en medio de los fulgores. Grofield se dirigió hacia allí, caminando cerca de la pared verde y gris del edificio, y pudo apreciar una especie de día artificial. Pero en este rincón aparecían las sombras, cerradas e intensas. Grofield miró al cielo sin nubes lleno de diminutas estrellas heladas y una delgada luna menguante, demasiado delgada para dar luz. El aire estaba caliente, pero el cielo parecía frío, transparente y muy oscuro.

Parker lo estaba esperando en la puerta trasera. Su silueta era una sombra más oscura dentro de la oscuridad general. Grofield confió en que fuera él y susurró:

– ¿Cómo lo hacemos?

– La he abierto. Vamos.

Dieron un paso hacia dentro, en la oscuridad más total, y Grofield cerró la puerta tras ellos, sin dejar echado el pestillo. Se encontraban en un estrecho corredor formado, a un lado, por la estructura exterior del edificio, y del otro, por una tela negra continua. Del otro lado de la tela venían los ruidos de las escenas de la Isla Desierta, las bromas grabadas y la música y los efectos sonoros.

– Detesto este sitio -susurró Grofield.

Parker no respondió. Grofield tampoco esperaba que lo hiciera. Se apartaron a la vez de la puerta, hacia la derecha, entre el telón y la pared, Grofield iba detrás, guiado por el tenue roce de las mangas de Parker contra la tela.

Parker se detuvo y Grofield tropezó con él. Se quedaron en silencio, escuchando los sonidos metálicos de las grabaciones. Luego Grofield advirtió que Parker reemprendía la marcha y a la derecha apareció una franja vertical de luz rojiza; Parker había retirado un poco el telón y podían mirar desde allí el espectáculo de «¡Náufragos!».

Se encontraban justo detrás del último cuadro, con el náufrago solitario a un lado y la lancha llena de piratas en el otro. Mirando por la estrecha ranura, que le recordaba a las habitúales miradas a través del telón antes de una representación en Mead Grove, Grofield pudo ver pasar ante la isla un bote lleno de gente. Con sus ojos brillantes y las bocas abiertas, los pasajeros del bote parecían inhumanos, enfermos mentales; bajo las luces rojas y amarillas, parecían surgir de las sombras, como si ellos también fueran parte del cuadro vivo. No parecían menos irreales que los piratas de la lancha.

La lancha. Ahí era donde Parker había dejado el dinero, en una maleta oculta en el fondo sobre la que se sentaba uno de los maniquíes piratas. Dentro de ella se encontraban los setenta y tres mil dólares del coche blindado.

Venía otro bote con sus humanoides de caras rojas. Resultaba difícil creer que fuera gente de verdad, hasta tal punto se parecían a los blancos móviles de las barracas de tiro. Poc poc poc, se decía, y se imaginaba las cabezas reventando como burbujas mientras los troncos quedaban erguidos e inmóviles. Al momento, el mismo bote volvería a pasar con las mismas figuras y las cabezas otra vez en su lugar.

Durante unos instantes no apareció ningún bote. Las luces de la isla se apagaron y quedaron en una oscuridad casi total. La música, las voces, los efectos sonoros resonaban en los grandes telones oscuros. Aquí y allá, en el interior negro del edificio, se veían fragmentos aislados de luz, como fuegos de un campamento indio en unas lejanas colinas.

De nuevo se encendieron las luces de la isla, se acercaba otro bote. Pasó y las luces se apagaron. La música y los efectos de sonido parecían más débiles esta vez; había menos fuegos.

La isla apareció dos veces más bajo la luz roja y amarilla, y después de la segunda vez ya no hubo más luces lejanas y apenas se escuchaba un sutil hilo de música que, finalmente, también se apagó; ya sólo podía oírse un sonido más general, más anónimo: la multitud, afuera, dispersándose.

– Ahora -dijo Parker.

Grofield ya tenía su bolígrafo-linterna en la mano y lo encendió. Se iluminó la palma para graduar la luz que dejaría pasar entre los dedos índice y corazón. Dirigió una macilenta estela de luz blanca hacia la lancha y Parker caminó siguiéndola; sus pasos retumbaban sobre la madera cubierta de arena.

Grofield lo siguió de cerca, manteniendo la luz en la misma dirección. Sus oídos permanecían alertas a cualquier otro posible visitante del edificio, pero no oían nada. Se detuvo un paso antes de llegar a la lancha, dirigiendo la linterna hacia el interior a la vez que miraba a su alrededor por si aparecía otra luz.

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