Donald Westlake - La Luna De Los Asesinos

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Parker, el personaje más emblemático creado por Donald E. Westlake (Brooklyn, Nueva York, 1933), es un ladrón profesional y, eventualmente, un asesino. Un hombre frío y calculador, reservado hasta la exasperación y dueño de una inteligencia más que destacable. Dos años atrás, Parker se vio obligado a abandonar en la pequeña y apacible ciudad de Tyler, en el estado de Mississippi, los setenta y tres mil dólares de botín de un robo a un coche blindado. Ahora ha llegado el momento de recuperar lo que es suyo, y para ello se va a ver involucrado en una guerra entre las mafias que controlan la ciudad. Parker, acompañado por Grofield, su cómplice, tendrá que demostrar su profesionalidad y agudizar el ingenio para lograr su objetivo, tarea nada fácil dado el poder de sus adversarios…
Escrita en 1974, La luna de los asesinos es, sin lugar a dudas, una de las mejores novelas de este gran escritor norteamericano que revolucionó el género policíaco al ofrecer una nueva concepción que se aleja de los lugares comunes y los viejos clichés que siempre lo habían acompañado. El estilo ágil y directo, sin florituras ni descripciones innecesarias, acompañado de un elegante sentido del humor, acentúa la tensión de la novela, que no deja de crecer desde la primera página, hasta resolverse en un final brutal e inolvidable que revela la precisión narrativa de uno de los principales escritores norteamericanos de novela policíaca del siglo XX.

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Angie entró corriendo, gritando de alivio:

– ¡Oh, Frank! ¡Oh, Dios mío!

Frank levantó el auricular y comenzó a marcar.

– Tenían un coche -decía ella. Jadeaba como si hubiera corrido un kilómetro-. La matrícula estaba sucia, cubierta de barro, pero era un Chevrolet verde oscuro.

– Alquilado -dijo él- bajo un nombre falso. Olvídalo. -Terminó de marcar y escuchó las señales de llamada.

Angie rodeó el escritorio, se inclinó sobre Faran y pasó el brazo alrededor de su cuello.

– ¡Dios mío, Frank, estaba tan asustada!

– Después -dijo él. Por primera vez en los últimos cinco minutos, su estómago gruñó y se agitó. Tenía que soltar un pedo, no podía evitarlo; a veces odiaba tener que hacerlo en presencia de una mujer. Si al menos fuera silencioso; al soltarlo, oyó un terrible mugido debajo de él-. ¡Dios! -dijo molesto, y enojado, y abatido, y asustado, y hambriento, y preocupado, y deseando que no fuera necesario hacer esa maldita llamada-. ¡Dios, Dios, Dios!

– ¿Frank?

– ¡Después, por lo que más quieras! -Con un movimiento violento apartó la mano de la chica de su hombro. Estaba llamando.

Angie se apartó de él, mirándolo como si la hubiese traicionado. Él sabía de qué se trataba, sabía que se suponía que tenía que tranquilizarla, abrazarla…, ¡pero lo primero era lo primero!

Se oyó una voz.

– Sí -dijo Faran-. Habla Frank Faran, desde el New York Room. Tengo que hablar con el señor Lozini. Sí, está bien, despiértelo; es importante. Sí, ya sé, pero hágalo de todos modos. Bajo mi responsabilidad. Querrá escuchar esto.

VIII

Donald Snyder solía hacer su ronda por la planta cada media hora. Eran las dos y media de la madrugada cuando apartó el libro que estaba leyendo, se puso de pie y cogió la linterna y el llavero. Dejó atrás la tenue luz que reinaba en la casilla del sereno, situada en la entrada principal, y se adentró en la rojiza oscuridad del exterior, cruzó el aparcamiento y la zona de descarga y se dirigió al edificio principal. Grandes letras rojas de neón en el techo de la planta de tres pisos formaban las palabras «cerveza kedrich» con tal brillo que oscurecían la luna y hacían inútil la linterna de Snyder, al menos hasta que se encontrara en el edificio principal.

Kedrich era una marca de cerveza estrictamente local, desconocida a cincuenta millas de Tyler, y, sin embargo, un buen negocio desde hacía más de setenta años. Era una cerveza de calidad normal, más o menos como todas las demás, pero su éxito no dependía de su calidad. La ley no escrita, pero respetada, decía que ningún bar en Tyler podía obtener la licencia para vender alcohol a no ser que en sus pedidos diera un trato preferencial a la cerveza Kedrich. «Todos queremos apoyar a la industria local», era la frase con la que los vendedores de Kedrich explicaban la situación a los recién llegados.

Snyder abrió la puerta lateral, entró en el edificio, encendió su linterna y dejó vagar el haz de luz por el amplio pasillo vacío. No había problemas, todo estaba tan tranquilo como de costumbre.

Bien. Caminó a lo largo del pasillo, dirigiendo la luz a ambos lados, sin esperar nada anormal ni ver nada inquietante. Las dos paredes tenían ventanas y, a través de los cristales, la linterna de Snyder iluminaba las máquinas de embotellar a la izquierda y las elaboradoras de cerveza a la derecha. Todo estaba en orden en el primer piso.

En el segundo piso se almacenaban las materias primas en grandes naves frías de techo bajo en el que se alineaban hileras de tubos fluorescentes. Snyder abrió cada una de las puertas, pulsó el interruptor que encendía todas las luces y vio en todos los casos la misma vacuidad silenciosa, las hileras de barriles, cajas o sacos; los suelos de hormigón limpios. No había olor a humo, ni ruidos furtivos, ni ratas, ni problemas. Silencio y paz.

Tercer piso. Aquí estaban las oficinas, las de todos los empleados administrativos y las de los jefes. Algunos ejecutivos, al fondo, tenían verdaderas «suites» de lujo con grandes ventanales que daban al río, con cuadros que colgaban de las paredes y gruesas alfombras que cubrían los suelos, disponiendo incluso de baños propios y cocinas de uso privado. Snyder nunca tocaba nada que no debiera, pero a veces le gustaba pasearse por esas oficinas, observar y disfrutar del aura de calidez y seguridad que siempre rodea al dinero bien gastado.

Al otro lado estaban las oficinas de los empleados: hacinadas, desordenadas, llenas de escritorios de metal y ficheros, con las pequeñas ventanas originales del edificio que daban a la zona de carga, al aparcamiento o a los edificios adyacentes. Snyder las recorrió todas, abriendo puertas, hurgando con su linterna. En el instante en que pasó por el corredor, se dio cuenta de que alguien caminaba tras él.

Pensó que su corazón se paraba. Las piernas le temblaron, la linterna vaciló en su mano; tuvo que apoyarse en la pared más cercana para no caerse. Entonces, parpadeando nerviosamente, se dio la vuelta y miró al hombre que estaba a su lado.

Era alto, delgado, vestido con ropa oscura. Su rostro lo ocultaba con una de esas máscaras de lana de esquiar, igual que la que utilizan los terroristas en las fotografías de los periódicos. No tenía armas en la mano y no hacía ningún gesto amenazador, pero, aún así, producía terror.

Snyder no pudo moverse, ni hablar. Tenía miedo de enfocar su linterna directamente hacia aquel hombre, de modo que la mantenía iluminando el pasillo solitario. El reflejo bastaba para ver al hombre, para verlo asentir y hacer un extraño gesto que parecía un saludo, como el héroe de una comedia de los años treinta.

– Espero no haberle asustado.

Era una frase tan absurda, pero dicha con tanta tranquilidad, que por unos segundos Snyder no le encontró ningún significado. Se quedó allí hasta que el hombre se inclinó ligeramente hacia él, obviamente interesado, y le preguntó:

– ¿Se siente bien?

– Yo… -Snyder movió vagamente las manos y la luz se movía con ellas. El miedo y la confusión lo dejaban sin habla, hasta que logró que todo fluyera hacia una sola pregunta; la escupió como un actor por el escenario que recuerda tardíamente su parlamento:

– ¿Quién es usted?

– Ah. -De algún modo, parecía que el hombre estaba sonriendo, aunque el agujero de la boca en su máscara era demasiado pequeño y la luz demasiado pobre como para que Snyder estuviera seguro-. Soy -dijo- un ladrón. Y usted es un sereno.

– ¿Un ladrón?

– Mi compañero está abriendo la caja fuerte en este preciso instante.

Snyder miró al pasillo vacío. El departamento financiero estaba más allá, a la izquierda, con la gran caja fuerte en un rincón. La puerta de este sector estaba cerrada, como todas las otras del pasillo.

El ladrón seguía hablando:

– Y usted está haciendo sus rondas.

Snyder frunció el ceño.

– No hay dinero aquí -dijo.

– Por supuesto que hay -afirmó el ladrón-. Hoy, durante todo el día, los camiones de cerveza Kedrich hicieron las entregas en los bares para el fin de semana. Y como en este estado hay una ley que prohíbe la venta al fiado de alcohol, todas las entregas se pagaron al contado y el dinero se guardó en la caja hasta que pase el fin de semana, ya que era demasiado tarde para llevarlo al banco.

– Pero son todos cheques -dijo Snyder.

– Casi todos -respondió el ladrón-. Escuche, ¿por qué no caminamos mientras hablamos? Usted tiene que recorrer todo este pasillo, ¿no es cierto?

– ¿Cómo?

– Hablo de sus rondas. Aquí termina. ¿Después qué hace?

Snyder tenía problemas para pensar. Preguntó:

– ¿Después de qué?

Armado de paciencia, el ladrón le dijo:

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